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YO, LA JUSTA E IMPLACABLE

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Jun 10, 2022
  • 6 min read

Después de haber vivido tantos ensayos y errores, luego de haber escrito tantos capítulos y manifiestos, y después de haber padecido un buen número de horas de terapia, en un momento de la vida me ufanaba de ser una mujer abierta a aprender, a crecer y a transformar. Presumía de estar siempre en la búsqueda de aplicar la palabra de manera amorosa, oportuna y verdadera. Alardeaba de estar en el camino correcto, el de aprender a inclinarme por lo igualitario, lo honesto, o lo justo.


Me ha costado mis buenas dosis de cachetadas (por parte de la Vida) llegar hasta este punto, medianamente avanzado en el aspecto emocional, en el camino de mi historia. El esfuerzo que he hecho, y que me ha costado sudor y lágrimas, no es, para nada, el ideal hasta ahora. O sea, a pesar de la edad que tengo, no he llegado a cruzar, o acercarme siquiera, a mi Nirvana terrenal, aunque mi plan sea ése.


Con todo eso, a pesar de lo vivido, lo escrito y lo padecido, siempre me pensé una persona indulgente.

Aunque a necesidad.


Aún así, gracias a los ensayos, los manifiestos y las terapias, siempre me reconocí una persona justa.

Aunque a capricho.


No obstante, gracias al ascenso de la razón, la superación del espíritu y las victorias del corazón, todavía noto que soy una persona implacable.

Aunque a conveniencia.


Para cada uno, según las vivencias personales, el concepto de justicia será un concepto distorsionado, aunque las reglas estén escritas con sangre, o talladas en piedra. Es decir, cuando la justicia se pone de mi lado, entonces está bien aplicada. Si el fallo de la vida me juega en contra, entonces la resolución es arbitraria.


¿Será naturaleza humana?


Fíjense. Hace unos años, un día de tantos, uno de nosotros, del grupo de compañeros de mucho tiempo, había cometido un feo desliz.


Desde el punto de vista de mi joven termómetro moral, fue un error garrafal. Fue ofensivo y denigrante, y si caló en lo más profundo, es porque el que lo dijo tenía serios problemas. No yo. Yo era justa.


Creo que tocó las fibras personales de algunos, incluso…


Desde el punto de vista del termómetro moral del individuo, no había sido para tanto. Un comentario grosero, disfrazado de chiste, que no le afectó en lo más mínimo.

Desde mi propia domesticación, yo quería, en colectivo con los que pensaran igual que yo, un correctivo punzante para el grosero aquél que, de todos modos, nunca me había caído muy bien.


Queríamos que lo despidieran. Que no volviera a trabajar jamás, ni en esa, ni en ninguna otra escuela. Que sufriera un escarmiento ejemplar. Que su familia (su abnegada esposa, sus pobres hijas) supiera la clase de monstruo que era. Ellos ya lo sabían.


Queríamos que desapareciera del mapa…


¿Era para tanto?


Ayer, desde mi joven punto de vista, creo que sí lo era. Y no iba a descansar hasta que ese remedo de hombre hubiera sufrido el justo escarmiento.


Y acá, en terco contubernio, las ofendidas (y uno que otro ofendido) nos propusimos, de forma sororal, que nos iban a escuchar si no lo corrían; recabar firmas de todas y todos a quienes lo hecho les pareciera escandaloso, también; buscar, por todas las maneras posibles, que NUNCA jamás en su vida, lo volvieran a contratar en ningún lado, pues ninguna persona se merecería tener un compañero de trabajo así, tan desvergonzado, tan grosero. Tan poco empático.


¿Era para tanto?


Hoy, desde mi fogueado criterio, creo que no lo era. Pero mi visión de la situación se hubiera podido arreglar con un puntual y sentido “perdonen ustedes” ( si se lo hubiéramos permitido) y el firme y verdadero compromiso de cambiar…


Lo logramos. Lo despidieron. Y, según se cuenta por ahí, nunca volvió a trabajar en otra institución educativa. Finalmente, su sobrevivencia era su problema, no el mío. Su curación era su asunto, no el mío. Así de implacable fui.


Estaba feliz conmigo misma, con nosotros; con mi/nuestra lucha por la justicia. Pero, más que nada, estaba orgullosa de mí misma, de mi íntegro e imperturbable proceder. A conveniencia.


Allí estaba YO, la siempre justa e implacable, dándole al culpable una sopa de su propio chocolate.


…….


Fíjense. Hace unos años, un día de tantos, su servidora (o sea, yo), en el grupo de compañeros de mucho tiempo, había cometido un feo desliz.


Desde el punto de vista de mi joven termómetro moral, no fue un error garrafal. No era ofensivo ni denigrante, y si caló en lo más profundo, fue problema de quien lo escuchó. No mío. Yo era justa.


Creo que tocó las fibras personales de algunos, incluso…

Desde el punto de vista del termómetro moral del afectado, había sido un error muy grave. Un comentario grosero, disfrazado de chiste, que le afectó en gran manera.


Desde mi propia domesticación, yo deseaba, en colectivo con los que veían lo mismo que yo, un indulto benévolo para mi persona a quien, de cualquier manera, todos conocían bastante bien.


Querían que me despidieran. Que no volviera a trabajar jamás, ni en esa, ni en ninguna otra escuela. Que sufriera un escarmiento ejemplar. Que mi familia (mis abnegados padres, mis pobres hijo e hija) supiera la clase de sinvergüenza que yo era. Ellos ya lo sabían.


Querían que desapareciera del mapa…


¿Era para tanto?


Ayer, desde mi joven punto de vista, sabía que NO lo era. Pero no iban a descansar hasta que esta equivocada mujer hubiera sufrido el justo escarmiento.


Y allá, en férrea confabulación, las ofendidas (y uno que otro ofendido) se propusieron, de forma agremiada, que los iban a escuchar si no me corrían; recabar firmas de todas y todos a quienes lo hecho les pareciera escandaloso, también; buscar, por todas las maneras posibles, que NUNCA jamás en mi vida, me volvieran a contratar en ningún lado, pues ninguna persona se merecería tener una compañera de trabajo así, tan desvergonzada, tan grosera. Tan poco empática.


¿Era para tanto?


Hoy, desde mi fogueado criterio, creo que no lo era. Pero mi papel de la situación se hubiera podido arreglar con un puntual y sentido “perdonen ustedes”, (si me lo hubieran permitido) y el firme y verdadero compromiso de cambiar…


No me despidieron. Pero me hicieron la ley del hielo, que fue peor todavía que el hecho de que me hubieran corrido Finalmente, mi sobrevivencia era mi problema, no de ellos. Mi curación era mi asunto, no el mío. Así de severos fueron.


Estaba molesta conmigo misma, con ellos; de su falta de comprensión. Pero más que nada, estaba decepcionada de mi misma, de mis aires antes legales e inflexibles.


Allí estaba YO, la otrora justa e implacable, probando una sopa de mi propio chocolate.

…….


Que todos en algún momento hemos metido la pata hasta la rodilla, es cierto. Pues, por naturaleza humana, NADIE, absolutamente NADIE estamos exentos de ello.

Y a mí, me tocó vivir los avatares de un veredicto inflexible.


Ciertamente, la sobrevivencia del primer culpable era su problema, pero no a expensas de mis perversos empeños en su contra. Su curación era su asunto, pero no a costa de mis malos deseos para él.


Y a mí, me desearon lo mismo.


Hoy por hoy, en el camino ése que decía antes, el de lo vivido, lo escrito y lo padecido, y con el paso y el peso de la edad, y con la madurez que trae el crecimiento, tanto involuntario como deliberado, sigo aprendiendo a ver, comprometiéndome a buscar, y prometiendo acercarme, a la real justicia y la verdadera implacabilidad. Hoy, con mucha menos brutalidad, y mucha más humanidad. Con mucha menos hostilidad, y mucho más amor. Por mí. Por otros.


Aunque a veces, y todavía, a necesidad. A capricho. A conveniencia.


Lo que este señor (y, por ende, su servidora) decidiéramos hacer desde ese parteaguas en adelante con nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestros espíritus, era trabajo nuestro. Pero no debe ser mi misión (ni la de nadie) ni querer, ni desear, aún en nombre de la justicia, ni buscar de manera implacable, que alguien no tenga trabajo, no creer/querer que cambie, o que no busque la redención. Nunca más. En ningún lado. No solo porque el trabajo (y el cambio, y la redención) es un derecho de todos, los buenos y los malos, sino que el derecho humano al trabajo es el camino que asegura la protección de las necesidades más elementales de las personas y da lugar a otros derechos humanos.


Hacer eso, luchar porque no tuviera un sustento (o buscar una indulgencia) post-metida de pata, no darle la oportunidad de pedir disculpas, significaría que, en mi ridícula posición de perdonavidas, no creo en la redención de las personas. Y yo misma fui sujeta a buscar el perdón y las disculpas de otros. Otros que fueron tanto “justos” e “implacables” conmigo, como yo fui con otros más. Estaba jugando, o pretendiendo jugar, el papel de revolucionaria a ciegas. Un papel que NADIE me otorgó, sino que le arrebaté temporalmente a la Vida. Por justa. Por implacable.


Por necesidad. Por capricho. Por conveniencia.


A medida que mi propia conciencia, con tantas ínfulas de superioridad justiciera, no me abriera los ojos frente al alejamiento de la Verdad o de la real Justicia, no podía ver que no era capaz de pronunciarme a favor de una cura mental, espiritual o incluso, física; y que tampoco podía declararme en provecho de un cambio en las bases equivocadas de mis tajantes opiniones, mi sorda vanidad, o mi erróneo proceder.


Porque, más fácil que desear el bien a los demás, orar por la redención de los otros, o renunciar al veredicto a ciegas, es la crueldad de ser inflexibles al cambio de otros. La ferocidad de ser crueles al condenar a los demás… o sea, el gozo de hacer leña del árbol caído. Por justos e implacables.


Por necesidad. Por capricho. Por conveniencia.


¿Es para tanto?


¿Será naturaleza humana?


Con tolerancia,

Miss V


 
 
 

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