top of page
Search

YA NO ME QUEDAN LOS ZAPATOS

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Feb 24, 2022
  • 5 min read

Las personas que me conocen saben que tengo el placer culposo, que casi raya en el vicio, de comprar zapatos. Pero que quede claro que no sólo compro por comprar. También los uso.

De los varios (por no decir montones) de los pares que he tenido a lo largo de la vida, había unos que eran mis número uno. Eran unos zapatos de gamuza azul acero, de punta redonda, plataforma de 3 centímetros, y un tacón de aguja de unos 15 cm.

Preciosos.

Con mis 1.53m de altura, todos esos centímetros extra me hacían sentir en la gloria. Una diva. Yo lucía esos zapatos con orgullo. Los dominaba. Y ellos se sometían a (y a veces hasta me protegían de) mi indeciso andar. Me calzaban perfecto


Estaba tan conectada a ellos, que casi, casi, los condenados adivinaban mis pasos; por cuenta propia, me llevaban a mis pasajes favoritos; y tanto se coludían con la ropa que llevaba puesta, que parecían unos zapatos diferentes cada vez.


Me sentía inamovible y muy confiada con ellos. Sabía que no me iban a fallar nunca. Sabía que me necesitaban. Que nos necesitábamos. Los tenía seguros.


Hasta el día fatídico en el que un sujeto, obtuso y descuidado, cometió el error de su vida: con una cubetada de agua (sucísima, por cierto) se atrevió a mancillar mis hermosos zapatos. El señor me pidió perdón, medio lloroso (sabe si de pena, o de risa) y medio sin saber qué hacer. Pero, por lo pronto, le auguré un lugar especial en el mismísimo fuego eterno.


Y ese fue el principio del final.


Hice lo posible por reconfortarlos lo más posible. Los sequé con cuidado, los dejé en el solecito, para que estuvieran calientitos, e hice todo para que volvieran a su color y forma originales. Pero a pesar de mis cuidados, los muy traidores me rompieron el corazón. Sin decir "agua va", como el pazguato aquel, así como así, los muy traicioneros dejaron de quedarme.


Me empezaron a quedar chicos...


¿¿Por qué?? ¡Ni que me hubiera crecido el pie de un día para otro! ¡A pesar de mi voluminosidad corporal, mis pies siempre han sido flacos! ¿¿Qué pasó?? ¿A poco nomás porque me los empaparon? Y entonces, todos mis cuidados ¿no valieron la pena?


Total, que un día era Cenicienta, poniéndose elegantemente la zapatilla de cristal, y al otro, una de las hermanastras, queriéndose poner la zapatilla a la fuerza.


Además, a simple vista, los zapatos se veían igual que siempre. Si no es que más limpios, a pesar del agua cochina que me les cayó encima.

¿¿Entonces??


Con las manos temblorosas y con una taquicardia a punto de ocurrir, los revisé de pe a pa. Luego de un rato, me di cuenta del desastre en ciernes, y que había pasado por alto el día anterior: la tapa ya estaba algo gastada, el tacón un poquillo pelado, y la punta apenas raspada. Pero sabía perfectamente que mi zapatero de cabecera podía hacer magia, como muchas otras veces lo había hecho con muchos otros de mis zapatos menos consentidos.


Eso podía solucionarse.


Lo que no entendía era por qué, mi pie tipo Cenicienta (por caricaturesco, será...), y absolutamente adaptable a todo tipo de calzado, ya no cabía en ellos. Me los quise poner usando todos los estilos posibles: con calcetas gruesas (para ver si se aflojaban), sin calcetas (como siempre los había usado), con medias (para que sintieran bonito) ... y noté de golpe, con la taquicardia ya en funciones, que su azul acero ya no estaba tan azul. Más bien, se veían descoloridos. Medio amarillos...


Ahora bien, no le hago fuchi a los zapatos amarillos, también tengo unos (de raso, en punta, tacón stiletto de 8 cm), pero parecía que mis zapatos azul acero, habían perdido su espíritu aventurero, las ganas de vivir conmigo, su amor por mí. Pero, aunque yo los seguía amando, ellos a mí, ya no. Y, sin tantita pena siquiera, me dejaron ir.


Con mucho dolor, y en contra de mi voluntad, tuve que dejar de usarlos. A veces, hasta lloraba cuando pasaba por donde estaban (pero bien que a propósito iba a verlos...). Los guardé mucho tiempo ahí, esperando a que un día, si me veían llorar, se decidieran a llamarme de nuevo. Nunca más lo hicieron, y con el paso del tiempo, casi sin darme cuenta, yo también los empecé a olvidar. Y luego, a reemplazar. Y al final, también los dejé ir.


Un día, después de muchos años de habitar en este plano, en uno de esos momentos en los que, a conciencia vives un despertar consciente, me acordé de mis zapatos azul acero. Y, entre las cajas de cosas viejas y arrumbadas, y unas cajas de mudanzas, cerradas y olvidadas, los fui a buscar.


No creas que fui en su búsqueda para ver si ya se habían arrepentido, y se dignaban a quedarme de nuevo. No.

Te juro que era por la curiosidad que a veces traen los viejos tiempos.


Nuestro encuentro fue inesperadamente maduro. Ni yo lloré cuando los vi, ni ellos me hicieron fiesta cuando se dejaron tocar. Pero allí estábamos ellos y yo: empolvados y tallados; entre amarillentos y azules; más viejos y resquebrajados que antes. A mis nuevos ojos, ellos ya no eran tan hermosos. Y ambos estábamos algo pasaditos de moda...


Ni siquiera me dieron ganas de ponérmelos. Los vi con la añoranza que traen las antiguas aventuras, las rutinas compartidas; y la efímera, pero jugosa trayectoria de nosotros dos (o tres).


Y les di las gracias. Gracias por todo lo vivido en el pasado, y que hoy queda en mis recuerdos. Gracias por la felicidad que me trajeron un día y que hoy se traduce en nostalgias. Gracias por su antigua belleza, hoy perdida, que me trajo rachas de seguridad. Era cierto lo que había visto antes, pero que el dolor de poderlos perder me había impedido ver: la tapa ya estaba sumamente gastada, el tacón críticamente pelado, y la punta escandalosamente raspada.


Ahí, un coscorrón de mi conciencia me hizo dar cuenta de algo: lo que ya no es para mí (unos zapatos, un trabajo, una persona...) lo que ya no me queda, aunque insista en usarlo; lo que me traiga incomodidad, aunque insista en quedarme; lo que ya no me ama, aunque insista en amarlo; lo que ya no me sujeta, aunque insista en aferrarme... la Vida se ha de encargar de darme las señales correctas para dejarlo ir.


Acto seguido, le concedí el pleno indulto al señor moja-zapatos.


Me sentía inamovible y muy confiada con ellos. Sabía que no me iban a fallar nunca. Sabía que me necesitaban. Que nos necesitábamos. Los tenía seguros.


Los di por hecho.


Ignoré las señales.


Si mi ego, mi serenidad, o la opinión pública no me dejaron ver lo que a gritos me anunciaba la Vida, o yo me negué a aceptarlo, entonces fue ésta la que se encargó de quitarlo de mi camino, en el momento en el que debería pasar, y sin amabilidad alguna.


Entonces empecé a ver que, lo que atesoraba más (o, mejor dicho, a lo que me aferraba más), la Vida me lo iba quitando tan de raíz que, en cada arrebato, disfrazado de brutalidad, se llevaba un pedazo de mí.

Un pedazo que, en lo emocional y en lo intelectual, ya no me dejaba extender las alas que un día sentí que me dieron mis zapatos de gamuza azul acero. Pero que, en ese punto de la vida, no entendí. Porque yo insistía en seguir usándolos. Por lo que me hacían sentir, por como ve veía con ellos. Por la seguridad que me transmitían.


Y ahí ocurrió el adiós. Sin llanto ni dolor. Un adiós agradecido, hermoso. Atrasado. Necesario.


Adiós.


Adiós, zapatos hermosos, pero desgastados; adiós, trabajo cómodo, pero devastador; adiós, persona en mi vida, pero ya no elegida.


Ustedes de regreso a la caja. Yo de regreso a la vida.


Adiós, porque estoy creciendo, y ustedes ya me están quedando chicos.


Y ese fue el final. Pero también el principio.


Con libertad,

Miss V.


 
 
 

Commentaires


© 2023 by The Book Lover. Proudly created with Wix.com

Join my mailing list

bottom of page