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A pesar de mis actuales habilidades en casi todo lo que respecta a lo social, y a pesar de mi longeva capacidad de adaptarme casi a cualquier entorno, hubo un número de episodios en mi vida, más específicamente en mis extraños años de adolescencia, en los que, efectivamente, adolecía de cierto mal que tenía que ver con la falta de acomodo con otras personas.
Hoy, si quiero, me puedo adaptar a casi cualquier grupo social. Pero en mis tiempos de secundaria, hubo momentos en los que no pertenecía a ningún subgrupillo, de esos que se hacen en los salones de clase, cuando las niñas encuentran otras niñas con las cuales entrelazar sus gustos, enganchar sus ideas, y hasta engarzar sus tragedias.
Entonces, seguro te imaginarás, y si no imaginas te lo platico, cómo se me partió el corazón cuando alguna de ellas, que pertenecía a un grupo en el que yo también quería caber, dijo que no quería que me juntara con ellas, porque tu servidora tenía el pelo corto y muchas espinillas en la cara. Bueno. Pues el corazón se me partió en muchos cachitos.
De estas dos cosas, sólo el pelo corto era mi culpa. Y, aparentemente, esa fue una decisión que tuve que pagar con la falta de aceptación.
También dijeron que yo era muy rara. Aunque me gustaban los grupos y la música del momento, para ellas era fatal que también escuchara música de viejitos. Aunque conocía a los actores de moda, para ellas era inadmisible que las películas que yo veía fueran antiquísimas. Y, para acabarla de amolar, como dibujar, cantar y hablar inglés se me daba bastante bien, entonces les caía gorda porque normalmente, según ellas, se sentían humilladas.
Se les olvidó mencionar que yo era absolutamente obtusa en matemáticas. Pero ni eso valió para que las anti-matemáticas me hicieran parte de su grupo.
Ni modo. A socializar con el grupo incómodo de las inadaptadas. Esas que no son amigas, pero que tienen que juntarse en el recreo, con tal de no estar solas.
Podría decir que eso es muy común entre los grupos de niños y niñas, muchos de los cuales son tan decididos y tan rudos, que casi todo lo que dicen raya en la absoluta crueldad. Después de haber superado este trago amargo con mis compañeras de secundaria, muchas veces, como maestra, me tocó defender a los niños y niñas más inadaptados, buscar otras personas parecidas a ellos y ellas, y seguir sus pasos de cerca, porque no quería que experimentaran lo mismo que yo, antaño.
Pero cuando eres una niña en un grupo de adultos, cala casi tanto como, o más todavía que, cuando personas de tu edad te mandan al cuerno.
Hoy, si quiero, me puedo adaptar a casi cualquier grupo laboral. En mis tiempos de maestra novicia, hubo momentos en los que no pertenecía a ningún subgrupo, de esos que se hacen en las escuelas, cuando las maestras encuentran otras maestras con las cuales entrelazar sus gustos, enganchar sus ideas, y hasta engarzar sus tragedias.
Entonces, seguro te imaginarás, y si no imaginas te lo platico, cómo se me partió el corazón cuando alguna de ellas, la más colmilluda de todas, que pertenecía a un grupo del que yo quería aprender, dijo que no quería que me juntara con ellas, porque tu servidora no era más que una mocosa venida a más y que ni siquiera merecía llamarme maestra. Bueno. Pues el corazón se me volvió a partir en muchos cachitos.
De estas dos cosas, ninguna era mi culpa. Pero, aparentemente, tuve que pagar con la falta de aceptación el atrevimiento de ser inexperta.
También dijeron que yo era una malcriada. Que nunca podría llegar a alcanzarlas, mucho menos a superarlas, en experiencia. Que por mucho que estuviera dando clase, a mi edad no me merecía el honor de ser llamada “maestra”. Y que, para acabarla de amolar, por ningún motivo iban a compartir conmigo sus técnicas y tips de enseñanza, porque que si a ellas les había costado tantos años de trabajo aprenderlo, yo también tenía que aprenderlo por mi cuenta. Y a la mala, si era necesario.
Se les olvidó mencionar que yo era la sobrina de la directora. Pero ni falta que hizo, porque bien que lo sabían, y tal vez esa fue mucha de la razón de su encono.
Ni modo. A socializar con el grupo incómodo de las maestras nuevas. Esas que no son amigas, pero que tienen que juntarse en el recreo, con tal de no estar solas.
En aquellos tiempos, la sororidad ni siquiera era un tema de discusión, porque esa palabra ni siquiera estaba en el diccionario de la lengua española, por ser un anglicismo, aun con sus raíces latinas. Aunque su ausencia doliera, las mujeres no atinábamos a visualizar la falta que nos hacía, y había quienes sentíamos que debería haber habido algo más, pues era casi obvio que la falta de solidaridad entre mujeres era demasiado común. Y demasiado cruel. Mujeres contra mujeres, en el estricto sentido bélico de la palabra, era el pan nuestro de cada día. No había día en el que una mujer no juzgara a otra, o que no ridiculizara a otra, con los aires de superioridad que trae sólo la falta de amor propio.
Incluso muchos hombres, invitados por otras mujeres, o metiéndose sin invitación, se unían al litigio, y eran sus palabras venenosas, sus prácticas viciosas y sus pensamientos violentos los que acababan por acabar con nosotras, quienes ya estábamos muy heridas. Por boca de otra mujer. Ni más ni menos.
En aquella época nadie nos salvábamos. Muchos hombres recurrían a los chistes machistas, fotografías comprometedoras, o frases como “ella se lo buscó”, o “¿te vas a dejar de una mujer?”, para acabar con la reputación de una. Y, aunque no necesariamente esa nefasta práctica ha terminado, lo feo era que también algunas mujeres llegamos a utilizarlas en contra de otras mujeres.
Pero ni las contiendas malintencionadas, ni las concordias mal habidas, ni las confabulaciones maliciosas, tienen lealtad eterna. No importa cuántas mujeres se unan en contra de otras tantas. O de una sola. En el pico máximo de nuestras vidas, cuando aparentemente la vida, la sociedad, y nuestro propio ego nos sonríen, y cuando nuestro delirio de superioridad sólo son cabezas llenas de aire, llegamos a ser las censuradoras. Unas censuradoras tan crueles e implacables, que ni de broma pensamos que nuestra superior posición vaya a tener un pronto final. Mucho menos un final que nos juegue en contra.
Ciertamente la vida da muchas vueltas y, a veces, con el tiempo, ella misma se encarga de ponernos en nuestro lugar.
Podríamos decir que este terrible desperfecto en la hermandad era bastante visible. La animadversión que se sentía por otras mujeres se llevaba a veces como una orgullosa insignia de superioridad. Y, cuando la vergüenza era poca, hasta se anunciaba en voz alta y sin tapujos.
Muchas veces me di cuenta de que la animosidad escala también con las acciones calladas. Las sigilosas. Las que criticamos en otras, pero que, tal vez, hemos llegado a hacer a escondidas. Hay ocasiones en que estas campañas de desprestigio entre mujeres están basadas en las ambigüedades del “yo ni la conozco” o del “no somos amigas”, pues suponemos que, mientras no tengamos nada que ver emocionalmente con la persona lastimada, el problema no nos afecta.
Sin embargo, hablar a las espaldas de alguien, desprestigiarla en ausencia o en su presencia, o aplicarle la ley del hielo, no son las únicas prácticas de falta de sororidad, pues ésta tiene muchas formas; algunas de ellas tan imperceptibles, que no pareciera que existiera algún daño moral o emocional en las otras. Disfrazados de “se lo merece”, los comentarios y las acciones en contra de otras mujeres, pueden pasar desapercibidos para casi todos alrededor; incluyendo, a veces, a la ofendida. Pero no pasan desapercibidos para la ofensora, aunque ésta finja demencia…
Poco a poco, sin embargo, el panorama se ha estado transformando. No ha mutado completamente, pero ha estado sufriendo una bella, aunque dolorosa, metamorfosis.
He visto y escuchado, he sentido y experimentado la hermandad entre mujeres. Mujeres que se unen contra un agresor. Mujeres que enlazan su pensar y su sentir por otras. Mujeres que luchan juntas por el bien de todas.
Aunque no se conozcan. Aunque no sean amigas.
Como dije, hay situaciones de falta de solidaridad femenina que se enlistan en categorías diferentes. Hoy creo que una de ellas, podría ser la de la infidelidad. Pero aunque estoy hablando de mujeres, no me refiero exclusivamente a la “deslealtad” entre dos amigas que, celosas de su mutua y exclusiva amistad, tienen amigas a espaldas de la otra, por ejemplo.
Esa no es más que una payasada adolescente.
Me refiero a la otra infidelidad. A la que tiene que ver con un hombre, que es la manzana de la discordia entre dos mujeres. Aquí, normalmente, apenas se culpa al hombre de traición, mismo que justifica sus acciones como el inminente resultado de la falta de amor y atención que sufre en su casa. Y, a ella, la “otra”, se le tacha de ser una rompe-hogares cualquiera o una vulgar meretriz. El peso acusador de la sociedad cae sobre ella casi completamente, y la llamamos zorra, egoísta y oportunista. Pero, ¿podría también acusársele a ella de traición contra otra mujer, si, aparentemente, ninguna relación existe entre ellas?
De entre las muchas deslealtades con las que una puede victimizar a otras mujeres, la de la infidelidad es una de las que he ocultado lo suficiente, pues yo también estuve a punto de estar, casi, casi del lado ofensor.
En el corazón no se manda. Es cierto. Pero aunque en la razón sí, un día mi corazón se hizo el desentendido, el ciego, el sordo, y me dejé seducir, con todo conocimiento de causa, por un hombre que no era libre. A decir verdad, por dos.
Como en otros escritos, me apresuro a curarme en salud. No creas que apunto con el dedo acusador al prójimo, siendo una farisea que nada hace mal, y que le agradece a Diosito no ser como las demás: estafadoras, injustas, ni adúlteras…
No.
Pero no necesito que me creas cuando te cuento que, a pesar de casi haber estado dispuesta a dar el todo por el todo con esos dos hombres (cada uno en su turno) que me movieron el tapete como ni siquiera mi difunto esposo lo hizo, me dio miedo ceder y rendirme a sus encantos que, aunque no necesariamente físicos, sí eran intelectuales. Y esos, estimados y estimadas, pueden llegar casi hasta la médula. Tampoco es necesario que me creas, si no quieres, cuando te digo que no fue lo que la sociedad, mi mamá, o El que es la Vida, habrían dicho de mí si acaso me hubiera entregado completamente a cualquiera de estos dos señores.
No.
En parte, y muy a regañadientes, me movió el hecho de pensar que sus esposas, aunque fueran desinteresadas, distantes o descuidadas, como ellos cruelmente mencionaron, y como yo bobamente les creí, no se merecían ni la deslealtad del marido que tenían, ni mi falta de solidaridad, por mucho que me embelesaran sus maridos. Como dije en algún escrito anterior, no hay nada más atractivo para mí que un hombre fiel. Y, saber de pronto que los casuales objetos de mis afectos no eran individuos libres, y que aparentemente, nunca lo serían, me hundió el corazón como no pensé que fuera a hundirse.
Pero eso no es todo. No fueron totalmente sus esposas, a las que ni siquiera conocía, las que me hicieron detenerme, sino una persona muy cercana a mi corazón quien estuvo, tristísimamente, de ese otro lado. Del lado de la que abandonaron. Del lado de la que renunciaron a seguir queriendo. Del lado que tacharon de desinteresado, distante y descuidado, aunque ella no fuera, ni sea, ninguna de estas tres cosas, sino todo lo contrario.
Ella sufrió muchísimo, y por mucho tiempo. Nosotros, quienes la amamos y la conocemos, teníamos el corazón roto. Ella, sin embargo, tenía el suyo completamente desgarrado.
Y el espíritu despedazado.
Y la voluntad destruida.
Cuando una mujer ama de tal manera como ella amaba a su esposo, no es sólo la pérdida de él lo que ocasiona semejantes estragos. Sino también la pérdida de una misma. Vi a la pobre mujer hacerse pequeña, hasta casi desaparecer del puro dolor. La vi tomar decisiones apresuradas, hasta casi evaporarse del puro despecho.
Pero también la vi renacer de sus cenizas, hasta casi volver a su antiguo yo, del puro capricho de ser feliz de nuevo.
Aunque mi corazón me dijera que una cana al aire no significaba nada, aunque mi corazón estaba intentando convencer a mi mente para que también creyera lo mismo, aunque me sintiera muy liberada y moderna, la voz de mi conciencia, tan debilitada a fuerza de ignorarla, y tan tramposa tanto como precisa, me ponía en los ojos la imagen de aquella cercana a mi corazón, y que sufrió los terribles embates de la infidelidad de su hoy ex esposo. Pero también los embates de la falta de sororidad de la traidora, de la otra, de la que justifica su falta de amor por las demás al decir “yo ni la conozco” o “no somos amigas” …
Soy una persona común y corriente con defectos comunes y corrientes. Y aunque suene arrogante, estoy orgullosa de mí por haber podido decir que no, cuando uno de mis más férreos defectos es la dificultad de no poder ceder en casi ninguna circunstancia.
Y no. Ni me siento superior, ni tampoco voy a cometer la desfachatez de lanzar la primera piedra, pues mi alma no está libre de pecado. Ese momento fue, estrictamente y a secas, un momento de lucidez mental y espiritual que El que es La Vida me concedió, y que ocurrió en medida casi proporcional a tantos otros momentos que he ignorado con absoluta soberbia.
El día que menos lo esperaba, alguien con un poder superior, me ayudó a abrir los ojos. Eso, y la maravillosa ayuda de una mujer con el nombre de diosa Romana, quien supo darme luz para el camino. Y la repentina sensatez entró a mi corazón como cae un balde de agua fría en la espalda, en pleno invierno. Pues anteriormente, ni siquiera como hija, hermana, madre, y maestra, la sororidad había tenido resonancia alguna en mí. No era algo que me quitara el sueño, porque no era algo que me importara. Ni siquiera algo que conociera, como a las esposas de mis cuasi amores.
Pero aunque no las conociera en persona, pues de ellas sólo vi fotografías; aunque haya sufrido un temporal estado de vaciedad en el alma del que me quedaron secuelas por un tiempo; aunque me haya preguntado muchas veces qué hubiera pasado de haber cedido, es mi recientemente adquirido sentido de sororidad por las otras, especialmente las otras que se encuentran en relaciones deformadas por la falta de amor y respeto, el que me impide seguir con la seductora y maliciosa farsa de los amores clandestinos.
Pero en mi paso por este plano, a fuerza de crecer, queriendo y sin querer, abrazo estos cambios en mi alma con la conciencia plena de buscar hacer lo mejor cada vez. A los demás por añadidura, irremediablemente. Pero especial y primordialmente a mí misma.
A mi alma.
A mi conciencia.
¡Qué atrevimiento el mío defender a algunas mujeres en público, pero traicionar a otra a escondidas! ¡Qué osadía defender a las mujeres contra un hombre hostigador, pero traicionar a otra abriéndole la puerta de mi cuerpo a su esposo! ¡Qué sororidad a conveniencia la mía al abogar por todas las mujeres, pero traicionar a una sola, como si ella no fuera también mujer!
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Discúlpame, mujer, si en algún momento pretendí abandonar mis principios por querer atrapar a alguien que no era libre, porque estaba ligado a ti.
Discúlpame, mujer, si mi desconocimiento de ti me llevó a casi desconocerlo todo y a todos. Incluso a desconocerme a mí misma.
Discúlpame mujer, si comencé a permitir que tu compañero de vida empezara a hacer nido en mi corazón, sin importar que ya tenía un nido a tu lado.
Discúlpame, mujer si ni siquiera te enteraste del desliz que no fue, y que aunque lesiona casi tanto como si hubiera sido, yo sabía de su existencia, perfectamente.
Discúlpame, mujer, si la debilidad de mi carne tal vez me lleve a querer actuar nuevamente contra mis propias ideologías y mi respeto por otras mujeres, a quienes también debo mi sororidad.
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La unión de las mujeres lo alcanza todo, pero la división entre mujeres nos hunde a todas. Pero cuando somos capaces de movernos con habilidad (y con deseo) entre el dar y el recibir, la solidaridad funciona mejor y de manera más fácil. Cuando renunciamos al control y permitimos hacer fuertes a otras y a otros, no sólo lo agradecen la mente y el corazón, sino la conciencia, que empieza a vivir nuevamente un tiempo de paz.
Aunque los cambios se den de manera lenta, aunque no sepamos cómo comenzar exactamente, aunque nunca lo hayamos hecho antes, ¡brindemos por crecer en la sororidad a conciencia, no a conveniencia, y en el amor por la otra!
Aunque no la conozcamos. Aunque no seamos amigas.
Desde mi corazón al tuyo,
Miss V.
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