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LA PRISIÓN DEL SILENCIO

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Nov 17
  • 7 min read
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Todas las personas tenemos una opinión acerca de todo. Pero hay quienes la externamos libremente, porque siempre tenemos algo, o mucho, qué decir. Aunque lo que digamos no obedezca ninguna regla, o aporte ningún bien.

 

Cuando era niña, con una sola mirada mi mamá podía hacernos guardar silencio. Sin embargo, a través de los años y a través del crecimiento personal, o a causa del discurso social, ampliamente se nos ha recomendado lo contrario: que no debemos quedarnos callados, y que expresemos nuestro sentir, so pena de somatizar nuestros silencios. Pero hay quienes exageramos, honestamente.

 

Aquellas personas que nos autodenominamos parlanchinas somos así por varias razones, todas ellas completamente válidas y de suma importancia: porque tendemos a ser extrovertidos, porque queremos participar de la conversación, o porque nos creemos unos sabelotodos. O puede ser que la razón sea que carezcamos de la autoconciencia de nuestros propios hábitos de conversación y hablemos en exceso porque nos encanta el tono de nuestra dulce voz…

 

Ahora bien, la gente tiende a creer que, porque nos gusta comunicar, los hablantines somos incapaces de guardar un secreto o de guardarlo por mucho tiempo. Pero eso es generalizar, sobre todo porque, por el contrario, a las personas que consideramos tranquilas o silenciosas, las tendemos a estereotipar como misteriosas, o a creerlas mejores guardando secretos. Y no siempre es el caso.

 

Pero, aunque a veces el chisme es vida, también me enorgullezco de mi férrea capacidad de guardar los secretos que se me confían como si fuera, casi, una tumba. Pues es tal mi lealtad hacia la persona y el secreto que se me confía que, a veces, dichas confidencias se vuelven una carga para mí, aunque ni siquiera me afecten personalmente.

 

Por eso, permíteme salir a la defensa de los lengüilargos: a pesar de nuestras tendencias comunicativas, las personas locuaces podemos llegar a ser reservadas y poseer métodos para proteger información secreta. Es decir, que nadie nos pueda callar, no significa que no seamos capaces de guardar silencio cuando la situación así lo amerita. En cualquier entorno. A cualquier edad.

 

Tenía tu servidora alrededor de ocho años la primera vez que me pidieron que guardara un secreto con tanta trascendencia como el que me pidieron guardar. Está de más que te diga que fallé descomunalmente. No pude guardar ningún secreto, no porque no fuera capaz de hacerlo, sino porque, cuando alguien de tu familia te pide que guardes información a espaldas de otro familiar al que también quieres mucho, te ponen en el dilema de serle fiel a uno o a otro. No importa si la información ni siquiera tiene trascendencia para ellos. Pero a mí me costó mucho sanarlo pues, por mucho tiempo, me sentí como una traidora.

 

A mi papá y a mi mamá se les olvidaba que, a pesar de que los niños sí son capaces de actuar con disimulo, y que muchos han guardado secretos que los lastiman toda la vida, yo, en aquellos entonces, no podía tomar partido por ninguno de los dos, pues a ambos debía obedecer tan ciegamente como me habían enseñado ellos mismos.

 

Después de más de cuarenta años, y viéndolo desde la posición en la que estoy hoy, es decir, el de una mujer madura que tiene más cosas qué ocultar que revelar, y que no ha dejado de ser leal, me jacto de ser, como seguramente lo serán muchas otras personas de este planeta, una dualidad entre chismosa y confiable, según la necesidad.

 

Ahora bien. No todos los secretos son de trascendencia social. Hay cosas que solo mi corazón y EL Que Es La Vida conocen, como el partido por el que NO voté, mi sempiterno amor platónico, o la religión que profeso. Pero eso no significa que sean una carga. Por otro lado, hay otros secretos que tienden a ser más bien inofensivos, como guardar un regalo, jugar a las escondidas, o guardar para nosotros mismos el final de una película.

 

También los hay que pueden llegar a sentirse como una prisión debido a la imponente carga moral o social que llevan, y que castigan a nuestra psique, a veces tan debilitada por otros secretos de antaño; o por secretos ajenos que nos fueron impuestos; o por secretos personales, que son completamente indecibles.

 

Pero son los últimos, los personales, de los que te quiero platicar. O más bien, de los que NO te quiero platicar. Y no sólo de los míos, sino de los secretos de otros tantos.

 

De los que se guardan por vergüenza, aunque no haya sido nuestra culpa. De los que ocultamos para no ser estigmatizados, aunque la vida nos haya obligado a guardarlos. De los que destruirían nuestras vidas si se supiera la verdad, aunque muy probablemente también remendarían nuestras almas.  

 

¡Qué obscuro aislamiento provoca el no poder ser honestos y abiertos con quienes amamos! ¡Qué angustioso es sentir la falta de conexión que trae esconder algo de quienes nos aman! ¡Qué triste es no ser capaces de compartir nuestras experiencias, sumiéndonos así en nuestra propia soledad!

 

Una vieja mujer a la que amo con mucho de mi corazón, y que tuvo una niñez muy atribulada, me confesó un día, en un arranque de honestidad, sus sombrías penas de infancia. Tal vez porque el dolor, la vergüenza y el agotamiento mental y emocional estaban terminando con su corazón y su razón, pues alguien le había dicho que era normal que lo que le pasó a ella les pasara a tantas otras niñas. 

 

Esta confesión tan inesperada, pero tan adecuada al momento vivido, fue muy sorpresiva para mí. Primero, porque es casi imposible que ella le abra su corazón a cualquiera, aunque ese “cualquiera” sea su propia sangre. Luego, porque las cosas que ella vivió son cosas que le pasan a las demás, no a una. Y, por último, y tal vez lo más importante, porque ella había estado arrastrando el lastre de ese dolor desde la novel edad de cinco años y ya estaba cansada de serle fiel.

 

Mis sentimientos se revolvieron con mis pensamientos, y no supe qué decirle ni qué hacer. Y aunque su dolor me dolió a mí también, por lo menos momentáneamente, decidí no hacerlo mío.  Por un largo rato, sólo lloramos juntas y nos tomamos de las manos, sin atrevernos a mirarnos a los ojos. Comencé a admirarla más de lo que ya la admiraba por el valor de convertir su dolor en palabras, así, de manera tan súbita e inesperada; pues estoy casi segura de que fueron muchos años de rumiación abrumadora, acosadora y aterradora, los que la engrilletaban a su secreto.  

 

Engrandecieron su miedo y su desconfianza para que guardara silencio. Amordazaron su alma para que no sintiera nada. Coartaron su voz para que siguiera dispuesta. Pero cuando aun siendo una niña quiso rebelarse contra esa exigencia, nadie, de los pocos a quienes se los contó, le creyó, pues, para muchos adultos, los niños son ocurrentes, díscolos y mentirosos.  Entonces, todas sus partes, su cuerpo, su mente y su alma, crecieron un caparazón que nunca intentó, ni siquiera, mover. Perdió la confianza, no se entregó al apoyo de nadie; su cuerpo nunca sintió lo que sienten los otros cuerpos.  

 

Hasta que un día, el día correcto; a una hora, la hora correcta; con una persona, la persona correcta, la mujer que amo con mucho de mi corazón dejó ir lo que la hacía temer, lo que la amordazaba, lo que la engrilletaba. Después de tantos años de autoesclavitud, de memorias de humillación, de antigua vergüenza, llegó la liberación en el momento en el que tenía que llegar. Ni antes ni después.

 

Sin embargo, a pesar de haber soltado este lastre, ella cree que eso es suficiente. Con la creencia de sus años, piensa que la ayuda ya no es necesaria. Que ya para qué. Porque a pesar de haberse liberado del monstruo de su pasado, a pesar de que ese monstruo no fue culpa de ella, su silencio sigue siendo su prisión.

 

Pero la entiendo. Por experiencia personal, te digo que, a pesar de su sigilo, el silencio sigue gritando. Gritos ensordecedores que sólo puede escuchar quien los padece, pero que nos aíslan y nos impiden escuchar otras cosas. A pesar de su reserva, el silencio tiene ganas de salir. Liberarse de la prisión autoimpuesta que aprisiona también al alma. Por necesidad o por vergüenza. Y el alma no puede ocultar para siempre los secretos que la sofocan. La prisión del silencio oscurece mi cara, nubla mis ojos, empaña mis pensamientos

 

Eso no significa que tenga que ponerme un letrero en el pecho o una leyenda en la frente confesándole al mundo mis secretos, pues hay cosas que sólo me pertenecen a mí. Por culpa. Por estigma. Por indignidad. Por lealtad instintiva. Por herencia.

 

Y en lo profundo se deleita el silencio…

 

Pero de a poco he aprendido que no necesito ser perfecta para ser valorada. No necesito vaciar mi alma con los demás para ser digna de cariño. No necesito aferrarme a la vergüenza de mi silencio para dignificar mi presente al honrar mi pasado.

 

Al final, el silencio que cargo, y que cargamos casi todos, puede ser un lastre tan silencioso como ensordecedor; tan invisible como profundamente pesado; tan ineludible como voluntario. Y, aunque muchos de los secretos que guardé nunca me pertenecieron; aunque me fueron impuestos sin mi consentimiento, como si estuviera destinada a custodiar las historias de otros, tuve que guardar silencio, creyendo que el silencio era seguridad, y que tragarme la verdad era de algún modo noble o necesario, más que vergonzoso.

 

Pero el silencio no borra el pasado; como a la mujer que amo, mis secretos solo me ataron a él. Hablar, ya sea en un susurro, una confesión o una firme redención de mi historia, no es un acto de traición a ella, sino de valentía. Es abrir lentamente una puerta que creíamos que permanecería cerrada para siempre. Cuando finalmente ella pudo nombrar lo que estaba oculto, las sombras se desvanecieron y pudo verse de nuevo, no como guardiana de una carga tan propia como ajena, sino como una mujer merecedora de libertad, claridad y paz.

 

Salir de la prisión del silencio es como pude salir, de a poco, a la luz; es como elegí una vida que ya no está definida por secretos; es como empecé, por fin, a respirar a mi manera.

 

Todavía guardando secretos,

Miss V.

 
 
 

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