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La gente que me conoce aunque sea un poquillo, se dio cuenta, inmediatamente después de haberme conocido, de que soy una platicadora contumaz. En parte gracias a mi extrovertida personalidad, cuya esencia es el resultado de la carga genética del cincuenta por ciento de los autores de mis días, puedo decir que hablar excesivamente es, efectivamente, un rasgo de mi personalidad.
Por su parte, el otro cincuenta por ciento de mis progenitores padece, casi en todos momentos sociales, del suplicio de tener, no sólo qué contestar preguntas, sino el tener que elaborar respuestas menos monosilábicas y más transcendentales, cuando lo que en realidad quisiera estar haciendo es estar en su casa, y encerrada en su recámara.
Este otro cincuenta por cierto, aunque no me lo creas, muy de vez en cuando también hace de las suyas en mi psique, y me dan ganas de escaparme de donde quiera que esté, a donde sea que pueda.
Ahora, tampoco agarro a cualquier cristiano desconocido y lo hago pasar por el suplicio de escuchar mis sermones, tan aburridos como interminables. Los que tiene que sufrir semejante suplicio son todos aquellos que me conocen, y a quienes les tengo la suficiente confianza y cariño como para marearlos con mis interminables discursos. Esto significa que, aunque la cháchara es lo mío, no lo es siempre, y no lo es con todos.
Es en estos momentos de introspección cuando me doy cuenta de que estoy rodeada de gente maravillosa que, pacientemente, aguanta la fatigosa carga de escuchar mis arengas, a veces serias, a veces necias. Aprovecho, por lo tanto, este momento para ofrecerles disculpas por todo lo que les he hecho padecer hasta ahora.
Tienen ganado el cielo.
Es que los platicadores recargamos nuestras energías con la socialización y la comunicación con otros. Aunque casi siempre dicha comunicación va más de acá para allá que de allá para acá. Casi siempre pensamos en voz alta. O sea, no necesariamente un platicador es un buen escucha.
A veces ni siquiera una persona introvertida lo es.
Los platicadores buscamos espacios y lugares en los que podamos figurar. Muchos parlanchines utilizan la facilidad de palabra, y otros su acre ingenio, a su favor. Pero no necesariamente un platicador incorregible es un buen comunicador.
Del mismo modo que un calladito tampoco lo es.
Los introvertidos encuentran solaz en la soledad de un entorno libre de compromisos sociales y responsabilidades colectivas. Por ser, tal vez, más retraídos que el resto de los ruidosos, ellos procesan lo que escuchan y lo que viven más internamente, a través de un pensamiento más profundo.
Pero eso no significa que un platicador no pueda tener pensamientos profundos.
Aun dicho lo anterior, los platicadores tenemos la mala fama de, por no saber callar, tampoco saber escuchar. Y los calladitos la buena fama de, por no hablar, ser excelentes escuchas. Aunque los calladitos tienen algo que a los platicadores nos falta, y eso es mesura en las palabras, eso no hace ni a uno ni a otro bando ganadores en los feroces juegos de falta de comunicación, de los que cada pequeña sociedad adolece un poco. O un mucho.
Y va para peor.
Con las redes sociales en pleno apogeo, y los mensajes de texto como intercambio primordial, la comunicación es cada vez más expedita y más sucinta, pero también más débil y más ambigua. Esto conlleva a que, mientras más pasa el tiempo, menos comprenderemos la importancia de las propiedades asertivas de la comunicación significativa que han sido, desde antaño, algo muy difícil de llevar a cabo, porque en la comunicación, el que habla cree que su mensaje es completamente claro; y el que escucha cree que lo entendió todo perfectamente.
Es en este escalón de la vida en sociedad donde, aquellos que no sabemos comunicar, aunque cacareemos el ser hábiles en el intercambio de palabras, pensamos que todo es una afrenta personal contra las ideologías que nos representan. Convertimos lo que otrora podría haber sido un amable intercambio de ideas, que diera lugar a una mejor comprensión del otro, en un acre batalla por querer que nuestro punto de vista sea el único aceptable.
Lo que quiero decir, después de tanta palabrería es que, para poder tener comunicación que sea realmente significativa, habrá que ser un buen “orador” y un mejor “escucha”. Independientemente de si se es chacharero o taciturno. Pero también hay que querer serlo.
Acúsome, por citar el mejor ejemplo de este escrito, de haber sufrido en algún momento de la vida, como todos en este planeta, de lo que llamamos falta de comunicación. Lo cual nunca es bueno. Y más todavía cuando esa falta de comunicación carece de asertividad.
En aquellos tiempos, su servidora contaba con todos las antipáticas singularidades del mal comunicador. Y todavía no se me quitan todas: interrumpía a mi interlocutor, evitaba el contacto visual, me distraía con cualquier cosa, cambiaba el tema abruptamente, juzgaba con dureza sus acciones, invalidaba sus emociones…
Todo este desabrido pastel estaba coronado con una amarga cereza, la de aferrarme a mi propio afán de tomar el comentario ajeno como una pedrada directa a mi amor propio, utilizando las palabras más ásperas como vehículo de revancha. O sea, también he sido una mujer quisquillosa y dolida que cree que el mundo gira alrededor de mí, y que todo comentario contrario a mis propias ideas, va también en contra de toda mi persona.
Y puede que así sea. Sólo el que lanzó el comentario conoce su corazón. Yo debo permanecer en la ecuanimidad que trae el intercambio de ideas, pero no necesariamente en el silencio, aunque las ideas sean unos verdaderos disparates.
Qué difícil.
Ciertamente, ni somos todos moneditas de oro, ni deberíamos juzgar (o ser juzgados) en totalidad por una sola idea contraria a nuestras propias ideas. Pero de ahí a creer que el mundo gira exclusivamente en torno a mis palabras, y además creer que los demás están esperando a que yo diga algo para que ellos espeten su inconformidad, es otro nivel de soberbia.
Este es otro escalón de la vida en sociedad en donde la comunicación se vuelve un infierno de suposiciones, ensimismamientos, deshonestidades, y expectativas irreales que pueden terminar, incluso, con amistades de años pues, quien no sabe (sabemos) comunicar, piensa (pensamos) que todo es una disputa.
Qué difícil es no encontrar un interés común con quienes son parte de nuestro entorno, y hasta de nuestro corazón.
¡Qué doloroso no estar de acuerdo en cosas tan nimias, cómo qué película ver, o qué comer, asumiendo que el otro tiene el deber de adivinar nuestros pensamientos!
¡Qué agotador es terminar todo intercambio de palabras con defensas agresivas, con gritos, con amenazas, pensando que todo es un ataque personal!
¡Qué cruel es comenzar a hundir una relación cuando ninguna de las dos partes cede en su intento por escuchar al otro, eliminando el respeto mutuo!
¡Qué penoso es distanciarse y tener conversaciones cuyo único contenido son situaciones vagas y sin significado, temiendo provocar una desavenencia más!
¡Qué fastidioso es intentar involucrarse con alguien esperando un respuesta serena y suave, dando lugar únicamente al rechazo con las palabras o las acciones!
¡Qué frustrante es estar del lado que hace las “inocentes” preguntas!
¡Qué artificioso es estar del lado que da las “insolentes” respuestas!
¡Cuántos malentendidos surgen de la falta de las habilidades comunicativas, y no necesariamente de las malas intenciones! ¡Cuántas injusticias se cometen resultado de la falta de deseo de comunicar, y no necesariamente de la falla de no saber cómo! ¡Cuántos rompimientos se dan después de esperar que los demás adivinen nuestros sentimientos, antes que suavizar el corazón!
Cierto. Las personas que no saben comunicar piensan que todo es una discusión. Pero aquellos que no se hacen responsables de lo que dicen (o preguntan), piensan que todo es un ataque.
Pero esta inarmónica dualidad es mi recordatorio personal para que comenzar a esforzarme (y llevar a la práctica) por lograr claridad y empatía en mis diálogos.
Mejorando la comunicación,
Miss V.
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