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YO SUFRO MÁS QUE TÚ…

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • May 11, 2023
  • 6 min read

Updated: May 12, 2023


Como es natural, y como pasa en todos los tiempos y momentos, y como nos pasa a todos y todas, en algún momento u otro hemos sufrido algún tipo de pérdida. No hablo exclusivamente del dolor de perder a alguien que ha dejado este plano terrenal, que trae de por sí un dolor casi insoportable, según sea el caso. Hablo también de otro tipo de males, daños o quebrantos. Esos que han punzado nuestros corazones de tal forma y con tal insistencia, que quizá la única manera de suavizar un poco el dolor, sea contándole nuestra pena a otros.


No voy a enunciar ejemplos de estas pérdidas, porque dada la naturaleza y las vivencias de cada uno, los estragos que se cocinan en cada corazón, son muchos y muy variados. Cada quién, en la intimidad de nuestras almas y de nuestras mentes, las tendremos presentes y, con suerte, pronto se harán pasado. A veces, estas penurias están casi adormecidas, pero amenazan con despertar; a veces son casi mudas, pero amenazan con gritar.


No hay medida de comparación entre las penas de una persona y otra. Es cosa que se vuelve imposible juzgar, aun conociendo la historia del tormento, o del atormentado. Sin embargo, estar del lado del oyente, aun cuando las penas de éste sean tanto o más graves que las del confeso, es una responsabilidad que no muchos sabemos manejar. No por falta de querer, sino por exceso de no saber cómo. Más cuando nuestra naturaleza es más bien locuaz, y nos gusta hablar, a veces más de lo que los demás nos quieren escuchar.


O porque, para nosotros, nuestro dolor si duele. El de los otros, no necesariamente tanto.


Muchas veces he sido testigo de cómo, cuando alguien cuenta sus cuitas de manera muy lastimera, buscando el alivio que trae la revelación de un dolor que a veces es muy íntimo, siempre hay alguien que, con palabras paternalistas, pero que rayan en lo hiriente, expone su caso personal como uno que es más grave, más doloroso, más antiguo…


Aquellos que transitamos el camino de la cura emocional, tanto por gusto como por necesidad, nos daremos cuenta de que, de este mal (del de la superioridad en el dolor, o del de ser eminencias en la pena), también hemos adolecido alguna vez. Y por desgracia, sin un primer examen de conciencia propicio, perseverante y profundo, estamos en peligro de adolecerlo de nuevo.


Como siempre, lo que voy a escribir (y he estado escribiendo) está directamente relacionado a mi propio sentir, a mis propias experiencias, y en gran medida, a mi propia educación; tampoco quiero pisar los escabrosos terrenos de la psique ajena, de la que sé lo que sé, pero honestamente, no sé nada; por lo que esto no es, en absoluto, una verdad, ni general, ni universal. Tú me entiendes.


Creo que para muchos de nosotros, la constante búsqueda de atención es un latente intento, consciente o inconsciente, de ganar protagonismo, con el objetivo de obtener la aprobación, la admiración, o la compasión de otros y otras.


Si dicho protagonismo comenzó en la infancia, en nuestra juventud, o dónde y cuándo exactamente, es algo que nosotros, aunque lo hayamos medio enterrado, medio olvidado, o medio ignorado, conocemos mejor de lo que creemos, o de lo que admitimos. Pero nuestros amigos, familiares y, finalmente, nuestros terapeutas (los que tenemos la suerte de tener uno) nos lo han hecho recordar, revivir y reparar al poner, más veces de las que quisiéramos, el dedo en la llaga…


Sufrir no está bien. No es algo que hayamos pedido, ni para lo que hayamos nacido. Las penas, desafortunadamente, se dan por las muchas circunstancias de la vida, y a veces nos quitan las ganas de hablar.


Callar tampoco está bien. No es algo que sea sano, ni algo que sea benéfico. La vida, amorosamente, nos ha sabido rodear, a muchos de nosotros, de muchas personas que saben escuchar, y que, afortunadamente, nos facilitan hablar.


Pero, superiorizar nuestros sufrimientos es todavía peor. Los sufrientes, ansiosamente, están esperando una especie de consuelo de nuestra parte, o tal vez sólo nuestra escucha; no buscan jugar unas carreritas en la pista del martirio.


¿Quiénes no hemos escuchado a otros antagonizar o agigantar nuestras penas? ¿O las de otros? (“Si, qué mala onda. Pero a mí me pasó todavía peor, fíjate…”).


¿Quiénes no hemos experimentado el dolor de enmudecer, cuando en un momento de desahogo, los demás no nos dejan continuar? (“Esto que dices, perdóname que te interrumpa, me recuerda cuando a MÍ me pasó algo parecido, pero un poco más gacho…”).


¿Quiénes no hemos sentido la culpabilidad de padecer un dolor que NO se compara con el muy superior dolor de los otros? (“Dale gracias a Dios que no te pasó nada, porque YO no corrí con tanta suerte, nomás te digo…”).


Si no los hemos escuchado, entonces habrá que tener cuidado de NO ser nosotros esos insensibles que tanto desdeñamos.


Pronto, y muchas veces sin querer, los otrora oyentes dejan de ser consternados participantes, para convertirse, casi inmediatamente, en crueles antagonistas. Antagonistas que, con toda probabilidad, llevan dentro un dolor tan grande que, para sentir un poco de vida, en medio de la agonía que ulcera sus corazones, agigantan sus dolores, exageran sus penas, o desproporcionan sus sufrimientos.


Cuando vivimos nuestras vidas en el agujero de la ignorancia y el vacío emocionales, es muy fácil ignorar los estragos que causa en otros la superioridad del dolor. Del que sufre más. Del que llora más.


Como dije, no soy ducha en las artes del conocimiento de las almas y las intenciones de los demás, y hago conjeturas (no siempre exactas) con base en la discontinua observación/comportamiento de la gente, a fuerza de vivir y trabajar con ellos y ellas.

O, posiblemente, son deducciones hechas después de haberlo vivido yo misma…


¿Acaso mi comportamiento de aquel entonces fue el resultado de los celos desmedidos? Como ese día, el que llegué a sufrir un resentimiento terrible, cuando alguien más intentó mencionar que para ellos había sido muy doloroso perder a su perrito. Qué mal, pero eso no es nada. Yo soy una víctima más importante. ¡Yo perdí un bebé! No han pasado ni quince días. Tu perro no se compara con mi bebé. Tu dolor no importa.


¿Tal vez mi comportamiento de aquel entonces fue el resultado de una autoestima enferma? Como ese día, el que experimenté una amargura horrible, cuando alguien más se atrevió a decir que su marido la había abandonado con todo y su niño. Qué triste, pero eso no es nada. Yo soy una víctima más importante. ¡Mi marido falleció! Me dejó completamente sola al cuidado de dos criaturas. Tu marido gañán no se compara con mi difunto esposo. Tu dolor no importa.


¿Quizá mi comportamiento de aquel entonces fue el resultado de mi desafortunada soledad? Como ese día, el que atravesé una decepción espantosa, cuando alguien más pretendió explicar que estaban viviendo una situación muy desesperante, porque les habían reducido sus horas de trabajo. Qué lamentable, pero eso no es nada. Yo soy una víctima más importante. ¡A mí me corrieron! Y no tengo trabajo. Tu reducción de horas no se compara con mi falta de trabajo. Tu dolor no importa.


Lenta, pero dolorosamente, me di cuenta, porque me ayudaron a darme cuenta (yo sola jamás habría podido hacerlo) que mi comportamiento de búsqueda de atención que incluía incluir decir o hacer lo que fuera, con el objetivo de llamar la atención de alguien en particular, o de todos en general, me traía más celos desmedidos, más autoestima enferma, y más desafortunada soledad, que antes. Quería pescar los cumplidos de otros al señalar mis logros; quería obtener la lástima de otros para obtener validación; quería provocar polémica para causar una reacción.


Lo logré. Pero al mismo tiempo, fallé.


Sin embargo ¡cuánto puede crecer el que quiere, y busca, hacerlo!


No quiero decir que he llegado ya a mi terrenal Nirvana personal. Hoy sigo siendo una persona locuaz en esencia, y todavía me encanta hablar casi a gritos, a veces más de lo que los demás me quieren escuchar. Ocasionalmente soy el centro de atención en algún u otro intercambio de ideas, sobre todo entre mi grupo de amigos y familia más cercanos. Pero en todas las circunstancias, te aseguro que me he esforzado por guardar silencio, cuando sé que debo escuchar; créeme que he luchado por evitar dar lecciones, cuando sé que debo consolar; defiendo que he trabajado por no ansiar la superioridad, cuando sé que tengo que ayudar a aligerar la carga de otros u otras.


Tampoco quiero decir que ya he alcanzado la felicidad completa. Desde mi muy humilde punto de vista, la felicidad, que se forma de a poco en unas cosas u otras, se dará cuando exista el muy difícil equilibrio entre callar y escuchar, ver y hablar, sentir y actuar. También se dará cuando aprendamos a apoyarnos conscientemente en nosotros mismos, o sea, cuando sintamos y podamos afirmar que hay una clara conexión con la vida que fluye dentro y fuera de nuestras conciencias.


Discretamente,

Miss V.


 
 
 

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