NO QUIERO HACER LA TAREA
- yesmissv
- Aug 12
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Estoy segura de que todos aquellos que recordamos nuestros años de primaria y secundaria (si es que no nos pasaron de noche), recordaremos también la tragedia que era tener qué hacer tareas. A veces sencillas y cortas, otras veces incomprensibles y largas, casi no había tarde en la que no pasáramos horas trabajando en actividades que, desde nuestro muy pueril punto de vista, eran más bien inútiles.
En la práctica educativa, la tarea escolar ha sido una tradición casi incuestionable, a veces considerada una de las (dos) armas más poderosas de un maestro pues, tal actividad, lejos de fungir como un refuerzo del aprendizaje, se llegaba a emplear más bien como un castigo de tipo vengativo por parte de la maestra, por no habernos portado como ella hubiera querido que nos portáramos durante la clase. La otra arma era dejarnos sin recreo.
Todavía recuerdo que en mi entorno familiar infantil las tareas no eran muy bien vistas, ni por las hijas ni por la mamá, quien era a la que le tocaba sufrir las tareas junto con sus herederas. Y, precisamente no hacer la tarea, por allá cuando tu servidora estaba en cuarto grado, me costó una visita de mi mamá a la escuela (con un par de castigos extra) en donde, la chismosa de la maestra, le dijo que yo no estaba entregando los deberes propios de casa.
No era yo la única negada en esa familia. Mis hermanas, ambas menores que yo, empezaron a rebelarse contra el sistema desde mucho antes que tu servidora. Hacer páginas interminables de diminutas bolitas y minúsculos palitos, sacaron lo peor de mi hermana sándwich. Un día, en medio de un episodio de inútiles ejercicios, según sus propias infantiles palabras, la maestra era “una mensa”, y esa tarea “no servía para nada”. Seguramente, los pedagogos dirán que sí servía para mucho, pero a los ojos de una niña, harta de hacer hasta cuatro hojas tamaño oficio por ambos lados del mismo insulso y monótono ejercicio, la tarea y la maestra estaban hechas tal para cual.
Y, lanzando lejos la hoja, el cuaderno o el libro que tuviera a la mano, mi hermanilla se rehusaba a continuar. Hasta que su propia incurable ñoñez (y un grito bien puesto por parte de mi mamá) la hacía entrar en razón. O casi. Pues continuaba donde se había quedado, pero enojada. Y con un cuaderno ya muy maltratado.
Después de esas feas experiencias con las tareas, tomé la decisión de que, si acaso llegara a convertirme en maestra, no les dejaría tarea a mis alumnos jamás. Lo que aprendieran en clase, lo aprendieron ahí, y punto. Un trabajo de “refuerzo” jamás reforzaría nada. Como experiencia te platico que, cuando necesitaba alguna explicación, las únicas personas que querían o podían ayudarme (mi papá y mi mamá) a veces no tenían ni idea de lo que les estaba hablando. Menos cuando la gramática y la aritmética habían cambiado tanto desde sus tiempos, que ya ni siquiera se llamaban “gramática” y “aritmética”.
Amigos y amigas. Heme aquí. Bien puesta en la docencia desde hace más de treinta y cinco años, y confesándome culpable. Porque más pronto cae un hablador que un cojo. Yo también “tuve que” dejar tareas. También “tuve que” caer en utilizarlas como castigo, y no como refuerzo. También “tuve que” asignar páginas y páginas de algún libro de trabajo; o planas y planas de algún ejercicio. A veces inútiles. A veces por rencorosa. A veces por ir atrasada en el programa. A veces porque el reglamento así lo exigía. Pero casi nunca por el interés en el “reforzamiento” del aprendizaje de mis alumnos y alumnas.
Afortunadamente los tiempos han cambiado ya. Y ofrezco disculpas a aquellos a quienes atormenté con actividades eternas, tan llenas de ejercicios pero a la vez tan vacías de significado.
Pero no me autoflagelo. Hice lo que hice porque sentí que era lo correcto hacer antes de abrir bien los ojos. Como lo mencioné arriba, seguramente aquellos doctos en las artes pedagógicas sí verán en las tareas lo que yo fallo en advertir: un útil estribo para fortificar lo aprendido en clase.
Un día, la encopetada directora de una de las muchas instituciones en las que he trabajado nos dijo, entre soberbia y mandona (en una junta larguísima, por cierto), que si queríamos que se reforzara el aprendizaje; que si buscábamos fomentar la autonomía y la responsabilidad; que si pretendíamos desarrollar hábitos de estudio; que si deseábamos unir a las familias; y que si perseguíamos promover la disciplina y la constancia entre nuestro distinguido alumnado, entonces había que dejar tareas.
Claro. Como ella llevaba años sin revisar una sola…
No me explico por qué, teniendo tres hijos ya adultos que, seguramente alguna vez hicieron tareas también, esta mujer no comprendía que hacer la tarea con tus hijos era como jugar Monopoly. El que no le entiende, el que no quiere seguir las reglas, o el que va perdiendo, termina por enojarse, o provocar malestar en los demás, dando lugar a una ruptura familiar que puede durar muchos años. Exageré. Tal vez sólo horas.
Cierto. Ella tenía varios puntos válidos en su sermón. Aunque en lo de la “unión de las familias”, discrepo un poco, pues no todos los padres de familia y/o tutores pueden o quieren involucrarse en el proceso educativo de su prole. O en su desarrollo formativo. O en nada. Pero una cosa lleva a la otra, y la falta de apoyo de quienes más deben sostenerlo a uno, no resultan en nada. Ni en tareas hechas, ni en una vida feliz… en nada.
Por otro lado, puede ser verdad que las tareas escolares permitan a los estudiantes practicar y consolidar lo aprendido en clase, además de aprender a organizar su tiempo y trabajar de forma independiente, con base en una rutina que, a la larga, mejore el rendimiento académico.
Pero en lo personal, suena un tanto utópico. Como mamá trabajadora y docente experimentada lo digo.
Mi necesidad de trabajar fuera de casa como progenitor único y, por algún tiempo, único sostén de mi propia pequeña familia, a la postre trajo, particularmente sobre la segunda mitad del cien por ciento de mi prole de dos, una fea rebeldía en contra de las tareas con la que mi papá o mi mamá, guardianes primordiales de mis hijos durante ese “algún tiempo”, poco (o nada) podían hacer.
Ciertamente, después del trabajo llegaba a cumplir con mi deber de madre, checando que las tareas estuvieran completas y bien hechas. En ocasiones, ninguno de los requisitos se cumplían. Pero a veces las tareas eran tantas y tan extensas, que ninguno de mis dos descendientes tenían tiempo de jugar, descansar, o merendar. Otras tantas eran tan largas y tan mecanizadas, que su naturaleza repetitiva carecía de significancia y no contribuía al aprendizaje en lo absoluto.
Y, aunque prometí lenidad en mis acciones como maestra, yo también acúsome de haber hecho todo lo que censuré, damas y caballeros.
Hoy, después de tantos años en la docencia casi me jacto de estar cerca del otro lado de los deberes escolares. En una suerte de corriente cuasi opuesta. Una que aboga por ese equilibrio entre la vida escolar/laboral y personal. Una que defiende la verdadera formación en el aula. Una que, desde mi muy experimentado punto de vista, cuestiona la utilidad de las tareas escolares en casa. Si es que acaso se hacen en casa, y no cinco minutos antes de la clase. Especialmente si un chamaco estudioso, pero blandengue, sí hace la tarea, y deja que los demás le copien.
Como mencioné arriba, estoy convencida de que el aprendizaje efectivo y significativo, el que se obtiene, no sólo del trabajo repetitivo sino de la opinión y enfoque de los demás, da lugar a la disipación de dudas al momento, provoca la corrección de errores que pudieran surgir, o bien, origina un intercambio de ideas u opiniones que, desde mi perspectiva, pueden ser más enriquecedoras y beneficiosas para los alumnos que alguna u otra tarea mecanizada y sin sentido, que no beneficia ni a quien la ordena.
También, he llegado a escuchar, tal vez muy para mi conveniencia, que la tarea hecha en casa es un símil premonitorio de que, en el futuro, cuando los estudiantes sean parte de la fuerza laboral, no serán capaces de poner un límite en sus empleos y, sin chistar, llevarán trabajo de la oficina a la casa, pues así han estado acostumbrados a hacerlo desde siempre, rompiendo completamente (o no reconociendo en lo absoluto) ese equilibrio entre la vida escolar/laboral y personal de la que te hablaba arriba.
Sin embargo, a pesar de toda esta diatriba, y como maestra universitaria, no quiero que creas que no apoyo el trabajo en casa. Por el contrario: defiendo el trabajo que empapa al alumno del tema, previo a la clase. Ese que no lleva el apelativo de “tarea”. El que empapa al alumno del tema que va a estudiar; el que pueden y quieren hacer quienes tienen verdadero interés por formarse. Aquel ejercicio que pone a verdadera prueba las muchas capacidades de cualquier persona que se jacte de haber llegado a una institución de estudios superiores. Sobre todo, a una tan prestigiosa como en la que trabajo.
Más que una costumbre, o que un ciego apego al reglamento escolar, la tarea debería ser una herramienta con un objetivo patente. Hoy me doy cuenta, como quizá tantos otros lo habrán hecho, de que llenar las tardes de ejercicios mecánicos no garantiza un mejor aprendizaje. Hacer una maqueta, tampoco. Muy por el contrario, puede destruir la motivación, acrecentar las desigualdades y robar a los estudiantes (sobre todo a los más jóvenes) el tiempo que necesitan para vivir, explorar y crecer. Apostar por un aprendizaje que ocurra principalmente en el aula, con acompañamiento efectivo y experiencias significativas, no es, en lo absoluto, ser permisivo; sino diestro, humano y sensato ante el conocimiento de que educar también implica cuidar el bienestar y las oportunidades de todos.
Pero en lo personal, suena un tanto utópico. Como mamá trabajadora y docente experimentada lo digo.
Sin embargo, creo que la verdadera pregunta no es necesariamente “¿Dejamos o no dejamos tarea?”, sino “¿Cómo logramos que todo el trabajo escolar, dentro o fuera del aula, sea verdaderamente significativo?”. Tal vez reducir o eliminar la tarea tradicional no sea un retroceso, sino un paso hacia una educación más justa, más motivadora y más centrada en el aprendizaje profundo.
Pero, bueno. Eso sólo lo creo yo. Aunque suene un tanto utópico.
Atareadamente,
Miss V.
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