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Recuerdo que el día que cumplí cincuenta fue, para mí, un tipo de hito en mi vida. Algunas de mis amigas de la escuela, y otros tantos contemporáneos compañeros de trabajo, ya hacía rato que habían alcanzado el alarmante cinco-cero, y a mí, personalmente, me daba algo de miedo llegar a él. Sobre todo porque, cuando tenía veinte, siempre dije que los cincuentones ya estaban más cerca de la tumba que de las ridiculeces de andar noviando. Y ahora que estoy en este nivel, no sabes lo arrepentida que estoy de haber dicho todo aquello, porque, honestamente, me siento más viva que nunca. Aunque ya me truene una rodilla…
Esto me hizo recordar que el día que cumplí veinte años fue, para tu servidora, el primer miedo real que tuve a envejecer en la vida. A los veinte. Imagínate. Casi todos mis amigos y amigas rondábamos esa edad y, honestamente, a diferencia de ellos, a mí sí me daba algo de miedo llegar a los veinte. Para ese entonces yo ya tenía cuatro de experiencia en la docencia, y la mayoría de mis compañeros de trabajo eran unos treintones, cuarentones, o más, que pensaban que yo era una mocosa venida a más, que ni siquiera se merecía el título de maestra.
Al respecto de los cincuenta, en una reciente reunión familiar, unos primos y primas míos que tienen casi la edad de mi mamá, me dijeron que cincuenta años no era nada. Que estaba, prácticamente, en la flor de la vida. Que si ellos a su edad se sienten maravillosos, yo con mayor razón. Que los cincuenta eran los nuevos cuarenta, y no sé qué más…
No me estaba quejando. Pero gracias por los consejos.
Cincuenta años no es nada. Así lo dijeron mis primos.
Pero veinte años, tampoco. Así lo dijo el tanguero aquel.
En su canción, Don Carlos cantaba sobre el dolor y la nostalgia que trae el destierro de la querida patria. También habla de la brevedad de la vida, y el rumbo que lleva una persona que camina el camino del que no se puede regresar.
Un cuatro de diciembre, hace veinte años, así pasó contigo.
Así sigue pasando.
Volver, ya no se puede. Veinte años ha que fuiste el viajero que detuvo su andar corporal, y cuya esencia no pude detener para que no huyeras. Porque quería envejecer contigo. Y, de haber estado aquí, podría ver si tu frente se marchitó, o si tus sienes se blanquearon. Como las mías.
Muchas veces me dio miedo encontrarme con el pasado que volvía, porque se estaba enfrentando con lo que tenía en mi vida en ese momento.
Muchas veces me dieron miedo las noches, porque estaban pobladas de recuerdos, y no quería que se encadenaran con mis sueños.
¿No te suena conocido? Tanguera como soy, a mí sí.
Tu aniversario luctuoso, el que pretendo olvidar cada año, pero cada vez sigo recordando así, sin buscar recordarlo, fue por muchos años, algo delicado e incomprendido. La enigmática razón de esta conmemoración fue algo de lo que no se hablaba, pero de lo que se me llegó a acusar. Algo que nos fracturó a todos, pero que nos soldó de otro modo a unos cuantos. Algo que le sigue trayendo inmarchitables dolores a algunos, pero que otros hemos completamente curado.
El día que tus amigos y algunos de tus familiares vieron a tu hijo, recientemente, casi todos lloraron. Se dieron cuenta de que, efectivamente, te extrañan. Porque físicamente, tu hijo se parece mucho a ti. Emocionalmente, no.
De todos ellos, de los tuyos, no conozco el corazón. Pero todo lo vivido inmediatamente después de tu muerte fue una parte importante del mío, y de nuestro corto pero intenso proceso de duelo. El mío, y el de mi hija y mi hijo.
Tu hija. Y tu hijo…
Actualmente para ella, eres un recuerdo borroso, que se desvanece más a medida que pasa el tiempo. Hoy para él, ni eso. Porque te conoce sólo por tus fotos. Aunque les platico de ti, de lo que hacías, de lo que decías, de tus bromas y tus ocurrencias, ninguno siente ninguna afinidad contigo. No te conocen.
Aunque sin convivir contigo, tienen mucho de ti.
Yo no. No guardo casi nada, pues desde hace mucho que dejé el luto por ti.
Cuando te fuiste lloré mucho. No sé si por la forma en la que te fuiste, o porque me sentía casi completamente sola. O porque viví experiencias que no podía entender nadie, porque sólo tú y yo las conocíamos. Y estaba dispuesta a vivir un luto eterno.
Cuando te fuiste casi me volví loca. Me sentí culpable, porque me hicieron sentir culpable. Resultado, seguramente, del dolor que sufrían, de las ansias de respuestas que tenían, de la incertidumbre del porqué. Pero no querían culparte.
Cuando te fuiste abrí los ojos. Porque, como seguramente ya te habrás dado cuenta, hubo un peso que se levantó de mis hombros, y muy poco tiempo después de ese día, seguí funcionando casi con normalidad. Aunque no a todos les agradó.
En el transcurso de aquel momento hasta hoy, conocí a un par de viudas y viudos. Y, después de platicar con ellos, casi me traiciona el subconsciente y casi volví a sentirme culpable. Casi.
Aunque todos respondemos de maneras diferentes a las diversas situaciones de la vida, y aunque el dolor es personal y cada uno lo afrontamos a nuestra manera, sus historias de amor post pérdida no se parecen nada a la mía. Estos hombres y mujeres, algunos viudos por unos cuantos meses, otros por cinco o seis años, hablaban de sus difuntas parejas como un recuerdo del pasado. Otros no podían hablar de sus difuntas parejas sin que se les empezara a hacer un nudo en la garganta para, acto seguido, hablar de que la vida había perdido parte de su sentido, proceder a desmoronarse completamente y, finalmente, dejar el dolorosísimo tema por la paz.
Ni idea tengo si seguí estrictamente las etapas “Küblerianas” del duelo. No me acuerdo ya. Pero lo que sí puedo decirte es que ya no estoy hecha para encerrarme en la pequeña y confinada caja que es el quebranto que causa el luto. En ninguna circunstancia.
Así de tanto he crecido. En parte, gracias a ti.
Pero también gracias a mí.
Y con todo eso, de vez en cuando, sólo por curiosidad, me atrevo a imaginar cómo habría sido la vida si te hubieras quedado. Y aunque siempre regreso al maltratadísimo adagio de que “las cosas pasan por algo”, también siempre regreso a mis sentidos pensando que, tal vez por tu manera de ser, hubiéramos terminado por no comprendernos. Tal vez por mi modo de actuar, hubiéramos acabado despreciándonos.
O quizá todo lo contrario.
Quizá hubiéramos sido felices.
¿Quién sabe?
Seguramente para el hombre o la mujer cautivos en cualquier cárcel física o emocional, veinte años sean mucho tiempo. Pero para aquellos en libertad de cuerpo y espíritu, puede que veinte años, efectivamente, no sean nada.
Y, efectivamente, para mí, a los cincuenta, veinte años no es nada…
Miss V.
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