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Mi papá siempre fue, y seguramente sigue siendo, aunque en su actual condición tal vez en menos medida, un señor muy preocupón. Él mismo llevó izada, por muchos años, la bandera de preocupón porque, según sus propias palabras, así era él: él se preocupaba por todo y por todos. Y no nomás cargaba esa bandera convenientemente erguida, sino que también lo llevaba bien anunciado en sus palabras y en sus acciones. Honestamente, a la juvenil edad de diez y tantos, o veintitantos, y en uno que otro irreconocible arranque de rebeldía contra la autoridad que siempre fue para mí, yo le decía que era más bien “catastrofista” o “apocalíptico”. Y obviamente, me tachaba de loca, cerrando la discusión con un: “parece que yo me preocupo más que tú”.
Incluso, llegó a reclamarle a mi mamá quien, en su perenne estado zen, parecía no alarmarse en lo absoluto. “Sí me preocupo”, le decía ella. “Pero ya con tu preocupación tenemos.” Es que, fíjate: la mortificación de mi papá era tal, tan avasalladora y tan ruidosa, que ni siquiera nos daba oportunidad de preocuparnos a nosotros, porque él se encargaba de cargar con la preocupación de todos.
Pero a fuerza de años de casi presumir este amargoso obstáculo emocional, si había algo que a él le caía bastante mal, era que cualquier persona le dijéramos que no se preocupara.
Obvio. Es como decirle a un enojón que no se enoje, o a un chistosito que deje de bromear.
Molesta.
Y el enojón se enoja más, y el chistosito, aunque sea nomás por joder, bromea más.
No es que lo bueno o lo malo, o lo enojón o lo chistosito, lo llevemos en la sangre; pero son características (o conflictos) adquiridos al paso del tiempo, y, a fuerza de permitir que crezcan, pueden llegar a convertirse en monstruos que enganchan su alma con la nuestra.
Como la preocupación.
Fue necesario tener una hija y un hijo, para empezar a comprender a mi papá. La paz y la libertad de la no preocupación que vivía antes de casarme, e incluso ya casada, pero antes de tener a mis adorables engendros, era algo que ya no he vuelto a vivir desde entonces. Nunca fue esta frase, “yo me preocupo más que tú”, más verdadera que en el momento presente. Jamás había tenido más sentido que en mi vida adulta. Como mamá y como maestra.
Ahora bien. No creas que me dejo llevar por el fantasma de la preocupación como lo hizo mi papá.
No...
Creo que soy peor.
En aquellos días, claro que existían peligros para todos. Pero por otro lado, en este planeta lleno de gente cada vez menos amorosa y más aprovechada, me resulta un tanto difícil soltar mis penas al viento, y no seguir, por mencionar algún ejemplo, la ruta de mis hijos en las aplicaciones de mapas, por las que, sin chistar, y aparentemente con gusto, mis caros herederos me comparten su ubicación del momento.
“Yo me preocupo más por ti que tú misma (o tú mismo)”, es una fea frase, opuesta a una plegaria, bajo cuya sombra me niego a vivir, pero que parece reverberar cada día de mi vida laboral. Y que he repetido más veces de las que quisiera, si sólo por no parecerme a mi papá, en el que, aparentemente, me estoy convirtiendo.
Te dije que llegaras a las dos. ¿Sí escuchaste lo que te pedí? ¿O decidiste arriesgarte aún a costa de tu seguridad?
Te pedí que me marcaras cuando llegaras. ¿Sí te lo dije como cuatro veces? ¿O cuatro veces pensé que te lo decía?
Te advertí que esa zona es de cuidado. ¿Sí te previne lo suficiente? ¿O quisiste demostrarles a tus amigos que a ti nadie te impone nada?
A pesar de estos desatinos familiares, que tienen rápida solución, mis preocupaciones, sin embargo, van más allá de las cuasi comodísimas cuatro paredes de mi casa. No sólo me preocupan mis hijos, casi en toda situación y momento, sino aquellos a los que casi veo como hijos e hijas, todos ellos adultos, y muchos de ellos hasta casados, y con sus propios hijos: mis alumnos y alumnas.
Tu hora de llegada es a las siete y media. ¿Sí leíste la parte del reglamento donde se especifican las consecuencias de tus rezagos en la hora de entrada? ¿O tus faltas?
La entrega de tu tarea es mañana. ¿Sí estás enterado de las consecuencias de no entregar esos trabajos a tiempo? ¿O de ni siquiera haber accedido a la plataforma?
La presentación final es hoy. ¿Sí escuchaste cuando te pedí que la enviaras desde antes para corregir cualquier error que tuviera? ¿Sí la hiciste, siquiera?
Sí, a todo.
Pero parece no molestarles.
No se les mueve ni un pelo.
No pierden ni la sonrisa.
Pareciera que el aula vacía me preocupa más a mí que a ellos.
Tal vez por mi eterna relación con la educación, y la subsecuente relación con otras personas que trae esta noble labor, la falta de interés no me es ajena. Ni de acá para allá, ni de allá para acá. O sea, también, en medio de mi desarrollo magisterial, me he sentido aburrida, o fastidiada, y he pensado en tirar la toalla.
Pero algo me mueve a no tirarla: la preocupación.
La preocupación de que no alcances el punto de pase.
La preocupación de que te vayas a extraordinario por faltas.
La preocupación de que te quedes rezagado, comparado con tus compañeros.
La preocupación de preparar una clase que no te guste.
La preocupación de ver un salón vacío de ti.
La preocupación de que no aprendas.
Hoy me pasó así. Hoy me mortifiqué más que ellos por su formación; me afligí más que ellos por sus resultados; me preocupé más que ellos por su aprendizaje.
Hoy me pasó así. Y seguramente me volverá a pasar. Por preocupona.
No quiero pensar en “catastrofizar” o “apocaliptizar” (por falta de mejores palabras) cada situación, laboral o personal, por la ansiedad de que la preocupación desmedida vaya a convertirse en el pan nuestro (mío) de cada día. Me da miedo dejarme llevar por la preocupación, más que por la falta de fe, o la cortedad en la esperanza. Casi en cualquier situación, según aquellos principios paternales, es mejor pensar lo peor antes que llevarnos un chasco por confiados.
Ya me lo dijeron sabias personas un día u otro:
Habrá que comenzar a sintonizar las emociones, porque preocuparme por la incertidumbre es una manera de querer evitar lo que no puede evitarse.
Habrá que buscar un sistema de apoyo, porque no estamos hechos para vivir aislados, ahogándonos en nuestro desasosiego.
Habrá que reconocer nuestras preocupaciones, porque ignorarlas o pretender que no existen, nos hunden más en la fosa común de los sentimientos suprimidos.
Habrá que aprender a dejar ir, porque el que se preocupa de más, carga con la preocupación de todos.
Heme aquí.
Preocupadamente,
Miss V.
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