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“¿Cómo se dice?”, me preguntaban mi papá y mi mamá, allá, en mis verdes años de infancia, particularmente cuando esperaban la única respuesta satisfactoria a cambio de cualquier cosa que cualquier persona hubiera hecho por mí.
No, pues no sé.
“Se dice ‘gracias’”.
Y “gracias” era, efectivamente, lo que empecé a contestar a partir de ese momento, después de recibir un favor, aceptar un regalo, o escuchar un consejo. Desde ese momento, agradecer se volvió para mí, gracias a mi familia, como seguramente ocurrió para tantas otras personas en tantas otras familias, un referente de buena educación, aunque tu servidora no tuviera ni idea del significado o de la magnitud de palabra semejante en aquel entonces.
Empezar a decir gracias con constancia y casi de manera mecánica, fue dando lugar, poco a poco, al sentimiento de retribución que casi siempre he sentido cuando alguien hace algo por mí o por mis más allegados.
Aún en las familias más modernas, independientemente de la generación a la que pertenezcan, los papás y las mamás procuran instruir a su infantil prole en el valor del agradecimiento, aunque ya de grandes se les olvide, o prefieran no hacerlo, como lo veo todos los días en mi hermoso pero sacrificado trabajo.
Algunos “eruditos” de hoy (conozco un par, por lo menos) sin embargo, ven esto como un condicionamiento que va en contra del libre deseo de expresión del párvulo chiquillo o chiquilla que ni idea tiene de lo que está haciendo en este planeta. Lo mismo opinan del sometimiento del “mande”. Amén de muchas otras palabras que, por educación, se eligen decir, so pena de parecer descortés y mal educado. Pero eso ya es material para otro sermón.
El “condicionamiento” de agradecer que, desde mi muy anciano punto de vista no es una carga abrumadora, sino una de las muchas pautas formativas con las que debemos seguir encaminando a las nuevas generaciones, ha hecho de la mayoría de las personas de mi generación, y de algunos de nuestros hijos que gozaron o sufrieron muchos de los vestigios educativos que recibimos de nuestros papás y mamás, personas catalogadas como de “buena cuna”. Esto último, no por la rimbombancia del nombre, sino por la grandeza de la urbanidad y la cortesía.
También creo que no solamente es de buena educación, sino también de buena humanidad, dar las gracias después de recibir, como mencioné antes, algo bueno, en la forma de un favor, un regalo o un consejo de alguien más. Incluso aunque ninguno de los anteriores hayan sido pedidos.
Decir “gracias” frecuentemente no es solo un gesto recomendable. Es una palabra que, aunque pareciera simple y muchas veces se pasa por alto, es en realidad el reflejo de una actitud mentalmente poderosa y emocionalmente vigorosa. La gratitud tiene el poder de sentar las bases que dan lugar a una relación positiva con casi cualquier persona de casi cualquiera de nuestros varios entornos sociales.
Ha sido menester de la generalidad de los mayores que nos consideramos (irremediables) practicantes de las artes de la adultez, inculcar la noción del agradecimiento como una virtud, tan digna como la paciencia, entre todo aquel ser humano de menos de dieciocho, u uno que otro más viejito, que tenga una relación con nosotros. Además de ser una manera benéfica, casi curativa, de desprendernos de las emociones que a veces ha traído la falta de gratitud y que, en cualquier circunstancia pasada o presente, nos han atormentado, se cree que aquel o aquella que es más agradecido, puede ser también más feliz.
Esto no significa que ser tan agradecido como sea posible me haga estar en un estado de felicidad y despreocupación infinitas. Para que lo sepas, soy muy agradecida; pero también, poseo un cúmulo de sentimientos varios, no sólo alegría… Sin embargo me ha pasado que, en vez de mostrar mi molestia de manera más o menos asertiva, termino agradeciendo, aunque de manera tan cáustica, que en realidad, lo único que siento es ingratitud. O sea, todo lo contrario.
Pero también reconozco que la profundidad de mi agradecimiento, aunque a veces dependiente del tamaño del favor recibido, a veces dependiente de mis propios sentimientos e, incluso, dependiente de mi propia educación, sólo la conozco yo misma.
Esto incluye la longevidad del agradecimiento.
Pero ¿acaso la gratitud tiene fecha de caducidad? Y, si así fuera ¿en dónde termina esa obligación para mí? ¿O quizá la gratitud debe ser eterna?
Sé, porque así me lo inculcaron hace mucho, pero también porque quiero hacerlo, que la gratitud no debe terminar nunca. Pero ¿debe ser así siempre? ¿con todo? ¿con todos?
Agradecer, al igual que perdonar en términos bíblicos, no debería terminar nunca. Setenta veces siete es lo que se nos recomienda perdonar. Y ambas cosas son buenas para la mente y el espíritu. Pero aunque de todas las personas a las que les he preguntado, casi todas me han dicho que la gratitud no tiene caducidad, y no hay quién le ponga peros, no piensan lo mismo del perdón, el cual condicionamos en todas las variantes posibles. Pues agradecemos más veces de las que perdonamos.
Entonces ¿por cuánto tiempo debo agradecer un favor? ¿hasta cuándo me libero de la obligación de seguir agradeciendo lo que alguien hizo por mí? Y, ahora que conozco cuáles fueron las intenciones de algunos de quienes recibí favores ¿debo continuar agradeciendo? ¿o empezar a hacerlo?
Incluso lo llevamos bien arraigado en el tejido histórico de nuestra raza. Culturalmente hablando los mexicanos damos las gracias por todo. El día que le di una ayuda a una viejecita afuera de la Catedral, y la que dijo “gracias” fui yo y no ella, me di cuenta de que tu servidora estaba rebasando los límites de la gratitud. Si es que acaso pueden rebasarse…
Sin embargo, sí creo que debe haber gratitudes eternas, o por lo menos, lo que duremos en este plano. “Demos gracias a Dios”, dice el sacerdote cuando termina la Misa. Pero aunque creo que esta es una de las gratitudes que no deben terminar nunca, no sólo al final de la celebración, no es de esta de la que quiero continuar hablando. Ciertamente, como creyente que soy, opino que la gratitud a Aquél que es La Vida, para los que así profesamos, en una señal de fe y humildad ante Aquél a quien debo todo.
Más bien, me refiero a cuando la gratitud se vuelve, en términos completamente terrenales, demasiado.
Demasiado qué, no sabría decirte. Al sol de hoy, he transitado por casi todo tipo de caminos, y experimentado casi todo tipo de vivencias en las que he expresado gratitud por cosas que quizá no debería haber agradecido. O por lo menos, no haber agradecido tanto, y por tanto tiempo. De esta manera generé, sin advertirlo, vínculos muy desbalanceados, de clara injusticia tanto en mi vida personal como en el ámbito profesional.
¿Gracias a mi prima que a los doce me dijo, “por mi bien”, que yo era una gorda y que lo mejor era empezar a cerrar la boca, y proceder a ponerme a dieta antes de cumplir los treinta, o si no, me quedaría así para siempre?
¿Gracias a mi profesor de ciencias naturales que dijo, “por mi bien”, que ni se me fuera a ocurrir estudiar nada relacionado a las ciencias, porque mi inteligencia no daba para eso, y que si podía, mejor sólo me dedicara al hogar?
¿Gracias a mi jefa cuando me dijo, “por mi bien”, que dejara de hablarles con tanto cariño a mis alumnos y alumnas, pues mis dulces palabras podrían dar lugar a ciertos malentendidos, no sólo entre mis estudiantes, sino también con sus papás y mamás?
Todas esas “gracias” y más, he dado en mi vida.
Hace poquísimo, escuché un diálogo muy parecido a éste:
“Sí, pero… ¿te acuerdas de ese dinero que te presté?”
“Cómo olvidarlo. Me fue muy útil. Muchas gracias. Pero no veo por qué lo mencionas a cada rato.”
“¡Pues porque bien que te ayudó a salir del atolladero económico en el que estabas! ¿No?”
“¡Sí! ¡Pero ya te lo pagué! ¿Qué esperabas? ¿Que estuviera bajo la sombra de la gratitud perpetua, y del reconocimiento público por ti, cuando mi deuda ya está saldada? Sabes perfectamente que no sólo te retribuí el dinero que me prestaste, sino hasta con creces te reembolsé ese préstamo. Te agradezco por haberme prestado el dinero. Fue de mucha ayuda, y lo recordaré y lo llevaré en mi corazón por siempre. Pero no tienes que utilizar semejante anécdota cada vez que, por casualidad, se toca un tema similar para seguir cobrando mi gratitud, o para seguir pidiéndome favores, como el que me acabas de pedir, y que sabes, perfectamente, no puedo hacerte…”
Sólo Dios sabe cuáles fueron esas creces, y qué favor era ese que le acababan de pedir, pero seguramente la magnitud de la reciprocidad tenía un contraste muy injusto.
En mi familia, como en tantas otras, el agradecimiento es la base de la mejor relación entre sus miembros, y con todos aquellos que no pertenezcan a la tribu. No digo que la familia de mi mamá no sea agradecida. ¡Claro que los son! En todas las formas, situaciones y niveles posibles. Pero para efectos de este escrito, la familia de mi papá es el ejemplo más claro que tengo de agradecimiento perenne.
Un día hace muchísimos años, según palabras de mi propio papá, tocaron a la puerta de su casa, unos mendigos, bastante méndigos, a pedirle una ayuda a mi adorada abuela. Esta mujer, quien tenía un corazón que no le cabía en el pecho, y viéndolos famélicos, consideró prudente, a falta de cambio, darles unos tacos. Desde la perspectiva de mi papá, cosa que creo verdadera, los tacos estaban chonchos de bien servidos y, para como cocinaba mi querida abuela, seguramente deliciosos, también.
No conforme con eso, mi abuela les dio también una Pepsi chiquita a cada uno, para que no se fueran a atragantar con el tacote.
La Pepsi fue lo único que se llevaron estas sanguijuelas. Los tacos los dejaron, aventados en la ventana, en una obvia señal de falta de gratitud y exceso de codicia. Porque lo que los pordioseros aquellos querían era dinero. No tacos.
Para mi papá, quien para aquél entonces era un chiquillo, y quien fue testigo de todo aquello, esta falta de respeto fue imperdonable por tres cosas: una, porque se dio cuenta de que la gente, aun cuando sus necesidades puedan ser tan apremiantes, y estén pidiendo ayuda urgente, puede llegar a ser muy ingrata. Dos, que hacer el bien no te garantiza que la gente te lo agradezca, sino que a veces, puede que seas sujeto de burla de aquellos a quienes pretendiste echarles la mano tan desinteresadamente como mi abuela lo hizo. Y tres, que creo la más importante para él, que esos limosneros hayan despreciado de esa manera la desinteresada ayuda de su mamá.
Mi papá, valga señalarlo, ha llevado en su corazón, todos estos años, el dolor que le causó el desaire que le hicieron a mi abuela.
Otro ejemplo es mi abuelo paterno. Cada quién puede hablar de la relación que tuvo con él, un señor reacio, trabajador y burlón, al que yo le tenía más miedo que respeto. Siempre vi cómo mi papá se deshacía en alabanzas excesivas, encomios exagerados, y obediencias extremas en agradecimiento por todo lo que, según él mismo cuenta, recibió de su papá.
Además de órdenes a la antigua, chantajes a la antigua, y educación a la antigua, mi papá recibió todo lo que se necesita recibir para ser hijo bien educado, bien vacunado, y bien bañado. La cereza del pastel de todos estos regalos, mismos que, considero, son obligación de cualquier padre o madre que se precie, fue el regalo de un terreno que, ciertamente, fue una ayuda fabulosa para mi papá, pues pudo proveer a su familia con una casa grande, cuya construcción mi papá fue pagando poco a poco.
En contraste para con cualquier otro hijo de vecino, el agradecimiento que les debemos a nuestros papás y mamás, puede ser casi tan eterno como el que le debemos a Dios padre. Pero yo creo que semejante gratitud no debe ir en detrimento de nuestras acciones presentes, o nuestros deseos futuros.
Mi papá recibió de manos del suyo el terreno del que te hablaba para que hiciera lo que quisiera con él. Aunque no tanto “lo que quisiera”, porque mi abuelo lo que quería era que mi papá construyera una casa ahí. Claro. Era lo más obvio. Mi papá pudo haber vendido ese terreno y haber comprado una casa ya hecha en otra, o esa misma, colonia. Pudo haberlo rentado, hecho un huerto o dejarlo llenarse de maleza.
La decisión final, a pesar de haber recibido ese regalo, no fue de mi papá, sino de mi abuelo. Una casa fue, efectivamente, lo que mi papá mandó construir en ese terreno.
Este agradecimiento en particular le duró a mi papá toda la vida de mi abuelo. Y mi papá le ha seguido agradeciendo todo lo que él lleva de vida, a pesar de que ya han pasado más de treinta años de que mi abuelo dejó este plano, y casi cuatro de que mi papá vendió esa casa. A pesar de la agotadora situación de salud de mi papá, y a pesar de que ya ha olvidado (y seguirá olvidando) muchas cosas, la gratitud, el respeto y la sumisión hacia lo que su papá quería sigue tan presente, que mi papá ni siquiera se atreve a dudar de ninguna vieja censuradora actitud, aun después de haber sufrido, por muchos años, los embates de los chantajes irracionales y las órdenes sin sentido del abuelo. Amén de tener que decirle que sí a todo. Y, pese a todo, mi papá sigue agradeciéndole como si fuera el primer día.
Agradecer está bien. Sí. Agradecer el más tiempo posible, también.
Pero agradecer hasta el punto de someter los deseos personales, los deseos particulares, y hasta los deseos de la descendencia, no lo creo razonable. Para mi papá decir: “es lo que mi papá hubiera querido” o “eso habría hecho/dicho mi papá”, es un ejemplo de cómo el agradecimiento excesivo puede someter la voluntad de hasta un padre de familia, por deber estar, o querer estar eternamente agradecido. Sin embargo, hasta aquí llega mi sermón en este aspecto, pues cada quién sabrá agradecer a quien quiera, como quiera, el tiempo que quiera, y con la intensidad que quiera.
Podrías decir que soy una ingrata y una insensible al amonestar este particular comportamiento de mi papá, tan notorio para mí desde siempre. Por supuesto que no desdeño el ser agradecido, pero el agradecimiento casi sumiso que a veces atestigüé de primera mano fue el que casi me obligó a ser igualmente excesivamente agradecida, pues además de recibirlo por la educación, también fui sujeta de contante observación y crítica por parte de la generación que me antecedía. Pero no sólo con mi papá o mi mamá. Sino con todos, incluidos maestros y maestras. Casi al punto del dolor y de sobajarme a los caprichos de otros.
No lo tomes a mal. O bueno. Tú sabrás. Lo anteriormente escrito no significa que no esté eternamente agradecida por los regalos de amor consciente, o hasta de la inconsciente falta de ellos, recibidos de mi papá y mi mamá. Yo creo (y esto sólo lo creo yo) que lo que está mal es cuando el agradecimiento nos mueve a cambiar nuestros ideales y deseos por aquellos que, la persona que agradecemos, desea que sigamos, como señal de agradecimiento perpetuo, y casi forzado.
Aun cuando la deuda, de honor o material, ya ha sido saldada como en el diálogo que escuché anteriormente, pagar lo que nos corresponde, no nos libera de la gratitud, sólo de la obligación excesiva. No nos exime de la fragilidad, sólo de la culpa extrema. Pero, desafortunadamente, no siempre nos libera de los juegos abusivos que otros juegan con nosotros, nuestras mentes y, a veces, con la vergüenza que nos da aceptar que necesitamos una ayuda o un favor.
Sin querer sonar pretenciosa, a mí también me ha tocado ofrecer ayuda. A veces en cuestiones que son de vida o muerte. Pero mi ayuda es, aunque yo misma lo diga aquí y ahora, tan desinteresada como privada. Ayudé porque quise hacerlo. No es necesario que me atormenten (y se atormenten) con gratitud perenne. A su vez la agradezco también. Pero no es obligatorio alargarla de manera indefinida. De otro modo, ¿qué tipo de recompensa espiritual estoy ganando al buscar el reconocimiento (a veces público, además) por mis obras de amor?
Puede ser que, como dije arriba, culturalmente, nadie nos salvemos de la gratitud eterna, y por ende, de la consecuente culpa eterna. Pero aunque agradecer cosas que parecieran favores, como por ejemplo una promoción importante en alguna empresa, especialmente si sucede de manera íntegra y legal, y no porque a quien subrayó nuestro nombre le caigamos bien, también tienen su caducidad. La mejor paga es, creo yo, demostrar la razón por la cual fuimos ascendidos.
¿Cuál será, entonces, el equilibrio perfecto entre ser justamente agradecidos y ser híperagradecidos, si se me permite la expresión? ¿Entre el agradecimiento bien resuelto y el mal encauzado? ¿Entre aquel que nos deja con emociones suspendidas y el que nos permite reanudar las relaciones de antes?
En el mejor de los casos, el agradecimiento genuino nace en el corazón y en la mente, pero se expande a cada parte de nuestro ser, y sale en forma de palabras valientes, pero también íntegras y legítimas. El verdadero agradecimiento tiene una función más genuina y altruista, cuya intención es validar y reconocer el apoyo que hemos recibido. El verdadero agradecimiento, independientemente de su duración, es un arte por demás auténtico y generoso, pues abraza y reconoce, desde el pensamiento y los sentimientos, el apoyo que hemos recibido de aquellos quienes, también desinteresadamente, nos han echado un muy necesario lazo.
En fin…
Si bien la gratitud eterna puede parecer espléndida, también puede entorpecer el crecimiento personal al vincularnos, tal vez de manera penosa, a eventos o personas pasadas de manera indefinida. Este perpetuo endeudamiento emocional puede limitar nuestra capacidad de buscar nuevas experiencias y desafíos. O buscar ayuda de nuevo.
Por el contrario, abrazar la gratitud de una manera equilibrada y limitada en el tiempo nos permite honrar el pasado sin atarnos a él. Y, aunque el verdadero agradecimiento deba ser eterno, esto no quiere decir que deba venir acompañado de sumisión o culpa, por no demostrarlo constantemente.
¡Gracias, gracias, gracias por la ayuda recibida! ¡La recordaré y la llevaré en mi corazón por siempre! Pues mi agradecimiento es sólo mío, independientemente del sentimiento del otro.
Pero desde el enfoque más razonable y finito del agradecimiento, éste nos debe ayudar a permanecer abiertos al crecimiento, la superación personal y las nuevas oportunidades, lo que en última instancia fomenta un camino más saludable hacia adelante.
Eternamente agradecida,
Miss V.
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