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El idioma español está lleno de palabras bonitas. Algunas las conocemos bien, otras, no tanto. Locuciones como
“arrebol”, “esplendor”, o “melifluo”
son palabras que se encuentran, incluso, en la lista de las más bellas en nuestro idioma, según la RAE.
Pero como en casi toda situación verbal, aunque siempre habrá palabras bonitas que nos guste decir y escuchar, también habrá palabras feas que nos causen encono y fastidio. Vocablos como
“seborrea”, “sobaco” y “carraspera”
por mencionar algunas, caen en este último grupo. También según la RAE.
Para mí esto fue totalmente cierto en algún momento.
En el aspecto meramente léxico, no en el emocional, al crecer siempre supe que había palabras que me gustaban más que otras, y las usaba todas las veces que podía, aunque no tuvieran nada que ver con la conversación del momento. Palabras como
“obsesión”, “petricor” o “bohemio”
han sido, entre muchas otras, algunas de mis favoritas. También aprendí que había palabras que NO debían decirse en lo absoluto, y que ni siquiera podían decirse a escondidas de quien las prohibía, so pena de irse al infierno, porque Dios todo lo oye y todo lo ve. Además comprendí, muchas veces a la mala, que había palabras que podían herir, independientemente de su sonoridad, o de la intención con las que fueran lanzadas.
Crecer, desarrollarse, trabajar o adoptar un pasatiempo en un entorno en el que las palabras son nuestra mayor fuente de inspiración, o parte de nuestra responsabilidad laboral, y que pueden llegar a ser nuestra mayor virtud, y a la vez nuestro mayor defecto, nos enseña (o debería enseñarnos) a expresarnos de manera más o menos sensata, utilizando las palabras más adecuadas incluso en los entornos menos propicios.
Sobre todo después de tantos años de transitar por este exótico plano.
Sobre todo después de tantos años de utilizar las palabras para comunicar todo y nada.
A veces no se logra, pues nuestra mente y nuestro corazón se enfrentan en una batalla, en una extraña dicotomía, entre decir lo pensamos y pensar lo que decimos. Independientemente de la belleza que tengan las palabras que utilicemos. Pues aquí, las intenciones también cuentan.
Ambos preceptos, decir lo pensamos y pensar lo que decimos, tienen su propia significación personal y social. Pero también, ambos preceptos, se pueden aplicar a conveniencia. Por lo menos en mi entorno laboral, y hasta en el familiar, se llegaron a aplicar de forma muy peculiar. Casi siempre con ventaja personal.
Pero así es, creo yo, como se manejan estos preceptos. Y cualquier otro que nos represente algún conflicto entre la sensibilidad personal o la opinión pública.
Comunicar adecuadamente, con firmeza y honestidad, es tener la habilidad de decir lo que pensamos, pero de manera que resulte tanto sincera como cuidadosa. Sin agresividad u hostilidad. Esto, creo yo, está íntimamente ligado a la capacidad de pensar lo que se dice, es decir, planear de modo más o menos meticuloso cómo debo expresar una idea, dar mi opinión, o defender mis derechos de tal suerte que lo que se diga, se diga de manera tan clara como respetuosa.
Pero muchos, incluyendo a su humilde servidora, carecemos de esta ventajosa habilidad a la que mucha gente le llama “asertividad”.
A veces mi boca y mi mente no pueden (o eligen no) conectarse para expresar una idea, de modo que esta llegue de manera clara y amigable a mis homólogos y homólogas comunicativos; sino que busca llegar a su interlocutor de manera abierta, aunque no necesariamente afectuosa.
Más bien, dejo que las tripas y mi boca se hagan cargo de comunicar lo que, en algún momento, pasó por mi cabeza por instantes, o estuvo rumiando ahí por mucho tiempo, pero que mi corazón, sabiendo la ponzoña con la que mis palabras iban a ser lanzadas, no se molestó en detener.
Sin embargo, en este tenor por un tiempo me sentí partidaria de aquellos que expresaban que el decir lo que se piensa no es enteramente malo, argumentando que expresarse libremente es algo saludable; que fomenta la honestidad y la apertura; que lleva a discusiones más productivas y enriquecedoras; y que, a la larga, evita malentendidos o malestares que, en otro momento, no se atrevieron a expresarse.
Igualmente los había quienes censuraban tal apertura, arguyendo que decir lo que se piensa podría ser insensible y disruptivo si se llega a hacer sin tacto; que puede llegar a dañar ciertas relaciones, o causar conflictos innecesarios; o bien, puede darse una ruptura definitiva entre dos o más que antaño cuidaban, tal vez de modo excesivo, no lastimar a los demás.
Sin embargo, entre todos los círculos sociales en los que me he desenvuelto por años, también he escuchado a aquellos y aquellas que dicen que “lo que yo digo es mi problema; lo que tú entiendas, es tu problema”. Esto, desde mi muy humilde y experimentado punto de vista, pareciera ser una Pilática lavada manos para desentenderse de la responsabilidad de cuidar las palabras.
Hace unos pocos años, a partir de que adopté la expresión escrita como medio un tanto catártico, y otro tanto crítico y criticón, me di cuenta de que el lenguaje es el ejercicio comunicativo por excelencia que nos vincula de la manera más primordial con la mayoría del resto del mundo. Y, muchas veces, las palabras que elegimos para comunicar cualquier cosa pueden decir tanto de nosotros, como nuestros gestos o nuestras miradas. O nuestras ideas disruptivas.
Por eso creo que eso de “no era mi intención herirte con mis palabras”, o “se me salió decirlo”, no son más que reflejos de lo que ya habíamos venido madurando en nuestras mentes y nuestros corazones desde antes, pero que la boca, cansada de fingir, decidió jugarnos chueco y soltar las palabras sin angustia, con toda la intención de lastimar.
Aun con esto en contra, creo que la comunicación, que no necesariamente obvia o efectiva, siempre tendrá como pilar las palabras concisas, claras y, aunque nos esté llevando Pifas, bien intencionadas. Por ende, la elección de las palabras, ya sea habladas o escritas es una revelación de nuestros sentimientos y nuestros pensamientos.
Estimados amigos y amigas lectores. No crean que esto que acabo de escribir, lo de las palabras concisas, claras y bien intencionadas, es un don extraordinario de su segura servidora. Como en un escrito previo lo dije, y como lo acabo de reconocer en un párrafo anterior, las personas que hablamos mucho, a veces cometemos el error de hablar de más y decir lo que pensamos. No necesariamente pensar lo que decimos.
Antes de un buen jalón de orejas por parte de La vida, más que pensar lo que decía, muchas veces dije lo que pensaba, sin tapujos de ninguna índole. Y casi todas esas veces llegué a lastimar incluso a mis más allegados, pues, con toda alevosía, y conocedora de las ventajas que tenía al poseer información de otras personas, mis palabras llevaban duplicidad, filo y/o veneno.
A veces, todo en una sola frase. A veces, todo bajo la justificación de ser una persona honesta y directa. A veces, nomás por joder.
Y, con el pretexto de tener, dada mi humilde humanidad, todo el derecho a equivocarme, yo también decía, con un histriónico puchero, que “no era mi intención herirte con mis palabras”, o “se me salió decirlo”. Era como una especie de “pues discúlpame, pero así soy yo. Y si no te gusta, ni modo”. Sin remordimiento, ni nada.
Todo este recorrido me vino a la mente después de otra incómoda vivencia que atestigüé de primera mano (más como mirona que como personaje principal), y en la que una muy evidente diferencia de opiniones y deseos dieron lugar a un malentendido en donde las palabras, por supuesto, tuvieron una intervención de alta trascendencia para los involucrados, quienes, además, tienen una relación de sangre.
Una vez que uno de esos involucrados (a quien llamaremos Aldo) dijo algo que a otro (a quien llamaremos Matías) no le pareció ni remotamente ameno, se dio lugar a un temporal corte en las relaciones por parte de Matías. Con mucho dolor en su corazón, Aldo dijo.
“No creo haber dicho nada malo. Honestamente, ya estoy cansado de cuidar mis palabras”.
Esta fue una situación momentánea, y tan inesperada como fulminante. Para todos. Pues como testigo ocular, auditivo y hasta emocional, sé que Matías no esperaba las palabras del Aldo, y éste ni siquiera imaginaba la reacción de Matías.
Matías conoce bien el corazón de Aldo y, un tiempo después, aceptó que las palabras de Aldo no llevaban un trasfondo ofensivo, que su esencia tampoco pretendía venganza, y que su objetivo ni siquiera era el de dar una lección. Pero Aldo dijo lo que dijo, con mucho menos tiento y afecto que el de costumbre; y Matías eligió tomar, e inmediatamente recorrer, el victimizador camino de la ofensa, antes que aclarar las cosas con Aldo. Y, acto seguido, sin decir agua va, Matías dejó el grupo familiar de la red social más comunicativa que existe hoy.
Aldo y Matías son personas a las que admiro mucho por su control emocional, su alto sentido de la responsabilidad, y su compromiso con sus propias emociones y las emociones de los demás. Su manera de decir las cosas es tan asertiva como yo no podría hacerlo jamás en una situación similar a la que ellos, tal vez un tanto inconscientemente, tal vez otro tanto conscientemente, padecieron. Pues aunque los dos tienen, en muchas circunstancias, el conocimiento exacto de la palabra, y de los sentimientos que vienen con ellas, esa fue, aparentemente, la gota que derramó el vaso de los dos. Pero esa vez, por desgracia, Aldo apresuró sus palabras y Matías sus acciones.
Esto, lo de apresurar las palabras y las acciones no es nada nuevo para tu servidora, tan comunicativa como impulsiva. Muchas veces, después de decir lo que se me antojaba, y actuar de manera precipitada, me di unas verdaderas arrepentidas, que ya no hallaba cómo congraciarme con los ofendidos u ofendidas.
Esto me hizo recordar algo que quiero contarte. Un día, después de uno de muchos desacuerdos que, antaño, había tenido con mi papá, en la cúspide de sus habilidades y de su memoria, un feo estira y afloja de palabras nos dejó muy lastimados y muy ofendidos a ambos. Le conté a mi amiga, la mujer con nombre de diosa romana, que tanto él como yo, habíamos utilizado palabras muy hirientes contra el otro. Que a los dos se nos había “salido decirlo”, y que lo dicho, dicho estaba. También le conté que, finalmente, siendo mi papá a quien se las había dicho, estaba desesperadamente arrepentida de haberlo hecho.
Puede que este caso en lo particular sea peor que el de Aldo y Matías, porque se trataba de dos personas que deben quererse y apoyarse mutuamente, como mi papá y yo. Y aunque Aldo y Matías son parientes también, su situación generacional no tiene nada que ver con la mía, que debe ser de mayor respeto, todavía. Supongo yo.
Ella, la mujer con nombre de diosa romana, con mucho amor me dijo que siempre había que cuidar las palabras, porque éstas son poderosas. Son la fuerza más abrumadora que la humanidad posee, pues una sola palabra puede llegar a sanar heridas que llevaban toda la vida abiertas; o, incluso, destrozar un corazón para el resto de su vida.
Ciertamente podemos optar por utilizar esta fuerza de forma provechosa, con palabras cordiales; o de manera destructiva, con palabras de agobio.
Porque…
Las palabras pesan.
Las palabras aligeran.
Las palabras sanan.
Las palabras hieren.
Las palabras enaltecen.
Las palabras humillan.
Las palabras rompen relaciones.
Las palabras conectan almas.
Entonces, sí.
Sí hay que cuidarlas.
Pues de acuerdo con la mujer con nombre de diosa romana, la palabra debe ser
amorosa, oportuna, y verdadera.
En general, me dijo que el valor y la diferencia entre decir lo que se piensa, y pensar lo que se dice, depende de lograr, con toda conciencia y cariño, pero también con toda seriedad y toda empatía, el equilibrio adecuado entre sinceridad y consideración. Ciertamente, la autenticidad en la comunicación es importante, pero es igual de importante reparar en la marca que nuestras palabras puedan dejar en los demás. Una marca a veces dulce, a veces amarga. Pero siempre indeleble.
Aquí me di cuenta de que, aunque pueda que el contexto dicte nuestros estilos comunicativos, en ocasiones desfachatados, en otras tantas más diplomáticos, las palabras son una forma de vida que se entrelazan con nuestras acciones.
Tampoco me refiero a lo que conocemos como lo “políticamente correcto”, para lo que también tengo una perorata preparada. Sino a que hablar con la verdad, pero de manera amorosa, de la manera en la que a mí me gustaría que otros se dirigieran a mí, es el precepto inicial de mi comunicación con los demás.
Palabras más, palabras menos, le dije a mi papá después:
“Discúlpame por todo el dolor que te causé con mis palabras. Quiero que sepas que, a pesar de nuestras diferencias, le estoy muy agradecida al que es La Vida por haberte dado el papel de mi papá. Te pido que nos demos una oportunidad más para confiar el uno en el otro, de demostrar que seremos capaces de cuidar nuestras palabras, pero también la de respetar nuestras ideas y nuestras libertades. Por mi parte intentaré con muchas de mis fuerzas pensar las cosas antes de decirlas…”
Por eso, ha sido mi propósito desde ese conflicto, y luego desde el de Aldo y Matías, hacer de la palabra amable una parte importante de mi vida, independientemente del contexto que me toque vivir en un momento dado.
Aunque he fallado incontables veces, lo intento todas las veces posibles.
Me he propuesto que hablar con amor, oportunidad y verdad, no deberá ser una carga para mí, y que cada interacción, sin importar su tamaño, será una oportunidad para elegir mis palabras con amor, con oportunidad, y con verdad.
Sí. Sí tengo que cuidar mis palabras. Pero más que tener que cuidarlas, quiero hacerlo.
Quiero elegir palabras que inspiren, que hagan a los demás sentirse valorados, y que salgan con tanta sinceridad de mi corazón, sin que provoquen en mí el decir “ya estoy cansada de cuidar mis palabras”.
Con mucho que decir,
Miss V.
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