NI VIEJA, NI JOVEN, SINO TODO LO CONTRARIO
- yesmissv

- Nov 23
- 8 min read

Tal vez, si navegas a diario por las redes sociales, como yo, te habrás encontrado con un video en el que una reportera entrevista, por allá en los gloriosos ochenta, a un número de personas, una a la vez, y a quienes, supongo que después de un par de cuestionamientos, les pregunta también su edad.
Tal vez, al escuchar la edad de cada persona te hayas quedado de a seis, como yo, porque ni de chiste se ven de la edad que dicen tener, sino que lucen MUCHO más viejas.
Y tal vez en ese momento te dijiste a ti mismo, como yo, que, a pesar de los pesares, “¡ni de chiste me veo así de traqueteada! Cuando yo tenía veinte, ¡efectivamente parecía de veinte!”
Confieso que, inmediatamente terminado el video, fui a verme al espejo. Hice un recorrido físico, de tipo fiscalizador-escaneador, a toda mi cara. De la frente a la barbilla, y más abajo, todavía. Ciertamente descubrí unas molestísimas líneas de expresión; los cachetes que no disminuyen, ni en mis mejores momentos; las ojeras, tan tristes, oscuras e intensas como siempre; y la terca, profunda y eterna arruga del entrecejo. Más una papada tremenda que había llegado para quedarse. Pero, aun con todas las extravagancias recién mencionadas, me alegra informarte que no hay deslucimiento de más, aunque tampoco de menos.
Y, aunque naturalmente no parezco una persona de cuarenta, porque hace mucho que los dejé atrás, sí me veo de la edad que tengo. Sin embargo, los entrevistados de ese video sí se veían como si tuvieran cuarenta, aunque clamaran tener menos de treinta...
Pero ese no es un único ejemplo. Estoy segura de que entre tus fotos de papel, seguramente, habrá alguna en la que veas a tus abuelos, tíos u otros cuando eran unos “jóvenes” de cuarenta, pero cuyos semblantes, peinados y atuendos gritaban “sesenta”.
Ahora bien, permíteme puntualizar algo: tener cuarenta no es, ni por asomo, estar viejo. Si bien son, según el diccionario más socorrido de la red, el comienzo de la mediana edad, los cuarenta se consideran una época de mejora continua y armonía, en la que muchas personas que ya los experimentamos nos sentíamos todavía en la flor de la edad y nos centrábamos en nuestra carrera profesional, nuestra familia, y en los muchos planes que todavía estaban por ocurrir.
Pero tener cincuenta tampoco significa senectud. O eso creo (y siento) yo, que estoy empezando a vivir la quinta década de mi vida. Según el mismo diccionario que mencioné arriba, el rango de edad para la mediana edad abarca de los cuarenta a los cincuenta y nueve, lo que nos sitúa a los cincuentones principiantes justo a la mitad de este período. Y a pesar de que cincuenta no es ni por asomo lo mismo que cuarenta, hay personas que seguimos soñando, seguimos creyendo en la armonía familiar. Seguimos teniendo planes, no como si tuviéramos cuarenta, sino como si tuviéramos veinte.
Cierto. Hoy más que nunca se dice que la edad, cronológicamente hablando, es “sólo” un número. Los que nos acercamos peligrosamente a los sesenta decidimos, con mucha conveniencia, elegirlo así y casi volverlo nuestra bandera. No porque nos sintamos viejos, sino porque la noción de vejez es enteramente subjetiva y varía según las perspectivas de las diferentes generaciones con las que convivimos en el día a día. Como aquel buen señor, en avanzado estado de ancianidad que, caballerosamente, me dijo un día: “Pásele, niña”, porque, seguramente a sus ojos, y comparado con él, yo me veía como una juvenil criatura.
Por otro lado, también recuerdo haberme sorprendido mucho al escuchar que mis primas mayores decían que tenían veintidós o veintitrés años cuando yo tenía apenas siete. “¡Qué vieja!”, les dije un día sin empacho. No les he de haber caído muy bien… Arrepentida me di después, cuando yo misma cumplí veintidós. Pero la vida da tantas vueltas, que hoy día me escucho, con la misma sorpresa de mis años mozos, decirles a algunos de mis alumnos cuando me revelan su edad: “¿Treinta? ¡Pero si eres una chiquilla!”
Ahora bien. Creo que, que sentirse vieja o no, no depende tanto de lo numérico como del estado mental, lo espiritual, o cualquier otro punto que quieras añadir. Además, siempre habrá algunos que, pretendiendo sensatez, inmediatamente recurran al acta de nacimiento como el documento por excelencia para saber cuán viejos estamos; aunque ese papel, claro está, nada dice de qué tan viejos nos sentimos en realidad…
Y aun así, creo que la satisfacción personal y el dinamismo físico o cognitivo de una persona son indicadores de edad más eficaces que un simple número. Estoy segura de que todos hemos conocido personas que, con base en un estilo de vida saludable (o su genética) no sólo se sienten frescas como en sus mejores días, sino que, aun al ir envejeciendo, nosotros las seguimos viendo casi tan lozanas como allende en sus juventudes. Yo misma tengo una tía, hermana de mi mamá, que clama tener ochenta y siete, pero la firmeza de la piel de su cara, sus manos amables, su sonrisa perenne y su trato amoroso, no la sitúan ni un año mayor a los setenta.
O tal vez sea la parcialidad del cariño que siento por ella la que me ciega…
En cambio, una amiga muy querida a quien llamaré Maly, quien ya llegó a los sesenta, pero que sigue luciendo espectacular, ya se está preparando para su retiro. “Aunque no quiera”, me dijo ella un día, palabras más, palabras menos, “ya estoy viendo lo de mi jubilación. ¡Ya hasta fui por mi credencial del INAPAM!”. Pero después de platicar mucho rato, de muchas confesiones, de sueños, de pensiones y de modalidades, agregó: “Aunque sesenta ya suenan feo, todavía tengo mucho qué dar”.
Le creo. Siento lo mismo a los cincuenta y tantos. Pero no todos lo ven de la misma manera que nosotras. Antes de entrar a la Academia donde ambas damos clase desde hace tres años, Maly no encontró trabajo en ningún lugar, porque en ninguno quisieron dárselo. De hecho, la excusa primordial era que estaba “sobrecalificada”. Puede que haya sido cierto, pues Maly tiene un currículum impresionante. Pero ella sabía muy bien (como tantos otros sabemos) que era por su edad que ya no les convenía a ciertas empresas contratarla, especialmente aquellas que tuvieran que verse en la obligación de asegurarla o brindarle prestaciones, aun cuando mi amiga tuviera las mejores credenciales profesionales, y "mucho qué dar". Pues estar viejo es, para casi cualquier compañía, todavía más inconveniente que estar sobrecalificada.
¿Tiene la sociedad moderna la culpa de esto? ¿Nos hemos aferrado tanto a querer lucir, si no más jóvenes, menos viejos, y ahora estamos pagando las consecuencias? ¿Está mi generación sufriendo los embates de una mediana edad prolongada, en la que ni de chiste nos sentimos medianamente cerca de la tercera edad, pero en la que el número nos juega en contra?
Así como la adolescencia se está extendiendo a límites increíbles, y los jóvenes se niegan a entrar de lleno en la adultez, viviendo un tipo de semidependencia de sus cuidadores, en las que ya no son niños, pero tampoco adultos completamente dependientes, así también las personas de mi generación, tal vez resultado del papel que juegan las redes sociales en nuestras vidas, nos hemos orillado a querer “estirar” nuestra frágil frescura tanto como nos sea posible, aunque sea sólo físicamente.
Nos resistimos a aceptar el paso del tiempo, pues bien sabemos que el deterioro físico trae consigo ciertos efectos secundarios, tan nefastos, que se vuelven un estigma personal, y una carga para la sociedad. Todavía ni siquiera llegamos a los sesenta y cinco, nuestra edad de retiro legal, cuando nuestro cerebro empieza a jugarnos chueco, y a convencernos de que estamos, de a poco, perdiendo relevancia y valor; de que el futuro no está hecho para los viejos, y de que pasaremos a la historia, sin pena ni gloria, o sin haber realizado nuestros sueños.
Y no sería de extrañarse que quisiéramos alargar, tanto como nos sea posible, la etapa en la que más brillábamos y mejor nos sentíamos, pues, en nuestra línea de tiempo, pasamos más años como adultos y viejos que como jóvenes. Distintas entidades e instrumentos regionales de la ONU, por ejemplo, definen la juventud de forma ligeramente distinta, pero todas ellas hacen mención de que la juventud tiene una duración tan corta como la vivida entre los quince y los treinta años. Y de ahí pa’l real.
Pero a pesar de lo mucho que se diga y de lo tanto que se publique hoy en día, te digo, como en algún momento lo escribí, que haber entrado a la quinta década de mi vida, me trae una energía renovada que, a ciencia cierta, no sabría explicar tan simplemente como quisiera. ¿Será un tipo de súbita energía transitoria que antecede a la calma? ¿Será que me estoy dando cuenta de que, efectivamente, el número de mi edad no tiene la magnitud geriátrica que creo que tiene?
Ciertamente no me cuezo ya al primer hervor, pero todavía tengo la fuerza como para cargar un piano. O dos, dependiendo de las circunstancias. Las canas ya hicieron una no autorizada aparición, las rodillas ya rechinan un poco, y la “peri” me acaba de avisar que se queda un buen rato. Sin embargo, tampoco me reconozco en la imagen de “mujer mayor”, como antaño lucían en las fotografías aquellos que apenas rebasaban los cincuenta.
No me he sometido a ningún procedimiento cosmético y me atrevo a presumir mi edad sin miedo. Aunque siempre juegue con la idea de seguir teniendo treinta y dos. Las arrugas ya no se dejan ver tan de a poco, la raquia sigue calando, y una nueva graduación en mis lentes me confirma que no hay vuelta atrás. Sin embargo, tampoco me siento como una mujer estancada en la edad que, burlonamente, marca mi acta de nacimiento.
Pero, sobre todo, lo que sí tengo, y tan abundantemente como siempre, son ganas: ganas de seguir caminando, de seguir creando, de seguir soñando. De seguir siendo yo, agradeciendo todo lo que la vida me ha dado y agradeciendo todavía más todo lo que aún está por venir.
En este limbo de lo que pareciera un “envejecimiento sin tiempo”, siento que puedo caminar y transformarme sin que las ideas tradicionales de la vejez me restrinjan o me reduzcan. Ciertamente llegará el día en el que, por más que me resista, la piel, el cuerpo y la mente se atrofiarán sin empacho. Y, aun así, espero recorrer este sendero con dignidad, vitalidad y una sensación de obstinada persistencia, en el que mi espíritu y mi corazón sigan siempre vivos, en constante evolución, valorando cada etapa de mi vida por las lecciones y los momentos únicos que ésta me ofrece, independientemente de mi edad cronológica.
Damas y caballeros, ¡estoy saboreando mi edad, mi libertad y mi felicidad!
A pesar de las circunstancias a las que la vida me orilló sin habérselo pedido, estoy disfrutando de mi espacio, en una especie de rebeldía que no es común entre las mujeres que “deberíamos” estar casadas y/o ser abuelas. Hoy distingo perfectamente lo que mi corazón desea y lo que no. Y quiero que mi hija y mi hijo tengan, cuando lleguen a mi edad, la misma independencia y las mismas ganas de vivir que siento yo.
No necesito etiquetas ni expectativas ajenas para saber quién soy, qué pienso o cómo me siento. Lo que otros llamarían madurez, yo lo llamo plenitud. Aunque la naturaleza siga su marcha, no me siento vieja porque sigo creando, avanzando y soñando. Sigo en movimiento, y mientras haya movimiento, no hay vejez emocional que me alcance.
Tan joven como siempre,
Miss V.



Comments