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Todo el mundo, o por lo menos, todo el mundo que me conoce, aunque sea medianamente bien, sabe que, además de ser muy puntual, nunca falto a mi trabajo.
Éstos son algunos de los preceptos que le atribuyo a los constantes e interminables sermones recibidos de mi papá y mi mamá, entre un número de otras chocantes cantaletas que hasta el sol de hoy sigo al pie de la letra, aunque mis papás ya no me estén viendo. Además, confieso que dichos preceptos los inculqué, a su vez, a mis hijos, aunque no necesariamente haya pretendido hacerlo.
Mi papá, por ejemplo, decía que era de muy mal gusto hacer esperar a las personas, por lo que debía de ser costumbre, dejar la casa (o en dónde se estuviera) un tiempo considerable antes de la reunión, por si acaso llegara a atravesarse algo en el camino que evitara que llegáramos a tiempo a nuestro lugar de destino.
Mi mamá por su lado, expresaba que no había razón, a menos que ésta fuera extrema, para faltar a la escuela. Por consiguiente, hoy, ni de chiste faltamos al trabajo, ya que llevamos tatuado ese feroz condicionamiento.
Admito que, por seguir el precepto de la puntualidad tan al pie de la letra, en muchas ocasiones salí de mi casa tan temprano, que llegué hasta cuarenta minutos antes de alguna reunión pactada. Fuera formal o informal. Y a veces me sigue pasando.
Otras tantas veces, por seguir a rajatabla la regla de no faltar jamás a la escuela, hoy sigo yendo a trabajar, llueva, truene, o relampaguee; aun sufriendo tremendos catarros, o dolores de panza, o de lo que sea.
A pesar de mi exageración al respecto de la puntualidad y de asistir siempre al trabajo, éstas son, creo yo, algunos de los principios fundamentales por excelencia en la etiqueta del bien-educado que impulsa a quien lo posee a llegar con varios (o en mi caso, muchos) minutos de anticipación a cualquier compromiso pactado, y a asistir a dicho compromiso, independientemente de la índole de éste. Nos permite a nosotros, a quienes nos conocen, y hasta a quienes no, a reconocer el valor y la importancia que le damos al tiempo. Al personal, y al de los demás.
Ser puntual, y no faltar nunca a mi trabajo, son cosas de las que no me arrepiento, y agradezco que me las hayan inculcado. Además, me han permitido figurar, de entre la gran cantidad de cosas que NO figuro, como una persona que es seria y formal en sus actividades. Por lo menos en aquellas relacionadas con el tiempo y la asistencia. Ya en otras, quién sabe…
Cabe mencionar que muy pocas veces han sido aquellas en las que no he llegado temprano a un evento o a mi trabajo. Rara ha sido la vez también en la que he faltado a trabajar. Y, cuando eso llega a ocurrir, me mortifico tanto y de tal manera que, para empezar, no puedo con mi conciencia. Como si haber tenido problemas o haberme enfermado, hubiera sido a propósito.
Sin embargo, siempre me tomo la molestia de mandar algún mensaje u otro a quienes me están esperando, que les indique que, a pesar de mis buenas intenciones de llegar a tiempo, o simplemente de asistir, algo se atravesó, de modo imprevisto, en el camino. Que no me esperen. O que aguanten.
Claro. Ese es mi plan: salir temprano para llegar a tiempo. Y, además, llegar. El plan que tenga la vida, aunque normalmente sincrónico con mis planes, no necesariamente coincidirá siempre.
La médula del escrito catártico de hoy, y que tiene todo que ver con la puntualidad, o la suerte/capacidad de llegar a algún lugar, sin sufrir desagradables contratiempos, surge de una discusión entre varios compañeros maestros, para variar, en una junta. Muy particularmente, el presente sermón resulta de la férrea opinión de una de las maestras que, cuando agarra el micrófono no lo suelta (como yo comprenderé) y que, aparentemente, tiene la vida comprada.
Fíjate como es la vida de burlona. En mi lugar de trabajo, los alumnos pueden llegar a hacer uso hasta de dieciocho faltas al semestre. Cantidad que, en lo personal, siempre se me ha hecho ridículamente grande. Pero bueno. Yo no escribí el reglamento.
Los profesores, en cambio, tenemos un total de CERO faltas permitidas. Número que, en lo personal, siempre se me ha hecho grandemente ridículo. Pero insisto: yo no escribí el reglamento…
Cuando en la junta que antes les mencioné se tocó el delicado tema de las faltas entre maestros, mismas que cada vez incrementaban en número, la maestra, aferrada, dijo algo molesta, y con un feo rictus de superioridad, que eso, faltar a trabajar, era inaudito, injustificable, e inconcebible. Que nuestro deber como profesores era asistir a TODAS las clases, TODOS los días. Que por eso habíamos firmado un contrato por el tiempo determinado de nuestro trabajo semestral, que el reglamento expresaba muy claramente que los maestros no debíamos ni podíamos faltar ningún día, y que por eso recibíamos un pago por el tiempo establecido en nuestros contratos, sin días descontables…
No lo niego. Efectivamente, esa es la idea. Pero…
Ella, por ejemplo, como insistió en su propia declaración, NUNCA había faltado a ninguno de sus trabajos. Además, se preciaba de haber llegado con muchos minutos de anticipación a cualquier compromiso, incluyendo al trabajo, pues esto era algo que, no solamente había aprendido de sus papás, sino que lo había adoptado como una forma de vida. Y que, igualmente y sin miramiento alguno, lo había inculcado a su descendencia. Muy orgullosamente.
Te entiendo perfectamente, maestra. Sin embargo…
Hace tiempo, cuando yo era una persona sin más experiencia que la de algunos años de vida y otros pocos de labor; cuando el peso de la estricta educación que recibí de mis papás no me dejaba discernir las muchas necesidades y desventuras ajenas; cuando yo misma era partidaria de aferrarme a la más inglesa puntualidad, sin imaginar siquiera ningún contratiempo personal; y cuando era fanática de presentarme al trabajo cualquiera que fuera la situación familiar, no sólo le hubiera dado la razón a la maestra, sino que hasta le hubiera aplaudido, y hasta la hubiera puesto de ejemplo.
Afortunadamente, o mejor dicho, prodigiosamente, uno va creciendo y va cayendo en cuenta de muchas cosas. A veces, sutilmente. Otras tantas, dolorosamente.
De las dos tuve.
Las palabras de esta “miss” eran tan frías como sus acusaciones eran mordaces. Esta maestra, quien no necesariamente desagrada a todos, pero que tampoco agrada a otros tantos, provocó la confusión de unos, la hostilidad de varios, y el fastidio de casi todos los que estábamos ahí.
Ahora bien. Esto no significa que quien falta a su trabajo lo haga por algún inconveniente. Por lo menos no uno serio. También fui testigo y confidente de inconvenientes inventados, de quienes faltaban a trabajar nomas porque sí. Porque ese día no habían tenido ganas de ir al trabajo, y ya. Porque ese día iban a festejar el cumpleaños del niño, como si el niño no pudiera esperar al fin de semana. Porque habían pactado una cita en algún lugar, justamente a la hora de otro compromiso. Porque alegaban una enfermedad, casi grave, con receta médica y todo…
Claramente, aunque mi papel sea de líder, no me toca ponerme a investigar. Sin embargo, en situaciones en las que he de contradecir un punto de vista, o en las que he tenido que dar una opinión discordante, o simplemente cuando he tenido que rectificar a alguien más, aunque sólo por la naturaleza de mi trabajo, siempre he pedido ayuda al que es La Vida para que ponga las palabras correctas en mi boca pues, conociéndome, sé que mis palabras pueden llegar a ser tan punzantes como las de la maestra en cuestión.
Palabras más palabras menos, pero “gracias por tu opinión, maestra. Sin embargo, sería ideal que no generalizáramos las situaciones de vida”.
(NOTA: A fuerza de porrazos lo aprendí.)
Que muchos de nosotros podamos llegar, milagrosamente, temprano y siempre, no necesariamente significa que cualquier persona, aún las más cercanas a nuestro corazón, puedan hacerlo con el mismo grado de fortuna, ni que puedan presumirlo con el mismo desparpajo, casi rayando en la superioridad, con el que fue expresado aquí y ahora. Por favor, profesores (y público en general): el que tenga la vida comprada, que dé un paso adelante, o calle para siempre...
Y, si casualmente, por gracia de la suerte y la fortuna, el interfecto pudiera dar un paso adelante, también que se quede callado, por favor.
Está de más decir que la maestra y yo no estamos en los mejores términos, ni derrochamos mutua devoción. Y en lo laboral, nos tenemos que armar de paciencia, porque nos vemos diario. Ni hablar.
La gente no necesita lecciones caprichosas ni amonestaciones antojadizas de personas a quienes no nos interesa entender empáticamente las situaciones de vida de los demás. ¡Qué bendición que nunca hayamos faltado a trabajar! ¡Qué dicha que podamos presumir que hemos llegado todos los días, temprano y sanas y salvas, y sanos y salvos, a nuestro lugar de trabajo! ¡Qué maravilla que todo en la vida nos haya resultado tan bien, que hasta tengamos la audacia de poder amonestar a otros poniéndonos de ejemplo!
Yo también llegué temprano siempre, hasta que, por circunstancias fortuitas e inesperadas, llegué tarde por primera vez al lugar al que tenía planeado. Mi racha ganadora había sufrido un horrible revés.
Yo tampoco falté a ningún compromiso jamás, hasta que, por situaciones accidentales e imprevistas, falté por primera vez al compromiso que tenía agendado. Mi cadena de éxitos se había roto drásticamente.
La maestra que te menciono no es joven, ni tampoco es inexperta en el arte docente. Sin embargo, a pesar de sus experiencias, laboral y de vida, ella no es la única que no puede ver la necesidad humana en sus compañeros de trabajo. A mí también me sigue ocurriendo.
Estamos tristemente inmersos en una grave crisis de caridad que surge desde las más altas esferas. Aquellos que están, o estamos, en una posición de liderazgo, ya sea bien ganada o circunstancial, deberíamos ser los primeros en reflexionar sobre cómo la empatía que falta en nuestros ambientes personales llega, irremediablemente, al entorno laboral. Por eso, esta clara falta de empatía por parte de la maestra, ha llegado a quebrantar las relaciones laborales (con ella), socavar la sensatez (de ella), y resquebrajar la solidaridad (para ella) de todo el equipo de trabajo.
A nadie nos gusta trabajar en un lugar en el que sus miembros carezcan de generosidad. Como los seres sociales que somos, unos más que otros, necesitamos sabernos tomados en cuenta y escuchados. Ciertamente no necesitamos gritar nuestra empatía, pero sí debemos silenciar nuestra indolencia.
A pesar de los pesares, no creo que la caridad, empatía, o amor por el otro, o como quieras llamarle tú, haya muerto. Creo que dentro de los corazones de la mayoría de nosotros, aún existen señales de compasión y generosidad. Aún existe un niño o una niña dentro de nosotros que no fueron escuchados, pero buscan escuchar.
Con todo y todo, sé que no todos nacemos con el don de la empatía pero, así como cantar o dibujar, la empatía puede aprenderse y refinarse con el paso del tiempo, y con los golpes de la experiencia. Si se quiere, claro está. Aún viven en nosotros los pequeños y las pequeñas que fueron ignorados, pero que buscan preocuparse por otros.
También me queda claro, con base en mi experiencia con esta maestra, y muchas otras personas, que no todos podemos tener una perfecta resonancia emocional con todas la gente que conocemos. Sin embargo, la lucha ocasional contra la empatía es muy diferente a no tenerla en absoluto, y ni siquiera intentar luchar.
Como ocurre con el resto de las situaciones emocionales, el crecimiento dependerá del grado de relación que esté dispuesta a tener con quienes me rodean. Pero prefiero dedicar mi tiempo y mi esfuerzo a comprender cada situación que no comulgue con mis empecinados principios, antes que rendirme y dar mi comprensión por perdida, y echar mi empatía por la borda.
Sin dar ningún paso al frente,
Miss V.
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