QUIEN BIEN TE QUIERE, TE HARÁ SUFRIR
- yesmissv
- Mar 7
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Updated: 3 days ago

A lo largo de los años que he transitado por este plano, después de pensar un rato en cuáles atributos podrían describirme, he llegado a la conclusión de que soy una mujer de gustos más o menos versátiles. Sin embargo, a pesar de que puedo adaptarme a ciertas circunstancias, esos gustos pueden llegar a ser férreos e inflexibles. Todo depende de las experiencias que vaya viviendo, o hasta de las personas que vaya conociendo.
Por favor, no me lo tomes a mal. No soy una persona voluble o inconstante. Mis gustos todos corren por la misma línea, pero siempre habrá cabida para alguna alteración repentina, mientras que no se aleje tanto de aquello que, por razones variadas, le traen satisfacción y deleite a mi vida. Lo acepto. Soy algo (bastante) comodina...
Entre las muchas cosas que me gustan en la vida, y que han estado casi inamovibles por muchos años, hay dos que, aunque parecen sencillas, sobresalen del resto. Una es que la gente me llame por mi nombre. Es bien sabido que nada agrada más a los oídos de la gente que la dulzura y la armonía de su propio apelativo. Claro, depende del caso. Por ejemplo, a mí me caía mal que el maestro de Biología en Secundaria mencionara mi nombre solo para hacerme participar a fuerza. Además, me llamaba por mi segundo nombre que, aunque hermoso, no era de mi costumbre usar. Entonces, por no responder a mi propio nombre, me gané, muy frecuentemente, sermones que iban desde lo bellamente severo, hasta lo repelentemente sarcástico, por parte de las monjas y del profesor, respectivamente.
La otra cosa que me gusta es sentirme aceptada en el lugar en el que estoy. Y, si puedo ser amada o querida en ese mismo lugar, pues entonces es un doble triunfo. En los muchos centros de trabajo por los que he desfilado, a pesar de los usuales dramas que se gestan en cada uno, he encontrado personas que me han regalado su cariño, y a quienes he querido corresponder de la misma manera. Pero el lugar en el que he recibido el amor más incondicional es, obviamente, mi propia casa. El amor tan ilimitado que recibo de la sangre de mi sangre es siempre un bálsamo al que recurro y regreso en todas las ocasiones en las que la vida, con su ferocidad, intenta (a veces con éxito) mortificar mi blandengue corazón.
Sin embargo, es también en este lugar donde he recibido, desde antaño, un buen número de enseñanzas que han dejado a ese corazón tan blando, a veces algo magullado, y otras, bastante aporreado. Pero siempre, bien aleccionado.
En mis años mozos, lo que me hacía sufrir era NO tener el constante consentimiento de mi papá o mi mamá en cada cosa que se me ocurriera hacer o decir. En aquellos tiernos años de formación, era deber de mi papá y mi mamá inculcarme cómo actuar y responder en los diferentes aspectos de la socialización, en la que la experiencia de tu servidora, para algunas y otras lides, era inexistente.
Como nos pasa a todos los que somos papás y mamás, los míos tampoco lo sabían todo. Pero en mis años de crecimiento, ellos definitivamente sabían más que yo. Sin embargo, su manera de educarnos a mis hermanas y a mí, basada en su propia manera de recibir educación fue, aunque amorosa, también bastante cuadrada. Pero fue esto último, lo recto, lo correcto, lo que "así debe ser", lo que más causó disgustos entre sus tres hijas.
Si mi mamá y mi papá nos querían, así como decían, entonces, ¿por qué no nos dejaban hacer lo que quisiéramos? ¿Por qué nos lanzaban esas miradas aquietadoras? ¿Por qué nos hacían sufrir?
Es obvio que hay de sufrimientos a sufrimientos. Y el nuestro, dada nuestra corta edad y el desconocimiento de otras situaciones familiares verdaderamente brutales, nos parecía completamente injusto, tremendamente implacable, y hasta absolutamente barbárico. Nada qué ver, pero el chiste era quejarse...
Mis queridos progenitores nos amaban (y lo siguen haciendo) con mucho de su corazón. Pero, con su manera tan personal y a la vez tan histórica de hacer las cosas, sentíamos que nos hacían sufrir con sus regaños. A los ocho años, mi resolución más rebelde fue quererme ir de mi casa. A los ocho. Hágame usted el favor. Un regaño de mi mamá, supongo yo que atípicamente fuerte, me bastó para desear abandonar mi casa. Con el único ejemplo, tan caricaturesco, de llevar un palo con un paliacate amarrado, cargando las poquísimas pertenencias que tenía en aquel entonces, me di a la tarea de buscar una vara lo suficientemente fuerte y larga, para poder llevarlo al hombro en una estampa que se antojaba más ridícula que sufrida.
Irónicamente, fue mi propia mamá la que me proporcionó el palo y el paliacate; y fue ella quien me ayudo a poner mi ropa interior en él. "Ándele, pues. Que le vaya bien. Me escribe...", fueron las frías palabra de despedida que recibí de mi mamá. Yo esperaba llantos y lamentos, ruegos y promesas. No hubo tales. Pero, con el frentazo que acababa de sufrir, tampoco hubo ninguna huida.
Por citar algún otro ejemplo, allá en mis bellos años de infancia, mi papá me decía que no hablara con la boca llena de comida. Para mí, como mocosa inexperta, no había nada de malo en decir lo que pensaba cuando el bolo alimenticio empezaba a perder su forma en la boca. ¡Claro que me molestaba que mi papá estuviera solamente observando mi comportamiento en la mesa! Con frases como “cierra la boca/no hables cuando estés masticando”, “no pongas los codos en la mesa”, “no te estires cuando estés comiendo”, pareciera que quería mortificarme únicamente, en vez de dejarme disfrutar del momento de la comida.
Y ni creas que mi mamá nos defendía. Al contrario. Secundaba las amonestaciones de mi papá. Y eso, en mi poca y muy pobre experiencia, era un malvado plan de parte de los adultos en contra nuestra. Parecía que no les importábamos. Entonces, como dije: si mi mamá y mi papá nos querían así como decían, ¿por qué no nos dejaban hacer lo que quisiéramos? ¿Por qué nos lanzaban esas miradas aquietadoras? ¿Por qué nos hacían sufrir?
Ya entrados los años, y siendo yo una joven maestra, me vine a encontrar con esta frase del Quijote: Ése te quiere bien que te hace llorar. En su versión modernizada significa: "quien bien te quiere, te hará sufrir". Debido a mi inexperiencia en muchas cosas de la vida, esta frase me pareció un escándalo. Vista desde una posición unidimensional, la única que tenía en ese momento, y pretendiendo estar al día en las actitudes más rebeldes de mi juvenil edad, escandalizada, creí (y hasta propuse) que esta frase debería decir: "quien bien te quiere, te hará reír".
¿Cuál fue mi joven interpretación de esta Quijotesca frase? Pues que, si en una relación sentimental, que fue la única en la que se me ocurrió pensar, una persona te decía que te amaba, era imposible que te despreciara, haciéndote sentir inferior, poco amada y, finalmente, miserable. ¡Eso sería un calvario!
Cuando una está montada en el macho de sus propias creencias; cuando una no quiere dar su brazo a torcer, suponiéndose en lo correcto; cuando una asume que el objetivo de una vieja frase es molestarla a una en lo particular, la vida, implacable como es su costumbre, viene a bajarla a una de semejante macho; a torcerle el brazo, para casi hacerle manita de puerco, y a darle a una tremenda cucharadota de humildad, presentándole tantas instancias sean necesarias, a veces a la mala, para ayudarla (u obligarla) a una a abrir los ojos y cerrar la boca.
Bien que me tardé en darme cuenta de que, efectivamente, quien bien te quiere, te hará sufrir. Pero no con el objetivo de hacerte pasar penas, sino con el propósito de cumplir su deber, si se me permite la expresión. La persona que me ama, en este caso en particular me refiero principalmente a mi mamá y a mi papá, han querido siempre lo mejor para mí. Y lo mejor para mí no necesariamente era lo que yo quería hacer.
Esto me recuerda a un hombre que conocí hace unos treinta años. El señor estaba en el pleno auge de sus cuarentas. Yo estaba en el pleno auge de mi creencia de que quien te quiere procura lo mejor para ti, sin tener que hacerte llorar. Al contrario: debe hacerte sentir bien. Este señor, hijo único, tenía poliomielitis, misma que lo había tenido, y lo tendría para el resto de su vida, confinado a una silla de ruedas. Su propia madre, quien decía que tanto lo amaba, le negó el dolor de la vacuna inyectada por no verlo llorar, y evitarle el sufrimiento de un piquete del que él, como todos los vacunados, ni siquiera tenemos memoria. Cuando él cayó en la cuenta de la terrible e intencional omisión de su madre, se lo reprochó al extremo del llanto de ambos. Él, porque su vida estaba físicamente restringida. Ella, porque no podía ni con el reproche de su hijo, ni con el tormento de su conciencia.
“Es que, pobrecito”, le decía ella, justificándose, “¡te dolía mucho!”. “¡Sí, mamá!”, le reprochaba él. “Pero, usted era una adulta. ¡Yo era un bebé! Usted es mi mamá. Se supone que usted debería haberme cuidado. ¿Por qué dejó que un niño le ganara? Es culpa suya que yo esté así. ¡Usted no me quiere!”
Esto, damas y caballeros, viene a explicar el significado de semejante frase. Quien bien te quiere, hará que padezcas (por tu bien) un sufrimiento del que no debería haber salida, pero que no te traerá dolor permanente, y sí mucha ayuda.
La corrección, aunque no sea del completo agrado del corregido, debe practicarse si acaso amamos a quien vive con nosotros. Yo también tuve qué corregir a mi hija y a mi hijo para que no masticaran con la boca abierta (y un montón de cosas más) so pena de causar incomodidades y desagrados entre la gente con la que habrían de socializar, para la que habrían de trabajar, o con las cuales hacer negocios, en un futuro. ¡Y por su propio bienestar, especialmente!
Por el amor que les tengo, me di a la tarea de hacer por ellos, en el ámbito de su formación, lo que hiciera falta, con todo el amor y la paciencia posibles, independientemente del sufrimiento (que ellos creían) que les causaban mis admoniciones o mis sermoneos.
Mi hijo, mi hija, mi sobrino, y hasta mis alumnos debieron entender que, quienes los queremos, deseamos lo mejor para ellos, y eso incluye corregir sus yerros. Pues, casi sin temor a equivocarme, puedo decir que una de las características del amor verdadero es que corrijan nuestros errores, y nos guíen por el camino de la integridad, especialmente las personas que son de nuestro corazón. Aunque nos hagan "sufrir" en el camino.
Por eso las las familias, las calles, y aun más las aulas modernas están repletas de niños y niñas, o jóvenes adultos y adultas a quienes sus padres y madres, por el ciego amor que les han tenido, jamás repararon en hacerlos sentir la incomodidad de la corrección, el inconveniente del regaño, o el dolor de la sanción. Mis universitarios alumnos, por citar un ejemplo claro, siguen siendo niños pequeños y niñas pequeñas dispuestos a hacer con sus profesores lo que hacían con sus padres y madres, y que antaño les funcionó perfectamente: hacer berrinches, proferir insultos, lanzar amenazas y, finalmente, salirse con la suya para hacer lo que ellos y ellas quieran.
Es a esto a lo que se refiere la frase que da título a este escrito, no a que la persona con la que vives te diga que te ama, pero utilice el control, los gritos, y la violencia con el pretexto de que “porque te quiero, te pego”. Esta es la forma unilateral que te platicaba que yo veía: mi propia perspectiva acerca de la manera en la que el agresor amedrenta, provoca, y/o violenta a quien dice que ama; la manera en la que actúa tan arbitrariamente sin que nadie le importe; la manera de sugerir que la víctima necesita mano dura, porque con suavidad no se gana nada. Eso nunca puede considerarse amor.
Pero, regresando a lo que te platicaba. Efectivamente: quien bien te quiere te hará sufrir. Aprendí a no tomar esta palabra, “sufrir”, por lo menos en este caso, como el sinónimo literal de lamentarse de dolor, o rasgarse las vestiduras de martirio. No necesariamente quien nos quiere bien nos hará sufrir en el estrictísimo sentido de la palabra, sino que provocará incomodarnos, fastidiarnos, o hasta alejarnos, si sólo porque sus palabras llevan verdades o lecciones que, muy probablemente, no nos convenga escuchar...
Como lo dije muchas veces en este escrito, el enfoque de “quien bien te quiere te hará sufrir” propone que, en ocasiones, decir la verdad o actuar con firmeza es imprescindible para la felicidad de alguien a largo plazo, incluso si eso causa malestar a corto plazo. Ciertamente esta perspectiva puede dar lugar a la evolución, la tolerancia y la autoconciencia, pero requiere de un cuidadoso equilibrio entre la prudencia y la empatía, con el fin de evitar caer en el extremo que mencioné.
El verdadero amor está en el propósito: cuando me mueve el genuino deseo de contribuir con alguien, este punto de vista puede llegar a consolidar los lazos familiares, laborales, o sociales, dando lugar, a su vez, a una transformación auténtica. Ciertamente la compasión, la comprensión y la colaboración, en lugar de la descortesía, la desatención, y/o el desprecio pueden traer muy buenas conclusiones. Pero mientras andemos el camino del aprendizaje, habremos de "sufrir" el amor de quienes quieren vernos felices hoy, mientras nos encaminan a la felicidad y al bienestar del futuro.
Te quiere bien,
Miss V.
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