CATARSIS II
- yesmissv
- 2 days ago
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Corría el año de 1989, año del Señor cuando, más por ocurrencia de mi papá que por propio deseo, comencé a trabajar, de lleno y a tiempo completo, como maestra. La justificación de poner a trabajar a una niña que quería continuar sus estudios de bachillerato, pero a la que no dejaron hacer lo que quería para su propio futuro, fue un serio problema económico en la familia, que sólo podría mejorar si yo, la hija mayor de sólo dieciséis años, me empezaba a hacer cargo de parte de los gastos de la casa.
Obediente/complaciente como siempre he sido, apechugué, y empecé mi carrera de maestra. No sin cierto sentido de la responsabilidad de adulto hecho a la fuerza; o sin cierto sentido de la superioridad de una mocosa desechada a la fuerza, ambas sensaciones revoloteando dentro, por estar a punto de ser parte de las filas laborales, que estaban conformadas, desde mi muy imberbe punto de vista, sólo de adultos.
Y, aunque no me convertí de improvisto en una adulta, sí tenía las responsabilidades de una. Por lo menos, de una que se afanaba en un trabajo tan celoso como es el del magisterio. Pero sin importar lo seria que hubiera sido mi labor, estoy segura de que a mí tampoco nadie me tomaba en serio. Y aún a pesar de mi pequeño gran ego de adolescente, aunado a mi pequeño gran deseo por trabajar, perfectamente pude ver los desplantes de otros. Pero de eso ya escribí antes.
Ahora bien. ¿Qué puede cegarlo a uno más que el ego propio de la nefasta adolescencia, docente o no? Pues la libertad que trae el devengar como adulto desde antes de los dieciocho, o desde antes de comenzar una carrera universitaria. Es más: desde antes, siquiera, de terminar la preparatoria. Entonces, enamorándome de la belleza de empezar a ganar mi propio dinero a tan corta edad, no le puse ningún “pero” al trabajo. Mucho menos cuando, al paso del tiempo, me di cuenta de que el magisterio, aun cuando yo hubiera querido estudiar otra cosa, sí parecía ser lo mío.
Lo que no era tan mío, aparentemente, era el dinero que estaba ganando con el sudor de mi frente. No sólo ofrecía casi (casi) todo mi cheque para cubrir las necesidades básicas en mi casa, y otras tantas, sino que estuve a punto de que me colgaran la obligación de hacerme cargo de mis hermanas menores. Obediente/complaciente como siempre he sido, apechugué, y pagué un par de colegiaturas de una, hasta que, dada su apasionante ñoñez y su envidiable inteligencia, ella misma tramitó, de ahí en más, todas las becas de las que pudo echar mano. En ese rubro, tanto ella como tu servidora estábamos salvadas. Pero en otros…
El dinero fue siempre un tema complejo de tratar y hablar, en aquellos tiempos, cuando mis papás eran jóvenes todavía. El estigma relacionado con el dinero, muy probablemente heredado de sus propias familias, es algo que hemos llevado arrastrando como un estorboso y pesado lastre del que no hemos podido deshacernos del todo. Ni mis papás, ni yo. Y a veces, me duele decirlo, ni mi propia prole. Tal vez porque llevamos ya mucho tiempo con él. Tal vez porque no sabemos cómo despegárnoslo. Tal vez porque he cometido el nefasto error de heredar dicho estigma.
Por un lado de la familia, se tenía la creencia de que el dinero debe gastarse sabiamente. “Sabiamente” aquí significaría “como el patriarca disponga”. Entonces, se aprendió a chiquitear. Vivir una vida dependiendo de los progenitores para tomar casi cada decisión, como qué estudiar y dónde, e incluso las relacionadas con cómo se gastaba el dinero, abarcando el de mi papá, otro ser tan obediente como complaciente, dejan una marca tan profunda, que es muy difícil de eliminar, y muy fácil de transmitir.
Por el otro lado de la familia, se padecía el dolor de que ni siquiera había dinero para gastar. “No había” aquí significaría “sólo hay para lo que el patriarca quiera”. Entonces, se aprendió a censurar. Vivir una vida dependiendo de las migajas de los propios, y de la buena fe de los extraños, y tener qué empezar a trabajar a temprana edad para intentar vivir con dignidad, como mi mamá, otro ser tan obediente como complaciente, dejan una marca tan profunda, que es muy difícil de eliminar, y muy fácil de transmitir.
Con la idea de que los ricos, aunque sean buenos, no se van al cielo; con la creencia de que sólo hay que tener lo suficiente para pagar tus deudas y luego para vivir, “ahí modestamente”; con la crítica parental de que comprar cosas caras era derrochar el dinero, cuando en la propia casa había deudas impagables; con el ataque emocional de ser una soberbia por querer (y creer merecer) más de lo que el mismísimo Dios había puesto en nuestro camino; viví gran parte de mi vida.
Crecí (o crecimos) asociando el dinero con la falta de valores, la corrupción, la avaricia, y muchas cosas más. Por eso, cuando mis progenitores llegaban a tener aunque fuera un poco de dinero de sobra, pasaban una de dos cosas: o se gastaba alegremente como si no hubiera un mañana; o causaba una culpabilidad tal que se volvía una medida del valor personal, con base en las medidas extrínsecas que tanto se arraigaron en la médula: lsa de su proipia pobreza cuando iban creciendo; las de su dependencia de otros, especialmente de quienes tenían más; las de la sabiduría de los dichos que hablaban del dinero; y hasta las de las crónicas bíblicas.
Queridos amigos. Queridas amigas. Al sol de hoy, no conozco a nadie a quien NO le guste el dinero. Aunque sea un poco. Pero hay personas y hasta familias enteras que, aunque necesitadas de él, pocas veces han dado su brazo a torcer. Para ellos el dinero fue y, aunque no se diga abiertamente, sigue siendo, casi sinónimo de perversión. Un tema tabú que puede casi asemejarse al más vil de los pecados. Con frases como “el dinero no crece en árboles”, o “todos los ricos son malos”, siempre escuché a muchos de los adultos a mi alrededor concluir con mucho orgullo por vivir en la pobreza, y casi dándose golpes de pecho, que uno no puede (ni debe) tener tanto dinero que, a la larga, sea más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Los Cielos.
Ciertamente viví en un ambiente familiar en donde, si efectivamente no había “de sobra”, tampoco había escasez, pero se hablaba y se vivía como si la hubiera. De boca de mi papá, principalmente, siempre escuché que el dinero nunca alcanzaba, que para conseguirlo había que “partirse el lomo” trabajando como a él le habían enseñado, y como él tanto presumía; que no había que gastarlo en cosas que no son fructuosas, excepto las que él decidía que sí eran; y que había que “tener un colchoncito”, preferentemente en cajas o en mochilas (en la casa), con la mayor cantidad de dinero que fuera posible. Por si acaso…
Y con todo eso, crecí. Todo eso lo creí. Todo eso lo contagié. Y me ha sido muy difícil deshacerme de la creencia que no merezco tener más de lo que percibo. Más amor. Más deseos. Más hambre… No vaya a ser que me vaya a ir derechito al infierno. Con esa desazón, con esa amargura, pero también con esa conciencia, es que vengo a escribir esta diatriba, tan acre, tan franca y tan catártica como mi alma y mi conciencia me lo permiten.
Pero, aunque mi escrito comenzó así, hablando de la escasez material, este mensaje ni siquiera se trata de lo meramente monetario. Estoy hablando de otra clase de pobreza. Una de otra calaña.Una que también nace de la anterior.
Justo ahora, me encuentro en medio de una crisis existencial, misma que mi mente consciente me ha dicho que no tengo derecho de tener, no sólo por la edad que tengo, sino porque en mi entorno familiar así se manejan las cosas. Porque en mi entorno familiar se debe ser fiel a lo que se nos ha inculcado generación tras generación. Porque en mi entorno familiar así se habla o, mejor dicho, no se habla, de las cosas. No sea que vayan a incomodar.
Muchos pensamientos, sentimientos y deseos me atacan, todos en contubernio, todos de diferente naturaleza, todos al mismo tiempo, todos con la misma ferocidad. Y me hacen sentir como si lo recorrido hasta ahora no fuera suficiente. Y que los sueños que todavía tengo y no han terminado, ya no tuvieran cabida a estas alturas de mi vida. Que ya para qué.
No es sólo el dinero o la escasez de lo material lo que me ponen en este irritante estado de trance. Es mi cuerpo que empieza a marchitarse, no de madurez, sino por haber hecho poco. Es mi mente consciente, tan acostumbrada a la comodidad de lo incómodo la que me atrofia. Es la vaciedad que trae el sentir que, además de lo que estoy haciendo, quiero hacer más. Es la actual circunstancia de vida, tan inesperada y tan desgarradora, la que a veces saca lo peor de mí.
Pero más adentro todavía, en una zona poco explorada de mí misma, algo o alguien me grita, casi inaudiblemente, que mi cuerpo y mi mente, aunque ya no creo que aguanten un piano, son todavía capaces de empujarlo, hacerlo rodar, o hasta tocarlo, y están deseosos de hacer “otra cosa”. La penuria que hoy siento (penuria esperanzadoramente temporal) es causada por una pobreza de deseo. Por una carencia de esperanza. Por una insuficiencia de ardor…
Ciertamente, y con el corazón en la mano te lo digo. Mi vocación actual tiene mucho que ver, pues mi amor por ella ha mermado. Más de lo que esperaba. Más de lo que imaginaba. Más de lo que hubiera querido. Y aunque muchas veces antes había sentido que ese amor era un columpio emocional, en el que a duras penas a veces puedo permanecer bien sentada, pero del que no quería bajarme, hoy dichos sentimientos son una incómoda constante. Una constante que me ha empezado a entumecer. A empobrecer, más de lo que me ha remunerado, de manera emocional y mental más que económica.
Ya quedaron atrás las recompensas afectivas que antes traía consigo el trabajo “bien hecho”; porque hoy no importa que tan bien hecho esté, siempre habrá alguien que encuentre más fallas que virtudes. A veces, yo misma.
Ya no hay gratificaciones en la riqueza ética que antaño surgía de hacer la labor con amor casi ciego; porque hoy no importa que tan ciego sea, siempre habrá alguien que vea el error antes que el acierto. A veces, yo misma.
Ya se fueron los lujos idealistas que otrora me movían a dar el todo por el todo, en pro de mi vocación; pero hoy no importa cuánto se dé, siempre habrá alguien que quite la ilusión de la utopía. A veces, yo misma.
Pareciera que, en ocasiones, voy en caída libre directo al suelo, o a no sé dónde, apenas asida del paracaídas del cacareado “deber ser”, que se ha vuelto el único ruinoso y miserable salvavidas que me queda. Cuando en realidad quisiera aferrarme, con toda la intensidad y la fuerza posibles, del “querer ser”, apenas delineado como un decadente paraguas que quiere abrirse durante un apocalíptico diluvio.
Pero ahí no hay seguridad. Ahí no hay comodidad. Ahí no hay familiaridad.
Calma.
Calma.
Calma.
Imagínate nada más. Hoy ya es martes. Cuatro días pasaron para que pudiera recobrar la tranquilidad. He aquí la segunda parte. Menos encendida. Más serena.
Supongo, o mejor dicho sé por experiencia propia, que así hay ratos, o días o hasta meses, tal vez más, en los que la energía de lo que pasa alrededor, o lo que no pasa, lo hacen a uno tocar fondo. Y de ahí, a no sea que me ponga a escarbar, cosa que no sé hacer, ni tengo pensado hacer, no hay más remedio que volver a subir. Como tantas otras veces lo he hecho. Escalando. Arrastrándome. A veces rápido. A veces cayendo de nuevo en el intento.
Pero gracias al Que Es La Vida, no llegaré a la superficie para encontrarme sola. Tengo tanto y a tantos que me esperan arriba de la zanja a la que caí, echándome un lazo. O echándome porras. Pero también me tengo a mí. A mí que no soy una “incansable guerrera”, sino una mujer como tantas otras. Una mamá como tantas otras. Una maestra como tantas otras. Y, como tantas otras, también me rindo. También tiro la toalla. También sucumbo. También quiero vivir.
Si leíste todo esto, y si acaso me estimas aunque sea un poquillo, no te alarmes. Ni quiero ni busco consejos, compasión o contestaciones con base en tus experiencias que, aunque tremendamente valiosas, me son totalmente ajenas. Escribo porque necesito hacerlo. Porque me gusta hacerlo. Porque hacerlo me libera. Me calma. Me renueva. Esto es, como mencioné antes, únicamente una catarsis temporal dentro de un breve período que, conociéndome, pasará pronto. Nada por lo cual alarmarse.
Obediente/complaciente como siempre he sido, debería ofrecer mis disculpas a quienes, genuinamente interesados en mi bienestar, preocupé con esta interminable diatriba. Pero no voy a hacerlo. Más bien, agradeceré desde el corazón que te hayas quedado hasta el final, para ayudarme a barrer los pedazos que se me fueron cayendo en este sermón. Antes de salir de este hoyo, me dispongo a pegarlos. Nuevamente.
El día que me veas, dame un abrazo.
Si no me ves, mándamelo.
En caída libre. Por ahora…
Miss V.
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