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UN ANIMAL HERIDO

Writer's picture: yesmissvyesmissv


Fíjate que tengo dos perros salchicha, los dos de cuatro años, y de cuatro y cinco kilos cada uno. Gordos. El más chico, Fabio, es también el menos amistoso, y no se anda con jueguitos. Y, aunque tienen la misma edad, porque además son perros de la misma camada, Rambo es más grande y robusto, pero mucho más dócil.


Fabio y Rambo hacen cosas de perros. Juegan, se gruñen, comen, se persiguen; quieren montarse mutuamente, pero se enojan si uno osa montar al otro primero; persiguen pájaros, les ladran a otros perros. … nada fuera de lo común para dos perros machos, creo yo.


Valientes hasta el punto de temeridad, y sinvergüenza como es su pequeña raza, el día que mis perros se pelearon por primera vez, se dejaron, uno a otro, muy maltratados. Feos e irreconocibles gruñidos y chillidos, tremendas dentaduras y mordidas por todos lados, resultaron en dos perros heridos y, para su tamaño, bastante sangrados.


Esto no lo vimos venir porque, a pesar de sus mutuos gruñidos espontáneos, mismos que casi siempre terminaban en juegos y persecuciones, ambos tomaban agua del mismo recipiente, se lamían uno al otro, y los dos se acurrucaban juntos para dormir.

Obviamente, esto no significó nada.


Después de semejante pelea, en la que sólo mi hija se atrevió a intervenir, y a la que también le tocó su buena mordida, Fabio y Rambo estaban tan heridos y asustados, que se fueron a esconder. Uno debajo de mi cama. Otro, abajo del escritorio.


Aunque algunas personas crean que sí, obviamente ninguno de los dos perros se sentía mínimamente culpable. Ciertamente los dos lloraban, seguramente, por el dolor de las heridas, en la cara y en las orejas, en las patas y en las colas. Pero nunca vi que ninguno se lamentara por lo que le había hecho al otro…


Cuando estábamos tratando de consolar a Fabio y a Rambo, que por un momento dejaron de confiar en nosotros por muchas caricias profesadas, o por mucho amor que hubiera en nuestras voces, pensé que este comportamiento, el de esconderse como un animal herido, yo ya lo había experimentado antes. En carne propia.


O sea, las personas también podemos actuar como animales heridos. Como dije, yo misma he actuado como uno. No una, sino muchas veces. Y, a diferencia de mis perros, y dada la vastedad de creencias, sentimientos y emociones que albergamos en nuestras mentes y nuestros corazones, las personas sufrimos penas emocionales, mentales, físicas y/o espirituales. Y nuestras reacciones no serán, necesariamente, ir a escondernos debajo de una cama o un escritorio, como lo hicieron mis adorables mascotas.


Por lo menos, no físicamente.


Me acordé de cuando, en algunas ocasiones, intenté compensar mis dolores siendo extremadamente amable, consecuente y cariñosa. Cuando las personas me lastimaban sufría un efecto tan negativo, que mis mecanismos de defensa eran retraerme, y tratar de hacer las paces con quien me lastimó, pensando que, el hecho de que me hubiera lastimado, era enteramente culpa mía.


También me acordé cuando, en otros momentos, intenté sanar mis penas siendo extremadamente antipática, inconsecuente e insensible. Cuando las personas me lastimaban sufría un efecto tan negativo, que mis mecanismos de defensa eran abalanzarme, y tratar de herir a quien me lastimó, pensando que, el hecho de que me sintiera tan lastimada, era absolutamente culpa suya.


Lo que se mueve detrás de cada persona, y lo que hay detrás de cada comportamiento es, enteramente, una responsabilidad personal. Así como lo es la respuesta al ataque, ya sea frontal, o a traición. Ya sea esperado o inesperado.


Pero esta especie nuestra, tan enferma de ego e ira, tan avanzada en tantas cosas, y tan primitiva en otras tantas, sigue comportándose como animal herido, porque no sabemos afrontar las situaciones que causan dolor. Porque los sentimientos, hechos nudo, se nos atraviesan en el camino del discernimiento y la cordura.


No lo digo porque se me ocurrió, por tener algo que escribir, o porque le quiera jugar a la interesante. Lo digo con absoluto conocimiento de causa.


Porque yo fui, como lo dije, ese animal herido. Muchas veces.


Un día me vi como uno de mis perros, gravemente herida, pero no en el cuerpo, sino en el orgullo. A diferencia de mis perros, yo aullaba y gemía de rabia, más que de dolor. Estaba escondida debajo de una cama, o de un escritorio, figurativamente hablando, inmovilizada por la mortal trampa de mi propia vanidad. Me retorcía en la auto-compasión y buscaba quién, que no fuera yo misma, me liberara de la torturante cadena que me tenía atada, aunque yo misma me hubiera enredado en ella.


Estaba esperando que la persona que me hirió, curara mi lastimado ego pidiéndome perdón. Igual que yo me retorcía de rabia, quería que se encogiera de arrepentimiento por haberme lastimado; por, supuestamente, haberme puesto una trampa. Porque no escuché que la vida me estaba gritando que iba, directito y sin escalas, a dicha trampa que fue mi perdición, y que yo misma había ayudado a construir.


Hubo quien, a pesar de semejantes aspavientos de mi parte, tuvo compasión por la dolida criatura que yo era, y quiso, desde el fondo de su corazón, intervenir con palabras amorosas y caricias en el alma. Sin embargo, con todo el amor que yo sé que me tiene, no me endulzó el oído, y me dijo lo que yo ya sabía que necesitaba, pero que no quería escuchar: “Vero. Pide ayuda”.


Ayuda profesional, obviamente.


Aunque me dejó sin palabras, estando en medio del sufrimiento, la miré muy agresivamente. Yo era una fiera dolida, pero los dos gramos de cordura que apenas me quedaban, me ayudaron a no arremeter con todo. Sin embargo, poco faltó. Casi le devuelvo su caridad con feroces mordidas y arañazos. Cualquier otra persona a la que hubiera intentado morder y arañar, me hubiera abandonado ahí, en medio de mi sufrimiento, desangrándome hasta alcanzar la muerte emocional. Pero cuando a uno lo aman de verdad, a uno vuelven a acariciarle el alma y a hablarle con cariño.

Hasta que suficientes veces son suficientes.


Sin embargo, también habrá a quienes NO le importemos. Y que, por el contrario, se burlen de nuestro dolor y nuestro enojo; y casi nos obliguen, a punta de burlescas provocaciones, a devolver las artificiales caricias, con patéticos arañazos; o el falso cariño, con rabiosas mordidas.


O tal vez habrá quien, simplemente, nos ignore.


Pero, déjame platicarte, que también me ha tocado estar del lado lenitivo. Del que se encuentra al animal herido. Del que quiere querer y busca ayudar. Del que desea aliviar y trata de amar. Efectivamente he vivido la experiencia de querer ayudar a alguien que quiero, pero también la de abandonar e ignorar a alguien que no quiero.


No me lo tomes a mal. Soy una persona como cualquier otra, que ama a unos, pero no a otros. Una "leona dormida, con virtudes y defectos" (tú me entiendes…) que le echa la mano a quien puede. Pero también a quien quiere, no a quien no. Especialmente a quien se ha portado como animal rabioso, desde siempre, buscando una excusa ridícula, o la más exigua razón para atacar y morder, poniendo su situación de vida, su estatus laboral, o sus propias viejas heridas como excusas latentes.


Mira. Recientemente, tu servidora, junto con otros, vivimos la experiencia de ver cómo, una persona que pudo haber sido aliada, pero que prefirió ser antagonista, se convertía de a poco, en el animal herido que pudimos haber auxiliado, pero a la que, al final, casi nadie quiso echarle ni un lazo.


Aquí está ella. Dolida hasta lo más profundo de su corazón. Lanzando rasguños, tirando mordidas. A quien sea. En donde sea. Como sea. Es como un animal que lleva abiertas las heridas desde hace mucho, y no quiso nunca buscar quién le ayudara a cerrarlas. Más bien, siempre buscó a quién podía herir de la misma manera, para estar en igualdad de condiciones. O para aprovecharse del dolor de los otros.


Desde el momento de sus primeras mordaces palabras, y sus primeras bruscas conductas, no me pareció sensata ni razonable. Muy por el contrario. Pronto me di cuenta de que su educación emocional era definitivamente frágil; sus opiniones, narcisistas; sus comentarios, ponzoñosos; y que a ella, el que se la hace, se la paga. Quien sea. Como sea. Me atrevo a decir, con el atrevimiento que tiene alguien mal informado, pero muy atrevido como para comentar, y con la experiencia de haber sido alguna vez un animal herido, que las heridas que son su lastre, y que tienen una profundidad que no es nueva, fueron las que la hicieron impredecible y arrebatada, grosera y burlesca. Aun cuando no tenía que serlo. No con los que la rodeábamos.


Y, efectivamente. Los animales heridos, así como las personas heridas, somos impredecibles y arrebatados. A veces hasta con nosotros mismos. Sin embargo, también podemos ser calculadores y metódicos. Y desde nuestro tibio escondite, podemos urdir estrategias de coacción.  Porque es más fácil ganar adeptos y seguidores, que nos den por nuestro lado, y nos digan lo que queremos escuchar, que perder el ego y la vanidad, motivándonos a andar el lado correcto del camino, el del crecimiento emocional.


Me consta.


Sin embargo, también creo que, a diferencia de los animales heridos, las personas heridas, tenemos una noción básica de cómo, cuándo y dónde buscar el muy necesitado bálsamo. O por lo menos, yo sí lo tenía. Pero no se me daba la gana buscarlo. Y menos quería encontrarlo. Porque el animal herido siempre cree que está bien y, buscando rodearse de otros animales heridos, declara que los otros, los que no están heridos, son los que están mal. Si no tenemos la noción de cómo, cuándo y dónde buscar, por lo menos, sí tenemos la idea de o cómo, o cuándo o dónde.


A veces ese bálsamo, como un verdadero milagro de la Vida, se nos presenta sin perseguirlo, en forma de inesperadas voces y manos amorosas. Porque, a pesar de que seamos unas verdaderas fieras heridas, siempre habrá alguien que nos ame lo suficiente como para siquiera decirnos “pide ayuda”.


Aun después de haberse ido, aun cuando ya no está ahí, aún sin verla ni saber de ella, desde debajo de su cama o de su escritorio, ella, que sigue siendo un animal herido, también sigue atacando, sigue mordiendo, sigue embistiendo.


Y algunos de los que estamos lejos de ella, aun padeciendo el efecto secundario de sus propias heridas, pudimos haber acariciado su alma, tomado su mano, y hablado con amor, si no insistiera en seguir atacando, mordiendo, embistiendo.


No hay justificación para su comportamiento, pero la comprendo perfectamente. Una persona con el alma rota, aunque no se sienta culpable, sí se sentirá sola, abandonada, y olvidada. Pero sin tener el mínimo deseo de abrirse a la amistad que resulta de la convivencia, sin tener la intención de buscar la fraternidad laboral, sin tener el propósito de trabajar por el beneficio de quienes conformamos esta pequeña tribu, entonces ella siempre será como un animal herido, oculto debajo de la cama del auto destierro; o del escritorio de la hostilidad caprichosa.


Y, como todos los animales heridos, que nos escondemos para atacar en lugar de intentar salir de una trampa, desde donde negamos la responsabilidad personal de haber caído en ella, y antes que admitir cualquier omisión o acción deliberada, ella preferirá seguir lamiendo, y dejándose lamer, sus heridas, haciéndolas más dolorosas y profundas. He estado ahí, y quien sabe si estaré nuevamente.


Ciertamente, no quiero verla de nuevo. No por ahora, cuando mis propias heridas, las que permití que ella me ayudara a abrir, están todavía frescas, y trato a toda costa, de manera muy consciente, de evitar ser un animal herido otra vez por su causa.


Por otro lado, créeme que tampoco le deseo ningún mal. Ni antes, ni ahora, ni nunca. No me atrevería. Porque sé que sus propias heridas se han vuelto a abrir, y no desea cerrarlas, me atrevo a decir, de manera consciente. Y ella, al igual que todos los que estuvimos (o estamos) heridos, necesitamos tiempo, pero también la voluntad de sanar.


Desde debajo de mi cama, o mi escritorio.

Miss V.

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