top of page
Search

SÍ. SÍ A TODO.

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • May 6
  • 6 min read


Aunque suene repetitiva, porque ya lo he escrito muchas veces antes, yo fui una niña muy obediente. Todo lo que mi papá y mi mamá (y otros adultos de importancia en mi vida) me pedían que hiciera, lo hacía por dos razones: la primera, porque me gustaba que mi papá y mi mamá estuvieran contentos. La segunda, porque las niñas que no obedecían podían irse al infierno.


Con tremendo susto, resultado del más arcaico chantaje de los adultos para que yo (y seguramente otros tantos niños y muchas otras niñas) fuera sumisa y obediente, me fui amoldando a la forma que los adultos querían hacer de mí, y que, finalmente, adopté, nomás por no tener muchas opciones de dónde elegir. Por tanto, me convertí en una persona complaciente con los demás, temerosa de decepcionar a otros, pero satisfecha de recibir halagos por la docilidad de mi carácter.


Si te pareces, aunque sea un poquito, a tu servidora, entonces entenderás de lo que te estoy hablando, y comprenderás lo difícil que es decir “no” en casi todas las circunstancias. Haber tenido que usar mi tiempo, gastar mi dinero, y hasta desdeñar mis sentimientos para satisfacer a los demás, me hacía sentirme importante y valiosa. El agujero que después sentía en el estómago era la señal inequívoca de haber hecho, según mi domesticación, lo correcto.


Mi primera experiencia diciendo que sí, data del año mil novecientos setenta y seis, a la tiernísima edad de tres años. En ese prehistórico tiempo, tu servidora ya sabía leer de corridito y sin errores, lo que causaba tanta gracia como fascinación entre los adultos que me trataban como mono de titiritero. Mis miedos iniciales, pero también mis primeros orgullos, surgieron con los primeros “a ver, ven a leerle a tu tía”. Ciertamente me asustaba mucho equivocarme, pero más pavor me daba decepcionar a quien me había pedido leer, y a las personas que fungían como público que, aunque mirones, eran también benévolos testigos de mi precoz proeza.


Ahora. No creas que soy obediente de a gratis. Me lo fueron tatuando en el alma a fuerza de ejemplos e insinuaciones. Mi propio papá me dijo que él siempre había sido un niño muy obediente, y que a todo decía que sí, sobre todo a su papá.  Sus razones eran diferentes a las mías, y las consecuencias también, pues si él llegaba a negarse a seguir una oren de su papá, éste se encargaba de mostrar su irritación en forma de golpes con un cinturón de cuero. Mi mamá, por su lado, me contó que sintió que debía tratar de aliviar la pena de su maltratada madre asistiendo a todo lo que ella le pedía. Con el papá que tenía, tan cáustico y agresivo, sabía que no podía darle más penas a mi pobre abuelita con sus negativas malcriadas. Por lo tanto, “sí” era la respuesta elegida.


Y así como “sí” era la respuesta que mis abuelos y abuelas esperaban de mi papá, mi mamá, sus otros hijos e hijas, y otros niños de su generación, así mis propios progenitores esperaban la misma respuesta de la mía.


A partir de ahí, todo se volvió muy serio. Los “sí” se volvieron tan constantes y tan parte de la vida diaria, se tejieron tanto en el corazón y en el carácter, se enseñaron casi tanto como se exigieron, que la única respuesta para muchas peticiones, incluso las que me podían meter en problemas serios, era sí. Sí a todo.


Mi deseo de ser aceptada por la gente, mi miedo al conflicto, el menosprecio a mis propias habilidades, la presión social, mi falta de confianza, mis deseos de pertenencia, y hasta la costumbre, todos ellos desaciertos de mi infancia y mi juventud me habían alcanzado en mi vida laboral al fin. O tal vez nunca se me habían despegado.


No quiero presumir de ser única ni de tener la primicia en esto de asentir a todo y aceptar todo. Yo soy solamente una víctima de las circunstancias sociales. Pude haberle puesto un alto, pero fue más cómodo dejarme llevar. Si de mi familia aprendí la aceptación excesiva, y ellos a su vez de sus propios antecesores y antecesoras, estoy segura de que esta mala costumbre se sigue gestando en muchas otras familias, con base en comportamientos heredados. Así mismo intenté hacerlo con mi propia prole.


En sociedades tan cerradas y muéganos como la nuestra, más cuando está una sometida a su tribu, se hace más difícil todavía lanzar una negativa sin que no haya de por medio una incomodidad, o hasta un corazón roto. Primero, porque no sabemos cómo negarnos. No lo aprendimos. Nadie nos lo enseñó. Segundo, porque nos hiere recibir un “no” como respuesta a una petición, que se siente tan válida para el pedinche como tan inconveniente para el obligado. Y tercera, porque con tal de llevar la fiesta en paz, uno llega a acceder a hacer cosas que lo sacan a uno de su zona de comodidad, a la mala y sin ganancia. Ni siquiera una ganancia emocional.


Pero no había que mostrar desagrado. No había que dejar ver que nos estaban sacando de nuestro lugar seguro. Al contrario. Había que hacer las cosas “bien y de buenas”. No sea que el que estuviera haciendo la pregunta, o pidiendo el favor, se ofendiera.


¿Quieres tomar algo? ¿Quieres café? ¿Quieres te? ¿Te estás divirtiendo? ¿Te gustó el postre que hice? ¿Me puedes ayudar a hacer esto? ¿Quieres desayunar chilaquiles? Está padre el clima ¿no? ¿Me veo bien? ¿Estás ocupada? ¿Quieres ser mi novia? ¿Me puedes llevar a mi casa? ¿Puedes organizar el siguiente evento? Sí te gusta organizar eventos ¿verdad? ¿Puedes venir a la junta? ¿Tienes cinco minutitos, por favor? ¿Estás contenta en tu trabajo? Miss ¿sí te caemos bien? ¿Todos? ¿Te gusta la música que puse? ¿Estás cómoda? ¿Puedes guardar un secreto? ¿Vemos esta película? ¿Tienes quinientos que me prestes? ¿Sí sabes? ¿Te quieres casar conmigo? ¿Quieres pan?


Aunque me hubiera gustado decir "no" a muchas de estas preguntas, dije que sí. Sí a todo. A unas por convicción. A algunas otras por conveniencia. A otras tantas por comodidad. A otras más porque quise. A muchas otras porque no me atreví a decir que no.


Hasta el día que, efectivamente, dije “no”.


Cuarenta años habían pasado desde mi primer “sí”, hasta que dije mi primera negativa sincera y sentida. Ese día casi hubo un escandalillo, pues a esa primera negativa siguieron otras tantas. No continuas, pero sí firmes. Mi papá, la directora, amigos y amigas varios, casi me desconocieron. A algunos rebeldes les agradó mi decisión. Pero otros tantos, tan dóciles y obedientes como yo, se sintieron fastidiados. Nunca hubieran imaginado que una persona que siempre decía que sí, y con la que contaban para todo, se atreviera a decir que no, y que, con toda la amabilidad de la que siempre se ha valido, dijera que no porque, honestamente, no quería. No porque, mentirosamente, no podía.


En particular, las personas de mi clan se sintieron desacreditadas, sintieron en mi falta de apoyo incondicional una amenaza, y vieron mermado su derecho sobre mí, y sobre mi eterno “sí”. Supusieron mi liberación de ese viejo lastre como una nueva carga para ellos y ellas. Sus opciones para seguir recibiendo eterno apoyo incondicional, se limitaron, y recibí algunos reclamos porque yo ya no era la misma. Porque había cambiado. Que ojalá Dios me perdonara.


No te imagines que mi cambio fue drástico e irreflexivo. Como ya antes lo había contado, hicieron falta muchas horas de introspección emocional para darme cuenta, de a poco, de que, en ocasiones decir “no” no significa romper lazos, sino afianzarlos con base en la honestidad que representa una negativa honesta. Tampoco creas que hoy en día soy capaz de negar cuanta cosa me pregunten, o cuanto favor me pidan. Sólo que me he vuelto un poco (sólo un poco) más selectiva en mis elecciones. Sigo diciendo que sí. Pero no a todo.


He practicado decir "no" en situaciones de baja presión para ir ganando confianza poco a poco, pero no he echado los brazos al viento del todo. Tampoco lanzo negativas a diestra y siniestra, con el objetivo de negar mi apoyo a quienes me lo pidan. Sin embargo, he comenzado a tener mis prioridades claras, he empezado a entender lo que realmente me importa, y he tratado de reconocer cuando una petición, o incluso alguna exigencia, no se ajusta necesariamente a mis tiempos, no coincide enteramente con mis deseos, o no cumple cabalmente con mis objetivos.


Todavía me resulta incómodo decir que no, especialmente después de muchos, muchos años de estar acostumbrada a condescender con los demás, o después de tanto tiempo de evitar entrar en algún conflicto. Afortunadamente, dicha incomodidad es de corta duración, pues sé que establecer límites es fundamental para obtener mi tranquilidad a largo plazo.


Debo tener en mente que proteger mis tiempos, mis deseos y mis objetivos no es egoísta, sino un acto vital de respeto propio.

 

Sí. Pero no siempre.

Miss V.

 
 
 

Comments


© 2023 by The Book Lover. Proudly created with Wix.com

Join my mailing list

bottom of page