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Las personas platicadoras siempre tenemos algo que contar. No hay experiencia que no hayamos vivido, o casi vivido, o haber vivido algo parecido, o ni siquiera haberla vivido. Eso no nos impide dar nuestra opinión tan libremente como nuestra propia perspectiva, nuestra propia experiencia, o nuestra propia historia nos lo permitan.
Los platicadores y las platicadoras encontramos cierto placer en poner al descubierto nuestros corazones, ya sea por confiados, porque nuestras propias ganas de figurar nos ciegan, o porque, al remontarnos a las vivencias del pasado, creamos (con pleno conocimiento de causa) un detonador o un ejemplo provocador para hablar de cualquier cosa, aclarar algún punto, o nada más porque sí.
Realmente no importa si lo que contamos es algo que nos mortifica o nos gratifica, o mortifica o gratifica a los demás, mientras nos lo saquemos del pecho. Sin embargo, algunas de nosotras, las personas parlanchinas, hemos llegado a pasarnos de la raya y llegado a ser inoportunas y/o fastidiosas.
Lo confieso. Como la habladora contumaz que soy, me ha pasado un montón de veces que no sé cuándo callarme; y en mi distraída desatención, o en mi desatenta distracción, he cometido tremendos errores al tratar de ejemplificar, comparar y, a veces, rivalizar mis propias vivencias con las de los demás, con el pretexto de expresar mi opinión o de dar lecciones que nadie, nunca, me ha pedido.
A pesar de todos estos obstáculos en mi locuaz naturaleza, tu servidora ha intentado dominarse. Aunque no siempre con el éxito deseado. Sin embargo, los ensayos del pasado, los ancestrales “prueba y error”, y todo lo que me ha ayudado a prosperar emocionalmente y a ponerme en el lugar donde estoy, me dan mucha tela de dónde cortar. Y, a pesar de que he logrado avanzar en el camino, todavía sigo obteniendo tela de mis propias nuevas metidas de pata, mi incansable lengua larga, y mis eternas promesas de no volver a cometer las imprudencias que muchas veces me llevan a catarsis como la presente.
O sea: resulta que a veces los platicadores tenemos tanto que decir, que la palabra hablada no nos es suficiente y, como tu segura servidora, nos vamos a la escrita. O sea, no tenemos llenadera.
Al respecto de esto último, cuando quiero escribir, irremediablemente me remonto a ciertas épocas que ya creía silenciadas, pero que a pesar de su silencio, no me dejan de gritar, y que me inspiran tanto como las experiencias más frescas. Volver a esas memorias de ayer no es casualidad: muchas veces vuelvo a ellas a propósito porque me sirven como ejemplos experienciales para resolver o comparar una que otra cosa que me aqueja hoy.
Además, casi siempre regresan para darme un nuevo saber. Y, también casi siempre, un nuevo sentir. Creo que de eso se trata también la vida.
Por ejemplo, la semana pasada, una persona con la que trabajo, pero a la que no conozco muy bien en lo emocional (o en nada, realmente) usó, figurativamente hablando, mi hombro para llorar. No la veo todos los días, solo una vez a la semana. Y creo que se llama Ana. Y tal vez, precisamente, porque no la conozco bien, y porque ni siquiera sé si se llama así, y creyendo que yo podía tener una opinión un tanto imparcial, fue que me contó sus cuitas.
Los problemas que la aquejan tienen que ver con la relación que ella tuvo antaño con su hoy exesposo. El señor que según me dijo se llama Antonio, pero que a fuerza de costumbre, ella sigue llamando “Tony”, ni siquiera vive en la ciudad, por lo que la relación de ellos, y la de él con su hijo, está casi completamente rota. Ella reconoce que él es un puntual pagador de la manutención del niño. Pero nada más. De hecho, también reconoce que no queda absolutamente nada de lo que otrora fuera una joven y pequeña familia feliz.
Según su propia sinceridad, hay una especie de remoto estira y afloja por parte de ambos, en la que, irremediablemente, es el hijito de los dos el que se lleva la peor parte, aunque ella trate de protegerlo, y ocultarlo del monstruo del desamor, lo más posible. Además de estas cosas, me contó otro montón de vivencias y anécdotas que, aunque añadirían al interés de la presente palabrería, prefiero reservarme.
A veces, aunque no lo creas, o aunque no lo parezca, algunas personas platicadoras también podemos ser buenas “escuchadoras”. Y también podemos guardar las cosas que otros nos platican, en nuestro corazón. No somos obligatoriamente chismosas, por muy comunicativas que seamos. Mi cuasi-amistad con Ana fue un buen ejemplo de eso.
Saber cómo se le ocurrió escogerme como depositaria de sus congojas, no tiene ciencia. En el pequeño mundo del veterano magisterio local, y en el todavía más pequeño y longevo mundo de los maestros y maestras de Inglés, casi no hay gente que no se conozca de una u otra manera. Aunque yo nunca había visto a Ana antes, y la conocí en mi último trabajo, ella ya había escuchado acerca de ciertos detalles de mi historia que, al sol de hoy, no son un secreto para casi nadie, tampoco: que soy viuda, que vivo con mis hijos, que he trabajado toda mi vida en la docencia, que conozco a Juan de las Pitas, que trabajé con Juan de las Cuerdas. Que fui maestra de sus hermanos mayores…
Hubo una cosa, sin embargo, de todas las cosas que ella me dijo, que me hizo acordarme de mí misma cuando, a raíz de mi viudez, estaba en un situación de profunda desolación. Cuando Ana abrió su corazón conmigo, cuando compartió conmigo la mayor de sus penas, le dije que no sabía qué decirle. Ella me dijo: “pues no me digas nada. Sólo acompáñame”.
Creo que pude entenderla.
En aquellos luctuosos días, antes, durante y después del velorio de mi difunto esposo, yo también estaba rodeada de personas comunicadoras que creían que decir algo, lo que fuera, era mejor que quedarse callados. Mejor que no decir nada. Mejor que sólo acompañar.
Escuché de todo: ya no llores. Llora lo que quieras. Que tus hijos no te vean llorar. Que tus hijos te vean llorar. Come algo ya. Ahorita no comas nada. Te entiendo perfectamente. A mí me pasó peor. Te Acompaño en tu dolor. Comparto tu dolor. Mis condolencias. Felicidades…
Pero yo no quería escuchar nada. Sólo quería que me acompañaran. Que estuvieran allí. Con el corazón. Pero en silencio. Mudos.
Pero no todos podemos, o sabemos, acompañar.
Porque acompañar es un don. Acompañar en silencio es un talento. Hacerlo, además, con el corazón, es un arte.
Dentro de nuestra muy limitada mutua intimidad, o nuestra inexistente amistad, estoy segura de que Ana quería que yo estuviera sólo presente, ofreciéndole apoyo desde la empatía, y no desde las palabras; en especial de las palabras como las que yo recibí antaño. Esas que buscan dar lecciones, o pretenden impresionar, pero que lo único que logran es hacernos sentir culpables por estar tristes.
Dentro de la muy restringida libertad de Ana para dejar ir las palabras con la soltura y con la confianza que hay entre dos que se conocen, estoy segura de que Ana quería que yo limitara mi intervención a la de ser una oyente honesta, nada más. Sin esforzarme por parecer interesada, sin juzgar su pena, ni compararla con la mía. Sin monopolizar la conversación. Sin severidad. Con compasión.
Dentro de mi muy parco conocimiento del corazón de Ana, pero aun teniendo una vaga noción del pesar que lo abruma, estoy segura de que Ana quería saber, o escuchar de boca de alguien más que no fueran sus más allegados, que tenía derecho de sentirse agobiada y triste. Reconociendo su propio duelo con la individualidad que caracteriza a los duelos de cada persona. Individualidad que no todos entendemos, necesariamente. Pero que todos debemos respetar, indudablemente.
Y, finalmente, dentro de la pena que nos agobia de manera personal, nadie podemos discernir con claridad (todavía) que lo ocurrido es el plan que El Que es La Vida tiene para nosotros, pues no tiene nada qué ver con nuestros propios planes.
Ni podemos comprender aún que no hay razón para agradecer lo que sobrevive a ese doloroso punto de inflexión, pues el tormento aturde, ciega, y ensordece de tal manera que nada más importa.
Tampoco podemos aventurarnos a decir, aunque las palabras nos sobren, que lo que pasó es parte del pasado, y que lo ideal es continuar con la vida. Algunas personas nos negamos, por lo menos en lo que dura el dolor, a dar un paso adelante, pues eso significaría dejar atrás la vida que conocíamos hasta ese momento y que tanto amábamos. Salir adelante es más difícil de lo que creemos, pues pareciera que la pena tiene voluntad propia, y se mueve a su propio ritmo.
A lo largo de mis muchos años de vida, he notado que la clave para que una platicadora como yo pueda estar en silencio de forma armónica con la situación que así lo requiera, es insertarme deliberadamente en situaciones que requieren la atención de mi corazón, y los emociones en mi mente. Escuchar con el alma, observar con el espíritu, abrazar con los sentidos.
Claro que como persona platicadora, siempre creeré que ser una persona platicadora no tiene nada de malo en sí. Ciertamente el contexto, la audiencia y el objetivo dictan la comunicación eficaz; pero también el corazón, la mente y los deseos, son los que, finalmente, dictan la verdadera comunicación: la comunicación del amor y el respeto por los otros.
Sólo acompañando.
Con ganas de seguir platicando,
Miss V.
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