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VOLVER A VERTE

Writer's picture: yesmissvyesmissv

Updated: Dec 1, 2023


Les voy a confesar, como si no fuera bastante obvio, que soy una persona muy afortunada en el amor. Por lo menos en el filial, que a veces, suele ser tan espinoso como otros. Sé que muchos de mis más allegados me quieren con todo y todo, y sé que tengo el cariño incondicional de muchos de mis amigos y amigas, a quienes reciproco el cariño.


Como dijo el cantante aquél: "tengo en la vida por quién vivir. Amo y me aman". Y por ello, estoy agradecida con El que es La Vida.


Por otro lado, y en otro tipo de amores, esos que tienen cierta complejidad, no he sido muy afortunada que digamos. Específicamente, en el amor romántico, para que me entiendas. Hubo un tiempo en el que buscaba con constancia, pero también con algo de temor a quien, mínimo, me trajera flores de vez en cuando. O que de perdida me invitara a cenar…


Como dijo la cantante aquella: “lloverá y ya no seré tuya, seré la gata bajo la lluvia…”. Honestamente no tiene nada qué ver, pero la quería poner aquí.


Yo estaba en medio de mi papel de feminista que adoptó el dogma de que las mujeres que somos (o nos creemos) fuertes e independientes, casi nunca conocemos a alguien que pueda comprender nuestra indocilidad, o nuestra franqueza, y que por eso no llegaba nadie. Justificaba mi falta de pareja, culpando a San Antonio y a cupido, por estar ambos medio ciegos; o argumentando que en realidad la ciega era yo, o proponiendo que, a estas alturas de la vida, no sabría cómo enamorarme, sin perder el estilo.


No soy una romántica contumaz, pero tampoco una cínica tóxica. O sea, ni creo que hay un Mister Darcy para todas, ni creo que el amor es una fábula quimérica. Pero confieso, tal vez con un poquillo de insolencia, que sí tengo un algo de esto, y un algo de aquello. Podría decirse que tengo lo mejor (o lo peor) de los dos mundos…


Todo iba bien para una viuda eficiente en las artes de la soledad. A veces suspiraba enamorada por lo que no había llegado, y otras veces suspiraba aliviada por lo que no había podido llegar.


Hasta que un día llegó alguien. En ese momento no sabía si era lo que yo esperaba, porque honestamente no esperaba a nadie. Y mucho menos esperaba a alguien como él. Ni chance me dio de suspirar.


Es decir, en ese momento, llegó él. Pero yo no llegué para él.

O tal vez llegamos a la vida del otro, sólo por tener a dónde llegar.

Porque así estaba, tal vez, escrito.


Él, a quien llamaré Juan por falta de un nombre mejor, y porque prefiero que sea un Juan cualquiera, sin que se delate su muy peculiar nombre, estaba en una relación de carácter exclusivo, pero bastante tóxico, con una mujer que agregaba su buena dosis de ponzoña a la relación. Juan y su servidora nos hicimos amigos casi inmediatamente después de conocernos. Amistad que, puede que afortunadamente, perdure hasta el día de hoy.


Aunque nos sigamos en redes sociales, pero no sepamos nada el uno del otro.

Aunque las llamadas telefónicas ni siquiera sigan un ritmo continuo.

Aunque no nos veamos, no por días, ni por semanas. Sino meses.


Mi vida romántica, aún antes de mi repentina viudez, y en plena flor de la juventud, en realidad siempre fue bastante aburrida, amén de mi propia dosis de toxicidad. Pero la de él, según sus propias palabras, y la de uno que otro chismoso allegado, fue una tragedia tras otra. Y, para cuando nos conocimos, él estaba en medio de la segunda tragedia (de tres) de las que me enteré.


No sé si llegué a mover el piso de inestabilidad que Juan estaba pisando con su nociva segunda relación en ese momento, o si él llegó a sacudir la hamaca de aletargamiento sentimental en la que estaba yo adormecida sin una relación en ese entonces. Pero a veces resulta que, las relaciones más fructíferas, o hasta las más escandalosas, comienzan a florecer cuando uno de los dos (en este caso, tu servidora) es oídos para escuchar, y hombros para llorar.


Años ha, antes incluso de mi propia relación tóxica, o de cualquier otra relación de pareja, yo creía que aferrarse a alguien sólo nos pasaba a las mujeres, de quienes creía que somos las que solemos amar más intensamente, y muchas veces, más incondicionalmente. Pero, a raíz de mis propias experiencias tanto amorosas como no amorosas, me di cuenta de que también entre los hombres se da, en incontables relaciones, un apego enfermizo.


Y que, a pesar de ser poseedores de codiciados diplomas universitarios, pertenecer a una buena familia, y ser propietarios de cuantiosos capitales, hay hombres y mujeres cuya necesidad de amor y validación es tan grande, que tantas credenciales no sirven de nada. Así era entonces mi querido Juan.


Años ha, incluso después de mi propio corto matrimonio, y de mi primera relación post-conyugal, yo creía que salvar del alocado río del desamor a las almas perdidas en sus aguas, era deber, mayormente de las mujeres, a quienes creía más capaces de comprender la psique humana más amorosamente, y muchas veces, más concienzudamente. Pero, a raíz de mis propias experiencias tanto amorosas como no amorosas, me di cuenta de que ni nadie me debe salvar, ni yo soy la responsable de salvar a nadie. Mucho menos si NO me lo han pedido.


Y que, a pesar de ser poseedores de vastas experiencias laborales, pertenecer a un grupo social cualquiera, y ser dueños de una maravillosa imaginación, hay hombres y mujeres cuya necesidad de salvar y amparar a toda costa es tan grande, que tantas credenciales no sirven de nada. Así era entonces su humilde servidora.


A pesar de las tormentas que se gestaban en su fracturado corazón, y de las que me había hecho cómplice; aún con la conciencia plena de entender que ni él y yo teníamos los mismos objetivos de vida, de relaciones, o de familia; y pese a mi resolución consciente de no entregar el corazón, me dejé cautivar como una atolondrada adolescente por este hombre.


No creas que me atrajo su atractivo físico, porque ni siquiera tiene la cara medianamente simétrica. Tampoco creas que me atrajo su verborrea, porque uno no puede derretirse por alguien que dice “dijistes” o “trajistes”. Su figura física tampoco era la ideal, pues a pesar de su soltería, y de practicar deporte, tenía una ligera pancita de señor cervecero… Y aun así quise, por mucho tiempo, estar con él, y empecé a idealizar una vida con él.


Claro, sin el conocimiento de él.


Juan me cautivó porque es un caballero. De los de antes.

De los que las generaciones de hoy critican tanto.

De los que abren la puerta, y ayudan con lo que lleve uno en los brazos.

De los que ofrecen el asiento y ceden el paso.

De los que son puntuales y lo acompañan a uno hasta la puerta.


No importa con quién…


Por un tiempo, después de su liberación de la relación número dos, y creyendo que yo podría ser la tres, sabiendo además que “a la tercera va la vencida”, yo imaginaba que todo iba viento en popa entre él y yo. Efectivamente. Sólo lo imaginé.


Pero casi debía saberlo. Casi era obvio.


Nunca hubo un acercamiento que diera lugar a algún travieso malentendido.

Jamás existió una palabra de su parte que provocara algún deseado sonrojo.

Siempre hubo palabras y acciones tan dolorosamente fraternales que, viendo atrás, me avergüenza pensar si acaso la obviedad de mis anhelos fue tal, que le dio miedo estar con una mujer "fuerte e independiente", y que por eso él nunca pudo comprender mi "indocilidad", o mi "franqueza".


Y también, viendo atrás, puedo decir que la excusa perfecta para no dar un paso más hacia una relación conmigo, además de la sempiterna excusa de un corazón roto, fue una exigencia de mi parte, seguida de un comentario desesperado.


Quizá eso fue. O quizá mi evidente necesidad de querer estar con él, casi a costa de lo que fuera, fue lo que lo decepcionó. O lo que lo movió a dejarlo todo por la paz, usando la excusa del orgullo y el desencanto.


Por un tiempo después de este extraño incidente, las cosas siguieron un curso diferente. Nuestras palabras y nuestros saludos, otrora afectuosos y casi desinhibidos, tomaron un giro angustiosamente hosco, y dolorosamente frugal.

Cada día que pasábamos sin casi hablar, me daban ganas de decirle: “no sabes cuánto quería volver a verte”. Pero hasta nuestra comunicación se quebró. La libertad entre nosotros sufrió un menoscabo tal que, casi acto seguido, mi querido Juan puso los afectos que yo quería para mí, en otra persona que no era, ni de chiste, mínimamente parecida a mí.


Nunca fui su opción.

Por lo menos, NO románticamente.


Pero de nuevo fui su dolorosa confidente.

Su histriónica consejera.

Su apesadumbrada amiga de siempre.


Esta, la de la persona que yo conocía de nombre y de vista, fue su tercera relación. La que yo quería ser, pero que no estaba destinada a ser. Una relación de la que, a la postre, después de muchos consejos dados, y lágrimas lloradas, salió más herido que nunca, pues no sólo tenía el corazón roto, sino completamente desgarrado. Y él mismo se lo sacó del pecho, y lo escondió de todo y de todos.


Él mismo se escondió de todo y de todos…


Y, tal vez un poco por vergüenza, y otro tanto por no revivir semejante calvario, me destituyó de mi puesto de confidente, de consejera, y por un tiempo, hasta de camarada. Pues aunque lo busqué muchas veces con la misma vieja intención de ser la “salvadora” esa que mencioné antes, porque me creí más capaz que cualquiera de comprender la psique humana más amorosamente, y muchas veces, más concienzudamente que otros, él se negó a continuar perpetuando el dolor de repetir hasta la tortura lo que, obviamente, quería enterrar, pero que le iba ser imposible hacer.


Porque, en aquel entonces, Juan no sabía, ni quería, ni buscaba, cerrar ciclos.

Juan dejaba que el tiempo lo curara todo, y a veces el tiempo, mordaz e impávido como es, no curaba nada. Sólo pretendía que lo hacía, pero únicamente lo disfrazaba.


A menos que hubiera buscado ayuda.

Pero Juan no concebía, ni por asomo, la idea de pedir ayuda.


Porque Juan era un caballero con todos. Menos con él mismo.


De la razón del atroz desenlace de su tercera relación, me enteré después por una amiga en común, a la que Juan prefirió contarle todo antes que a mí, no por su falta de cariño a mí, sino a sí mismo. Y puede que por mi propio exceso de creerme aquella salvadora, que busca siempre dar lecciones. Lo que me abrió los ojos nuevamente.


Después del término de una relación laboral, cada uno tomó su propio camino. Con sus propias caídas y sus propios vuelos. Sus propias justificaciones y sus propias acusaciones. Sus propias cercanías y sus propias lejanías.


Y a este respecto, casi siempre me pasa que la lejanía me da una mejor perspectiva de mi propio panorama. El aprendizaje y el crecimiento emocionales, además, me ayudaron a ver las cosas de manera más fría. O menos cálida.


Todo eso que me ataba a él pero que la distancia me ayudó a esclarecer, y que hoy ya no se acopla conmigo, según mi propia historia, y mi propio camino recorrido, fueron los desencadenantes de mi lento pero irremediable, necesario pero triste, desencanto por él.


No sé si mi querido Juan siga dejando al tiempo curar sus heridas. No sé si siga escondiendo su corazón. No sé si siga buscando lo que siempre ha buscado, pero que hasta el último momento de verlo, no había encontrado....


Pero lo vi el otro día. Y pensé: “no esperaba volver a verte. No tan inesperadamente”.


Por un momento estaba tan absorta en reconocerlo, y que al mismo tiempo me reconociera también, que ni siquiera me fijé en lo que estaba pasando alrededor. Hubo una ligera pero breve transformación en mi comportamiento, tan obvia, que hasta mis hijos me preguntaron si estaba bien.


Sí. Sí estaba bien.


Pero verlo me hizo recordar casi todo. Y me hizo saber que, efectivamente yo estaba bien.


Físicamente, era casi el mismo Juan de siempre, con su cara asimétrica, con su cuerpo panzoncillo, aunque con muchas más canas. Y también, su caballerosidad de siempre, misma de la que hizo gala con la mujer que lo acompañaba, y que, por lo menos físicamente, no se parece ni a la segunda, ni a la tercera, ni a la que nunca fui para él. Mucho menos a la que soy ahora.


Aparentemente, él también estaba bien.


Afortunadamente, ni siquiera me vio. Porque, de haberlo hecho, tal vez me habría ignorado, y eso me hubiera molestado más todavía que el hecho de haber pasado completamente desapercibida para él. Como fue el caso.


O tal vez me habría saludado con la efusividad con la que siempre me saludó, aún después de nuestra torrencial no-relación. Y eso le hubiera causado problemas con su acompañante.


O a lo mejor no.


¿Qué se yo?


Y, con una extraña calma en el corazón, lo digo: Juan y yo, obviamente, no estábamos (ni estamos) hechos para compartir la vida. Por lo menos, no juntos. Sólo pedazos de ella. Aquí, o allá. Una cena, o una reunión. Una llamada, o una red social. Un mensaje, o un recuerdo. Un saludo, o un favor.


Creo que eso es lo mejor para mí. No sé si para él.


Ciertamente, alguna vez hubo esperanza. Pero terminó por morir. Muy de último. Sin embargo, no ha regresado. No existe ya. No con él.


Pero siempre voy a querer a Juan. Del modo que quiero y debo quererlo hoy, no como hubiera querido antes.


Hoy por hoy, sigo siendo la cuasi feminista que sigue adoptando el dogma de ser una mujer fuerte e independiente. Sigo siendo una romántica medio descreída, y una cínica practicante. Sigo sin creer que haya un Mister Darcy para todas, y sigo sin creer que el amor es una mera ilusión.


Pero confieso, tal vez con un poquillo de insolencia, que sí tengo un algo de esto, y un algo de aquello. Podría decirse que tengo lo mejor (o lo peor) de los dos mundos…


Y así hasta volver a verte, querido Juan. Hasta volver a verte.


Sentimental y desfachatada,

Miss V.

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댓글 1개


ruben_dario_jimenez
2023년 12월 09일

All your relationships, even before becoming a widow were bored! Really?

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