¿PRINCESA O GUERRERA? ¿O BRUJA…?
- yesmissv
- Apr 7, 2023
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Mi hija y mi hijo han sido siempre personas muy serviciales, amables y bromistas, además de inteligentes. Pero ¿qué te puedo decir yo? Seguramente es lo mismo que dicen los otros papás y mamás que están hinchados de orgullo por su adorable prole. Me levanto el cuello al decir que mucho de eso fue heredado, pero mucho otro, aprendido. Tal vez, con un tanto de la influencia del extraño entorno familiar al que tuvieron que verse inmersos desde muy chiquitos.
Pero, dada la circunspección con la que a veces se dirigen a los demás, incluyendo a veces a su propia familia, sobre todo mi hija, muchos dudarían que son tan risueños y ocurrentes como son en la privacidad de su casa.
Cuando mi hija era una niña, a pesar de la severidad de sus modos, mismos que a veces mezclaba con sonrisas pícaras, o miradas traviesas, ya tenía bien definido lo que ella buscaba en muchos de los aspectos y orientaciones de su vida. Aunque, al principio, por muy amorosa que siempre me haya jactado de ser, fallé en notarlo.
Para mí, haber tenido una niña me significaba, con toda honestidad, un tipo de salvación. Ésto, a raíz de que yo no tuve hermanos varones, y no hubiera sabido (según yo, en aquellos tiempos) por mi falta de “entrenamiento” con hermanos, cómo lidiar con las necesidades de un niño.
Ya después tuve uno, y ¿qué creen? Sí supe (y pude) lidiar con sus necesidades.
Sin embargo, como a muchas otras mamás que tienen hijas (mi propia mamá incluida), tener una hija me significaba un tipo de esquema que estaba obligada a seguir, un estándar al que todos los papás y las mamás que tienen hijas, ya sea la primera, la única, u otra más, nos sentimos obligados a acomodarnos: el de que nuestras hijas son unas princesas.
Mucho se lo he dicho, a quien me ha querido escuchar (pobrecillos): cuando nos educaron, nuestros papás lo hicieron como ellos creían que deberían de habernos educado, que casi siempre coincidía con la manera en la que los había educado a ellos. Amén de un par de cosillas que nuestros propios progenitores optaron por agregar, o por omitir, ya fuera porque, la que recibieron, no era la forma de educación ideal, porque estaba pasada de moda, o porque en su tiempo, había dejado heridas muy profundas y que, muy inteligentemente (y amorosamente) optaron por detener.
Sin embargo, a pesar o a favor de la manera en la que nos educaron, muchas mamás y muchos papás de hijas hemos llegado a coincidir, sobrepasados de amor y de un descomunal deseo de protección, sobre todo cuando las vemos tan chiquitas e indefensas, y no queremos que padezcan ninguna pena, que nuestras hijas, son unas princesas, y que como tal, debemos tratarlas, educarlas y prepararlas. Aunque no necesariamente nos hayan educado así.
Sin embargo, nuestro pequeño pedazo de felicidad, lleno de tul, moños y olanes, puede guardar en su corazón lo que yo me negué a ver muchas veces en mi propia hija, pero que ella me pedía a callados gritos: el deseo de no ser llamada princesa, las ganas de que no fuera tratada como una ingenua, y el sueño de dejarla ser quien ella determinara ser.
Casi todos tenemos la idea, porque así lo hemos querido creer, independientemente de haber visto caricaturas llenas de damiselas en apuros, buenas hasta parecer tontas, pero a la vez, hermosas hasta causar envidias indecibles; felices a pesar de los estragos en los que están sumidas, pero a la vez, miserables hasta que algún príncipe las salve de la desgracia en la que se encuentran, que eso y sólo eso, describe lo que es una princesa. De ahí la aversión de tantas mujeres, y otros tantos hombres, hacia este término en particular.
Por eso, hartas de esta barbarie causada por tantos brillitos y chapitas color de rosa, salimos de nuestros letargos las autodenominadas “guerreras”. Nosotras, las que nos empeñamos en demostrar que somos el completo opuesto de una , nos empezamos a encargar de hacerle saber al mundo que nosotros no éramos ningunas tontas (sólo porque algún necio no nos haya tomado en serio en lo intelectual), ningunas perdedoras (sólo porque algún desubicado nos haya dejado solas), y ningunas grotescas (sólo porque algún frustrado al que le dijimos “no”, nos haya dicho feas).
Nosotras, las guerreras, sin más armas que nuestras inteligencias prodigiosas y nuestros puños trabajadores, y con la lengua más suelta que nunca, le informamos a todo aquél que se dejara, que no nos íbamos a dejar de nadie; que nosotras mismas nos bastábamos y nos sobrábamos para llevar a cabo cualquier hazaña, y, que parecer remotamente una princesa, en el actuar o en el hablar, era una ofensa que tomaríamos casi, casi, personal. Y así empezamos a querer a educar a nuestras hijas, mismas que aún no habían ni nacido, o que, en muchas ocasiones, ya tenían caminado un buen tramo de la senda del principado al que nosotras las habíamos expuesto desde que nacieron.
A partir de aquí, y hablando enteramente por mí misma, empecé a abandonarme (como vi a muchas otras mamás “luchonas” hacerlo) en la indiferencia e inapetencia de lo físico, en la inacción e imperturbabilidad de lo espiritual, y en la insensibilidad e indiferencia de mi trato con los demás. Porque, “bastándome y sobrándome” yo misma, pensé que a mi hija y a mi hijo, también debería bastarles y sobrarles el amor de su madre, tan obsesivamente guerrera, y tan obcecadamente luchona.
No quedaba nada de princesa en mí. Pero, a pesar de eso, esperanzadoramente, quería que mi hija siguiera siendo la princesa que yo concebí que fuera desde el momento en que nació…
Entre las muchas cosas que heredaron mi hija y mi hijo, de las respectivas familias que los conforman, está, modestia aparte, la de ser artistas natos. Y a fuerza de codearse con maestras y maestros, y otros muchos adultos, lecturas aquí y allá, y de escuchar a su incallable madre, han aprendido a ser tan diplomáticos como el que más.
Y de esto último, abundo a continuación:
Dos cosas me sacaron de mi letargo guerrero, casi de golpe, pero en épocas distintas.
La primera cuando, después de cortarme el pelo YO SOLA, porque, ya saben, yo sola me basto y me sobro (pero más por orgullosa que por otra cosa), y de aventurarme a cortarme un fleco, bastante disparejo, pero muy independiente, mi hijo me dijo, dentro de la hermosa y cruel inocencia de un niño de 5 años: “¡Mami! ¡Ahora sí pareces mujer! ¡Eres una princesa…!”
Bellas como sonaron esas palabras en su todavía infantil vocecilla, sólo me hicieron sonreír con mucha ternura, pero no resonaron en mí por mucho tiempo, pues él era un niño, y además, uno de cinco. ¿Qué iba a saber él de princesas?
La segunda, y la que le atestó el golpe final a mi vanidosa psique de guerrera/luchona, ocurrió después de muchos años cuando fui con mis hijos a tomar café. En un acto de completa sinceridad y en obvio acto de amor por su mamá, pero más por ella misma y por su tranquilidad personal, entre un traguito al café, y una mordidita al pastel, mi hija se abrió de capa y me confesó su orientación.
Abierta como fue su confesión, sus palabras resonaron en mí por un buen tiempo, pues ella había sido mi princesa, pero además me cayó de pronto el veinte de que era ya una adulta. Como niña ¿qué no debería saber ella de princesas?
Anonadaba como estaba yo, las palabras que mi hijo me dijo justo ahí y entonces, me dieron escalofríos un buen rato pues, aunque él había sido mi bebé, escuché la pregunta que me hizo como adulto: “Eres la mamá, ¿qué no te habías dado cuenta?”
Ninguno de mis hijos me dosificó sus comunicaciones. Extrañamente, no hubo diplomacia en ninguna. Y entre sarcásticas risillas de sorpresa por la comunicación de uno, años atrás, y lágrimas contenidas de sorpresa por la comunicación de la otra, en ese momento, se me ocurrió que ellos, desde hace mucho tiempo, veían más de lo que yo a mi edad, con mi ceguera de guerrera y en mi papel de matriarca de mi pequeña tribu, no quería ver.
Mi hija me dejó varias cosas muy claras: que ella no era ni la PRINCESA ni la GUERRERA que yo habría querido que fuera, y que YO no era tan sólo guerrera, ni tan negada princesa, como creía.
Sus palabras también comunicaron que ella era quien era, y ya: una mezcla de las dos, o de ninguna. Una amalgama compuesta de más que sólo el cincuenta por ciento de cada una de esas dos oposiciones, a las que me aferraba por su unicidad, y no porque pudieran complementarse; a las que me enganchaba por lo que me representaban a mí, y no por su diversidad; a las que yo tenía tan enfrentadas, y no quería reconciliar, ya no en mi propio corazón, sino en el corazón de una de las dos personas que más amo.
Hoy, a fuerza de caerme, levantarme, y caerme de nuevo, he comprendido que, las elecciones en este rubro (y en tantos otros) son enteramente libres para cada uno. Que no importa lo que yo quiera para mi hija o mi hijo pues, finalmente, la decisión de ser quienes quieren ser, como los adultos que son, ellos deberán tomarla; con amor a sí mismos primero, antes de por amor a mí. Y sin miedo a lo que yo, su abuelo, su abuela, u otros familiares pensemos u opinemos al respecto.
Pero la decisión final, la de ser PRINCESA, GUERRERA o BRUJA, depende enteramente de mi hija, eligiendo siempre con el mismo amor que yo tuve cuando quise tenerlos; el que tengo cuando los veo todos los días buscando realizarse; y el que tendré por ellos hasta el fin de mis días.
Ciertamente, mi obligación amorosa de ayer fue la de guiar sus pasos y, en gran medida, hasta sus decisiones en su infancia. Pero hoy, al respecto de esta perorata, sin excluir a mi querido hijo, mi deber es la de seguir amando a mi hija, acompañándola en el camino tanto como ella lo quiera, y siendo el remanso de paz que ella busca cuando quiera abrir su corazón conmigo al contarme que quiere ser PRINCESA o GUERRERA. O BRUJA…
O todas.
Con amor,
Miss V.
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