top of page
Search

¿SEÑORA O SEÑORITA?

Writer's picture: yesmissvyesmissv

En mis remotos años de evidente juventud, cuando todavía ni siquiera cumplía los veinte años, ocurrió que un día en los juegos de un parque en donde cuidaba a mi hermanita menor, por primera vez me llamaron “señora”. Los mentecatillos que se atrevieron a ofenderme de tal manera, eran unos mocosos como de siete años. En esa época, mi hermanita, a quien aventajo por diez años, era una chiquilla también de siete, por lo que al ver a una niña chiquita con una mujer mayor, aunque fuera sólo por diez años, era casi obvio para aquellos imberbes que esa pareja eran madre (una señora) e hija (una niña).


Ciertamente, mi hermana y yo ya ni siquiera pertenecemos a la misma generación, pero de ahí a que me confundieran con la mamá de la criatura, y que además me dijeran “señora”, cuando yo sólo era una “señorita”, era una cuestión harto ofensiva, aunque se tratara de mi querida hermanita.


Eso es ya cosa del pasado, pues ahora soy una señora, me gusta pensar que en toda la extensión de la palabra, de acuerdo con los estándares por los que se me tiene que llamar así. Pero he visto a muchas de mis alumnas y varias otras ex-alumnas publicar en sus redes quejas dolorosísimas al respecto del momento en el que alguien se atrevió a llamarlas así: “¡Me dijeron señora!”. Unas solteras, otras recién casadas, pero todas enojadas al respecto, después de que algún comentario les hiriera en su falta de tacto, ellas aseguraban que era sólo una broma. Pero, ya sabes: entre broma y broma…


Cuando en clase de Inglés les enseño a mis alumnos y alumnas los muchos (tres) títulos con los que nos podemos dirigir a las mujeres, dependiendo mayormente del estado civil de éstas, siempre hay una persona, generalmente una mujer, a la que esta clase en lo particular le parece un ataque personal. Les explico que, para dirigirse a un hombre, en inglés, el título siempre será el de “Señor” (o Míster). Pero que para una mujer, hay tres, dependiendo del estado civil de la interesada.


Y me dice “¡Qué injusto!” Y les digo, “más bien, qué versátiles”. Y remato “¿No prefieres que te digan señora?”. Y me rematan: “¡Ay, no! No estoy vieja!”…


Para perpetuar el odio a la palabrita en cuestión, hay también un comercial en la televisión en donde, a unas mujeres, unas más jóvenes que otras, en varios momentos de la vida cotidiana, en el restaurante o en el consultorio del doctor, las llaman señoras; y se ofenden de tal manera que parecía que hubiera sido mejor si las hubieran llamado putas.


Es que, lo malo de usar la palabra “señora”, aun cuando, según la costumbre, distamos mucho de tener la edad, las arrugas o el estado civil para respaldar el despreciable título, nos ha vuelto enemigas de envejecer, de engordar. De crecer. Este, para mí, sería el principal tópico de un debate feminista: la mujer que se ofende por ser llamada “señora” está perpetuando, desde mi punto de vista, los estereotipos de género que no terminamos por abandonar, a pesar de su añeja imagen, pues ni siquiera las feministas los dejan ir. Que el título de “señora”, que tanto ofende a mis feministas alumnas, se centre en mi sexualidad, mi estado civil o mi edad, en lugar de mis logros, mi experiencia y mi crecimiento, como aspectos que se enlazan el uno con otro, tiene en sí ciertas alusiones etiquetadoras.


Si soy una persona que ha perdido su virginidad, por citar algún ejemplo, aún más si no estoy casada, entonces hay un conflicto entre la etiqueta de “señora” y la de “señorita”. Las sociedades de hoy son expertas en lanzar mensajes encontrados, de acuerdo con la conveniencia de quienes los lanzan, y hace, sobre todo en casos como estos, una patente diferencia entre las mujeres que son vírgenes (señoritas), y las que ya no lo son (señoras), aunque no sean casadas. O sea, las decentes y las inmorales. No sólo mujeres.


Obviamente esta doble cara en la moralidad humana no aplica jamás para los hombres. No sólo resultado de una herencia milenaria, sino porque ellos son, y siempre han sido “señores”, casados o no. Hoy quiero creer que va en declive, pero también hubo una importante época en la que los hombres agregaban a su prestigio y hombría, si se me permite decirlo así, dependiendo del número de parejas sexuales que hubiera tenido. Las mujeres, por su parte, agregaban a su devaluación y deshonor, si el caso era el mismo.


Sin embargo, si se está bien casada, el título de “señora” es solemne y está bien ganado. Aunque por algún tiempo fue muy extraño para mí dejar de ser la Señorita Sosa, o Vero a secas, para convertirme en la Señora Negrete. O Señora Vero. Un par de mis ex-alumnas, recién casadas ambas, publicaron en sus redes que ahora sí, después de intercambiados los anillos correspondientes, orgullosamente eran señoras. ¿Significa ésto que mis feministas muchachitas estaban enfatizando su valor no por su valor mismo, sino por su relación con un hombre? Ahora eran las esposas de alguien, y se agregaban un valor de segunda mano por el lugar que hoy ocupan en la sociedad. O sea, ahora eran “señoras”.


Está bien. Tal vez, estoy exagerando. Tal vez todo tenga que ver con el estado marital, exclusivamente. En oficinas públicas, o ejercicios administrativos, al llenar ciertos formularios, siempre habrá un espacio que nos pide que indiquemos nuestro estado civil. Señora o señorita. No hay de otra.


No quiero decir con esto que ser casada y querer que se le llame a uno señora, por el amor desmedido que le tiene uno a su flamante nuevo marido, sea algo para armar una revolución. Las casadas y las viudas también podemos ser feministas. Pero si sólo le daremos el valor a la palabra señora por el estado civil, entonces pareciera que los otros logros de la vida no me convierten en una señora. No me merezco el apelativo.


Pero, si alguien no me conoce, y no saben que soy maestra (título por el que me llaman aquellos que desconocen mi estado civil) se quieren dirigir a mí, siempre me dirán señora, aunque no vaya acompañada de mis hijos. ¿Son las canas, o la falta de frescura en la piel, o la grasa acumulada en el área que otrora fuera una bien marcada cintura, lo que me delata como señora?


Hasta alrededor de los treinta años de edad, momento en el que yo ya había enviudado, y mis dos hijos ya estaban bien establecidos como colegiales, seguí siendo señorita, sobre todo, como dije antes, para quienes no me conocían. Incluso, si iba con ellos, me preguntaban si yo era la tía. O sea, aquí me di cuenta de que, independientemente de mi virginidad o mi estado civil, no hay error: la madurez (o la vejez) no se puede esconder, y en el momento menos esperado, ya somos señoras.


Por eso, no me extraña que mis alumnas y ex-alumnas piensen, y que se hayan comprado el precepto de que ser señora es sinónimo de vejez. Que las llamen “señoras” es un trágico hito en sus vidas, pues eso significa que la juventud física, y hasta el atractivo sexual están, peligrosamente, llegando a su fin. Aún casadas, como mis indignadas ex-alumnas, ya están fuera del mercado.


Sin embargo, como siempre pido, no se me tome a mal. Toda esta diatriba de su humilde servidora no piensa cambiar el punto de vista de tantos hombres y tantas mujeres que piensan que llegados los cuarenta, casadas o no, ya somos señoras. O que tener plantas, tener los cajones ordenados, o comprar ollas, son signos de ser señora, aún a los veinticinco. Tampoco presumo de tener la verdad absoluta ya que, como en tantos otros sermones, yo sólo hablo de cómo me va en la feria a mí, y solamente a mí.


Hace muchos años, la palabra “señora” indicaba que nos referíamos a cualquier mujer de quien se conocía su estado civil, ya fuera casada o viuda. Pero no exclusivamente, ya que también se utilizaba como símbolo de respeto, para dirigirse a cualquier mujer de edad adulta (o aparentemente así), aunque fuera soltera, sin tener en cuenta la edad, o los interminables estereotipos que existen hoy.


También hoy, casi exclusivamente, la palabra “señora”, sólo dirigida a aquellas mujeres con una obvia de falta juventud o de reducida belleza, se utiliza como una ofensa. O bien, si nos referimos a alguien que ya no es accesible, porque pertenece a alguien más. Como si ser señora, como lo he sido desde hace años, fuera un insulto para tu exquisito paladar visual, que sólo quiere rodearse de pechos firmes, pieles inmaculadas, y cabelleras sedosas. Ahí ya no puedo hacer mucho que digamos.


En pocas palabras, a las mujeres no les gusta que les digan “señoras, porque así como asociamos la juventud y la probabilidad de propagar la especie con la palabra “señorita”, asocian también la “vejez” y la muerte reproductiva con la palabra innombrable. ¿Será acaso que nuestra propia definición como una o como la otra reside, meramente, en el sistema patriarcal del que hemos sido víctimas durante años? Sistema del que ni las feministas han podido zafarse, pues hasta a ellas les molesta el apelativo de “señora” …


Es más. Ni siquiera la canción escrita para una mujer de cuatro décadas nos ayudó a entender que la “señoritud”, o el “señorismo” (palabras completamente inventadas, por cierto), no son cuestiones emocionales, sino meramente físicas pues, dicha canción, mayormente habla de la pérdida de los atributos físicos, la grasa abdominal, las canas; aunque aventura, por aquí o por allá, las miradas volcánicas, el gusto por el sexo, y lo fuerte que las cuarentonas van pisando en la vida. Claro. Como las mujeres de cualquier edad, ¿no?…


En contraste, muchos hombres tienen una capacidad reproductiva hasta muy entrados en la senectud y más allá. Porque, a diferencia de las mujeres quienes tarde o temprano sufriremos los estragos de la menopausia, no todos los hombres sufrirán la consecuencia de la andropausia. Claro, biológicamente hablando. Y hasta ahí dejo este tema, porque de biología no sé nada.


Pero sí sé de lo que vivo en lo social, de lo que me toca atestiguar, o de lo que me ha tocado experimentar, muchas veces en carne propia. Referirse a un hombre como “señor” ni siquiera insinúa negatividad. Muy por el contrario, llamarle “señor” incluso a un jovenzuelo imberbe y puberto, le agrega cierto prestigio, dándole un lugar en la sociedad, en la familia, o en donde sea, sin importar su estado civil. Ni su edad.


Pero nadie, ni por asomo, excepto por burla o sarcasmo, nos dirigiremos a un hombre como “señorito”…


Sin embargo, damas y caballeros, ¿acaso yo misma no me dirijo a las empleadas de las tiendas, las enfermeras, o a veces hasta a las maestras como” señorita”? Resulta que la carga lingüística de esta palabra viene desde antiguo, cuando era bien sabido que las recién mencionadas eran solteras, y que, regularmente, cuando éstas se casaban, dejaban de trabajar para dedicarse a las labores del hogar, y convertirse, posteriormente, en señoras.


Finalmente, creo que el problema con "señora" es exclusivamente discriminativo contra una mujer cuando se utiliza para designar su edad, y si creemos que por la edad que tiene, ya debería estar casada, y no haberse quedado solterona (otra palabrita que me carcome el hígado). Y que el problema con “señorita” no es sólo la palabra por sí misma, sino toda la historia de formación y de hasta subordinación que, un concepto tan antiguo como éste, ha arrastrado desde las generaciones de antaño.


Por eso, mis queridas jóvenes mujeres anti-señoras, existen frases tales como “siéntate como señorita”, “las señoritas no dicen esas palabrotas”, “ese comportamiento no es el de una señorita”, las que nos clavan en los hábitos de un idioma, las restricciones en el comportamiento, y hasta de las habilidades del pensamiento, y no nos dan la libertad de ser, como busco ser yo, una señora en toda la extensión de la palabra.


Una señora cincuentona,

Miss V

18 views0 comments

Recent Posts

See All

Comments


© 2023 by The Book Lover. Proudly created with Wix.com

Join my mailing list

bottom of page