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PUÑALADAS POR LA ESPALDA

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Jul 15, 2022
  • 8 min read

En cualquier lugar de la sublime superficie terrestre, la interacción con los demás, aunque necesaria, no siempre se da de manera placentera. Pero eso ya lo sabemos todos. Esa enseñanza nos la dio, y nos la sigue dando, no sólo quienes nos educaron, sino también la experiencia de vivir en este plano y convivir con quien está en él, tanto los viejos camaradas como los nuevos conocidos.


En el diario intercambio de palabras, gestos y miradas, es natural que encontremos conexiones (por afinidad, por conveniencia, por soledad) más con unos que con otros. Pues, según mi propia experiencia, la comunicación, si bien debería de darse de manera transparente y asertiva, sigue siendo un tema tan candente como gélido, según el caso, tanto para aquellos o aquellas que no sabemos (o no podemos) comunicar con claridad, como para aquellos o aquellas que no sabemos (o no podemos) recibir el mensaje con sencillez, según nuestros propios estándares o ideales de lo que debe ser la buena comunicación.


En resumen. Comunicarse así, de manera transparente y asertiva, no sólo es complejo, sino que, en muchos momentos, raya casi en lo absurdamente imposible. Porque para que dicha comunicación se dé, se necesita por lo menos, según las clases de Español de primaria, de dos elementos clave: el emisor y el receptor. Lo que las clases de Español no nos dijeron, es que tanto el emisor como el receptor, deben tener el deseo de entablar intercambios comunicativos coherentes, honestos y asertivos.


Ciertamente sé (porque en mi familia hay varios) que hay gente más tímida que otra, y a la que le cuesta más trabajo comunicar. Por otro lado, estamos los que hablamos hasta por los codos, y decimos lo que pensamos, amén de a veces fallar en pensar lo que decimos. Pero la parquedad de palabras, o el despilfarro de estas, no significa en lo absoluto que no se pueda, no se deba, o no se quiera, comunicar de manera asertiva. O sea, hablar mucho o hablar poco, no significa saber comunicar, necesariamente, de manera adecuada, según el contexto en el que estemos inmersos en un momento dado.


En este aspecto, y de manera completamente personal, quiero suponer que mi disposición como comunicadora es honesta, que expreso el mensaje con congruencia, y que lo que digo, lo digo con amor, oportunidad, y verdad.

También me inclino a pensar que mi disposición como receptor es abierta, que comprendo el mensaje sin conveniencias, y que lo que escucho, lo escucho con empatía y apertura.


De igual modo, me atrevo a presumir que el mensaje que doy ya sea como notificación o petición, es claro, que la comunicación es evidente, y que la información lleva en sí la búsqueda de la resolución, o la prevención, de conflictos.

Claro que mi suposición, mi inclinación y mi atrevimiento a creer que soy una excelente comunicadora, está de por sí sesgado por la subjetividad que maneja quien habla. O sea, yo. Los demás, quién sabe qué opinión tendrán de mi manera de comunicar…


Ciertamente, alcanzar la excelencia comunicativa, ha sido mi objetivo de unos años a la fecha, y lo he elegido aprender con el paso del tiempo, y con el ir y venir de un buen número de horas de sesiones terapéuticas. Me jacto de estar todavía en el camino de aprender a comunicar con amor, oportunidad y verdad. Y lo intento de manera consciente en cada circunstancia.


Pero hay quienes han elegido NO intentarlo.


No sólo no han aprendido, debido o querido elegir el aprendizaje de la comunicación honesta, abierta y clara, sino que prefieren comunicar lo que sea que quieran comunicar, a medias, con insinceridad. Y aún peor, a espaldas de los demás. Mientras más ácido, mejor.


Quien me conoce, aunque sea medianamente bien, puede darse cuenta de que, por formación, soy una persona cordial. Y muy confiada. Pero por naturaleza, soy efusiva. Y también expresiva.


Inocentemente esperé en algún momento (algún momento, hasta por ahí de hace unas dos semanas) por aquello de mi formación y mi naturaleza que, mi manera de comunicar tan honestamente amable y sinceramente cálida, de acá para allá, debería dar lugar casi al mismo tipo de comunicación de allá para acá.


Me equivoqué.


Claro que, con tanto tiempo de experiencia, y habiendo lidiado con un número incontable de personas durante mis treinta y tantos años de ejercicio laboral, me doy cuenta de que no todas las personas son (somos) de fiar todo el tiempo. Pero, a veces, a pesar de la experiencia, uno se pasa de crédulo, por no decir de menso. O de vivo, por no decir de aprovechado…


Por eso, nada duele más, por lo menos momentáneamente, que las puñaladas por la espalda, recibidas de una persona en la que, por sus muchos dones, confié a ciegas. Por su obvia virtud como educadora. Por su innegable mérito como mujer. Por su evidente trascendencia como ser humano.


Pero de quien la engañosa calidad de su aparente humanidad la sitúa, de pronto, en un extraño limbo, lejos de mi simpatía y de mi respeto.


Como dije. Momentáneamente.


No sé si a ella le importe mucho, de todos modos, estar en ese limbo que es mío, no de ella. Pero, aquí y ahora, en cándida cavilación y en la búsqueda de la reconciliación con la vida, conmigo, con otros, con todos; y volteando a ver la historia de mi inquieta biografía, sin la desfachatez de negar mis culpas del pasado ¿De cuántas personas habré hablado a sus espaldas, para bien o para mal? Y, sin que esto necesariamente signifique un ejercicio de karma dilatado, con el que estoy pagando mis antiguas deudas con la vida ¿Cuántas personas habrán hablado de mí, a mis espaldas, para bien o para mal?


La mujer en mi vida, esa con el nombre de diosa romana, me recordó que así no funciona el “karma”. Aunque, de cualquier manera, la Vida tiene sus modos, a veces suaves; muchas otras, duros; y otras tantas sin que el pago se relacione en justa igualdad con la naturaleza de la falta, de ayudarnos a que una suerte de metacognición emocional tenga lugar. Pero las artes kármicas de la vida son infaliblemente exactas, invariablemente justas, e infatigablemente enigmáticas. Y, en las dolorosas resonancias del ¿por qué a mí? entiendo que no deberíamos irnos de este plano (esperemos) sin haber purgado nuestros delitos morales contra otros. Contra nosotros. Contra la vida misma.


Ahora bien. No ataco este problema sólo por atacarlo. Lo sopeso desde la posición en la que estoy ahora, y en la que antes, desafortunadamente, no estaba. En la posición de la evolución personal, a fuerza de implosiones y sacudidas de humildad que, en un tiempo, me dejaron casi seca emocionalmente. Casi todas las veces tocando fondo.


Tampoco censuro el comportamiento de esta mujer sólo por censurarlo. Lo evalúo desde la posición en la que estaba antes, y en la que ahora, afortunadamente, busco estar cada vez menos. En la posición del retroceso emocional, a fuerza de arranques y detonaciones de soberbia que, en un tiempo, dejaron a otros casi marchitos anímicamente. Casi todas las veces llegando a la hostilidad.


Con el miedo de sonar arrogante, y con la justificación de que este comportamiento es parte de la naturaleza humana, pero con la conciencia de que he andado un buen camino de superación personal, entiendo este comportamiento. Más no lo justifico.


Ciertamente, muchos de nosotros (más específicamente, yo) particularmente en mis antiguos lugares de trabajo, y sobre todo cuando me había convertido en un viejo elemento (a pesar de la frescura de mis pocos abriles), y llegué a cometer la barbaridad de creerme imprescindible, tomé por decisión propia los caminos de arrogancia como la manera más efectiva de mostrarles a los demás que me las sabía de todas, todas. Y que, por sabérmelas de todas, todas, era inamovible de mi cargo.


Mis comportamientos de altivez me hicieron extraviarme en un punto de la ruta elegida, y mi desmedido sentido de importancia personal, junto con el menosprecio hacia los demás, y mis agrias conductas intolerantes, además de una actitud impaciente, me taparon los ojos y el corazón a mis propias necesidades emocionales.


Y a las de los demás.


En cada repetido incidente de altanería, siempre había alguien de mi lado. Una persona que pensaba y sentía como yo, que me ayudaba a alimentar mi ego, tanto como yo le ayudaba a ella a elevar el suyo. Alguien que muchas veces me endulzó el oído diciéndome lo que a muchos nos gusta escuchar: que somos unos buenazos, que cada palabra impertinente o cada acción descortés tienen un argumento que las justifica, y que contamos con ellos o ellas porque son, casi, casi, nuestros incondicionales cómplices, tan encubridores y soberbios como nosotros.


Cuando en realidad, en cada uno de esos incidentes, lo que necesitaba era a alguien del lado de la razón. Una persona que fuera afín a mí, pero que no nutriera mi vanidad, tanto como yo le ayudaba a ella a nutrir la de ella. Alguien que me enfrentara a la verdad diciéndome lo que muchos nunca pedimos escuchar: que no somos tan buenos como creemos, que no tenemos la razón en todo, y que, a pesar de las momentáneas desavenencias, contamos con ellos o ellas porque son, casi, casi, incondicionales cómplices de la verdad, con tanta honestidad y humildad, como nos falta a nosotros.


Dios los cría, y ellos se juntan…


Aunque este equivocadísimo enfoque, como dije antes, es parte de la naturaleza humana, no es congruente en lo absoluto pues, en un momento dado, ese “qué buena eres” que tanto escuché (y que además, me creí) se llegó a convertir en una etiqueta halagadora, que llegó a ser, por demás, cegadora, y que llegó a elevarme tanto que yo, y otros tantos a los que he visto caerse y levantarse en el curso de mi vida laboral, perdimos la sensatez de tener los pies sobre la tierra. E, independientemente de la conciencia difuminada, o la auto adquirida posición de poder en el tejido de las rutinas laborales, la falta de comunicación (amorosa, oportuna y verdadera), no sólo carece de compasión, sino que, además, es tóxica para el ambiente de trabajo, perjudicial para la reputación, y agresiva para el espíritu.


Todo ese desorden del pasado, lo evoco al ver en ella el espejo que todavía me refleja. Aunque cada vez menos.


El que me muestra lo que fue de mí, y los vestigios que quedan, pero que está tan latente en ella.


El que me enseña lo que he avanzado, que sigue revelando a mi antiguo yo, pero que se sigue conservando en ella.


El que me muestra el yo que no ha acabado del todo, pero sí el que tiene la convicción de transformarse, y que, esperanzadoramente, comenzará a gestarse pronto en ella.


Pero no canto victoria…


La historia, cíclica como es, se repite, en diferentes tonalidades y formas, en las lecciones y los aprendizajes en la vida de cada generación. Nadie experimenta en cabeza ajena, y lo que veo en ella hoy, lo viví yo, antaño. Y tal vez alguien antes que yo, lo vio también en mí. Y quién sabe si yo misma lo viviré de nuevo.


Por eso, seguramente (aunque también esperanzadoramente), cuando ella salga de su estancamiento emocional, y crezca en el amor a sí misma, y por ende, en compasión por los corazones de otros, será cuando ella llegue verdaderamente a la metacognición emocional, identificando (con algo de dolor, pero con mucho de confianza. Me consta...) que el pasado, acre como lo hayamos experimentado, es el trampolín del hoy, acomodado diestramente por la vida, que nos lleva, a veces de golpe y sin avisar, a la mudanza de nuestras incontrolables, pero inexpertas acciones del ayer, a las genuinas, pero prometedoras expectativas del mañana...


Con honestidad,

Miss V.

 
 
 

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