SOY LIBRE DE DECIR LO QUE QUIERO
- yesmissv
- May 18, 2020
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Desde mi planeado crecimiento en la consciencia y en la madurez, me he dado a la tarea de abogar por la libertad en todos sus sentidos: la de pensar, la de creer, la de amar, la de vivir. La de expresar. No ha sido sencillo, sin embargo, dejarme ir con los ojos cerrados y los brazos abiertos a la incuestionable aprobación de todo lo que me inmovilizó alguna vez, por tantos años. Ya sea por lo aprendido en mi tribu, o por mi estado generacional. No necesito explicártelo, pero créeme que lo estoy haciendo vida.
Ciertamente defiendo la libertad (o las muchas libertades a las que tenemos derecho), pero creo que la libertad “termina” en donde comienza la libertad del otro. El respeto a la libertad dará siempre lugar a la concordia y a la tolerancia, ya sea con las personas con las que compartes la casa, la calle, la labor, o la vida. Hoy por hoy, estamos inmersos en una necesidad casi aplastante de concordia y de tolerancia…
No obstante, de todas estas libertades, es la inalienabilidad de la libertad de expresión la que me causa, a veces, cierto escozor.
Pues, si mi libertad de expresar lo que me venga en gana, como me venga en gana, traspasa la libertad que tienes tú de sentir seguridad, tranquilidad y respeto, entonces estoy fallando en la libre expresión de mi palabra, o en la franca cordura de mis acciones.
Por ejemplo, si yo intentara vulnerar tu tranquilidad con mis palabras o con mis obras, por mi derecho a la libertad, entonces ¿se me debe censurar? ¿o se me debe permitir seguir diciendo lo que yo quiero bajo la ajada premisa de ejercer el derecho a la libertad de expresión? Entonces, ¿el problema es tuyo, por interpretar, desde tu domesticación, lo que yo expresé haciendo uso de mi libertad? Efectivamente voy a defender, a capa y espada, la libertad que tengo de expresarme libremente.
Por el contrario, en dado caso, si alguien intentara atentar contra mi tranquilidad con sus palabras, o con sus obras así como yo lo hice, ¿debo censurarlo? ¿debo permitírselo aunque me sienta violentada por que ellos también están ejerciendo su libre derecho a opinar? Entonces, ¿el problema es mío por interpretar, desde mi domesticación, lo que alguien me dijo haciendo uso de su libertad? Ciertamente, tú también defenderás, con uñas y dientes, la libertad que tienes de expresarte libremente.
Pero, libertad es libertad. De aquí para allá y de allá para acá. Y debo hacerme a la idea de que, si voy a sacudir, atacar, o condenar libremente, cobijada bajo el decrépito manto de la autonomía de mis declaraciones personales, entonces debo bajar la guardia y esperar a que, alguien (quien ejerce a su vez el derecho a la libre comunicación) también me sacuda, me ataque, o me condene libremente.
Sin embargo, cuando alguien que se encuentra en el ojo público se aferra a su inalienable derecho de expresar lo que quiere o siente, como lo quiera o como lo sienta, y al hacerlo, lastima la frágil condición y la vulnerabilidad de otras personas (estas personas siendo, en este particular caso, mujeres que también están en el ojo público – o no), se transgrede no de igual manera, sino de un modo aún más perverso, por hacer uso de las plataformas públicas a donde, quién sea, podemos acceder. Y opinar.
Nadie les está exigiendo que sean ejemplo para la sociedad. Pero cuando a una persona no le importa lastimar a nadie con sus obras, y en este caso, con sus palabras, entonces están expuestos (los más vulnerables, y no ellos) a ser presa de cualquier tipo de exterminio de los principios, que use la palabra como el arma de elección.
No es de sorprender, aunque debiera sorprendernos (o por lo menos movernos un poco), que haya quien defienda al atacante bajo la trillada premisa de “está ejerciendo su libertad de expresión”, al añadir que él no tiene la culpa de lo que dice, sino que es culpa de la gente que, o interpreta lo que quiere, o que lo ha hecho famoso. Y éstos últimos, aún sin haber dicho ni una sola palabra propia, pero al haber repetido las palabras de él, o al haberlas compartido, o al haberlas aplaudido, o al haberlas cantado, son tan cómplices del agresor, y tan culpables en la falta de escrúpulos y de la verdadera libertad, como él.
Ciertamente, somos responsables de interpretar el mensaje que recibimos, de lo que hacemos con él, y del efecto que queremos que cause en nosotros. Pero es imposible responder, y mucho menos asimilar ningún ataque, cuando la mentada libertad personal se ejerce sin enredar, pero sí con muchas ganas de lastimar, sobre grupos vulnerables que, ya sea por ser minoría, por vivir en desamparo, o por carecer de educación emocional, son incapaces de alzar la voz. El agresor o la agresora se echarán siempre contra quien saben que no puede defenderse.
O sea: el diablo sabe a quién se le aparece.
Pero, a estas alturas, deberíamos habernos dado cuenta de que, no solamente somos responsables de eso que interpretamos, sino también de lo que decimos. Honestamente, y con el corazón en la mano, esto lo fui aprendiendo, con creces, en la búsqueda del propio crecimiento. Yo también fui culpable (y tal vez aún lo sea) de decir lo que pienso, más que pensar lo que digo. Y bajo la excusa de “así soy, y a quien no le guste, ni modo”, hemos sido (he sido) con pleno conocimiento de causa, feroces victimarios. Pero también víctimas. Lo primero, cuando sacudimos, atacamos o condenamos libremente, cobijados bajo el engañoso manto de la autonomía y el derecho de hacer escuchar las declaraciones personales. Y lo segundo, cuando nos sentimos atacados por las palabras que nos ofenden, a veces a elección, aún sabiendo que jugamos siempre el doble papel de verdugo y mártir. Y este último, casi por naturaleza humana, se nos da muy bien.
Insisto. No solamente somos responsables de eso que interpretamos, sino también de lo que decimos. Y ésto último conlleva una responsabilidad de humanidad, de conciencia, y de espiritualidad que representa una carga tan pesada, que casi nunca queremos llevarla, y preferimos aducir al principio personal de “soy libre de decir lo que quiero”, para aligerar el peso de los escrúpulos y del discernimiento; y al “no tienes derecho a decir lo que se te antoje”, para imputar a los demás la responsabilidad que yo debería reconocer en mí, pero que no puedo (o no quiero) reconocer, cuando digo lo que quiero, y no lo que debo.
O sea: yo sí puedo hacerlo. Pero tú, no.
Un día, la mujer con nombre de diosa romana atacó a mi arrogancia y a mi sentimiento de privilegio, cuando me dijo que la palabra hablada debe tener tres atributos fundamentales, para que sea positivamente trascendental: debe ser amorosa, oportuna y verdadera. Somos responsables de lo que decimos, de cómo lo decimos, de cuándo lo decimos, y de para qué lo decimos.
Y somos conscientes de ello. Aunque lo neguemos.
“Es que, se me salió…”, no es una excusa valida, ni trae alivio a la herida que desgarré con mis palabras. Al contrario, trae más dolor todavía, porque las palabras que salen de la boca (y otras veces, de la pluma) “sin pensar” para humillar , ya llevaban un tiempo gestándose en el corazón, y estaban esperando a que yo encontrara el momento propicio para salir a cortar. Ésto pasa aquí. En corto, si quieren. Pero aun en corto, no es lo ideal. No es amoroso. No es oportuno. No es verdadero..
Sin embargo, cuando una persona utiliza su estatus público como plataforma para elaborar discursos, hacer música, producir arte, o presentar públicamente cualquier forma considerada artística, que en vez de tocar los sentidos personales, sobaje las vulnerabilidades humanas; cuando exponemos con crueldad nuestro lado más turbio, sin disimulos amables, ni remordimientos honestos; cuando amenazamos la integridad de los otros y las otras al decir que haríamos cosas grotescas o aberrantes contra ellos o ellas, dicha persona está difundiendo un mensaje tal de odio y hostilidad que, por su posición de celebridad, dicho mensaje llega casi sin filtros a los oídos, a las mentes, a los corazones, y a los derechos de opinar, de muchos. Y esos muchos, que no todos, van a replicar el mensaje así como lo recibieron: sin sensatez, sin juicio, sin compasión...
Sólo podemos atinar a conjeturar, que dicha persona adolece, no de falta de instrucción académica, formación familiar, o de experiencias de vida; sino de amor propio. Y eso es todavía más perverso y retorcido todavía, porque significa que sus conciencias y sus espíritus están sufriendo en agonía la enfermedad de la falta, no sólo de respeto al sentir ajeno, sino de respeto personal. Y esa es una enfermedad tan altamente contagiable sobre todo entre quienes no están (o estamos) ni mental, ni espiritualmente sanos, que pronto llegaremos a odiar tanto, que no sólo no nos reconoceremos en otros, sino que nos despreciaremos en los demás.
Lo mejor que podría pasarnos a estas alturas sería recibir una sacudida, un ataque o una condena por parte de la vida, misma que no tiene ningún problema en hacernos tocar fondo (si es que todavía tenemos la oportunidad) con la singular alegría que le caracteriza, y sin remordimiento alguno, como es su costumbre. Sólo así, pero sólo tal vez, despertaríamos del aletargamiento causado por nuestra propia soberbia, y por estar cómodamente apostados en una situación de altura y auto-importancia, y de esa sensación de mareo que se da al estar por encima de otros, y que podría tener poca duración.
O mucha, en el peor de los casos. ¿Quién lo sabe realmente?
Desde mi planeado crecimiento en la consciencia y en la madurez, tengo una tarea personal, y esa es la de abogar por la libertad en todos sus sentidos: la de pensar, la de creer, la de amar, la de vivir. La de expresar. No será sencillo, sin embargo, dejarme ir con los ojos cerrados y los brazos abiertos a la incuestionable aprobación de todo lo que me inmovilizó alguna vez, por tantos años. Ya sea por lo aprendido en mi tribu, o por mi estado generacional. No necesito prometértelo, pero créeme que estoy dispuesta a hacerlo vida.
Con esperanza,
Miss V.
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