POSITIVISMO TÓXICO
- yesmissv
- Apr 11
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Updated: Apr 13

“Tengo un problema”, dijo un señor un día.
“¡Ay, no!”, le contestó su compañera de trabajo, una optimista empedernida. “¡No digas eso! Intenta cambiar la palabra “problema” por la palabra “oportunidad”.
“Ah, bueno”, le dijo él. “Entonces tengo una “oportunidad” con el alcohol” …
No me burlo porque, en algún momento de mi vida, esa optimista empedernida perfectamente pude haber sido yo. Durante mucho tiempo me jacté de ser una positiva incorregible, que prefería ver el lado bueno de las situaciones, sin importar si dichas situaciones eran verdaderas tragedias. Así también trataba de vivir mi vida: siempre procurando sonreír, aunque las circunstancias fueran adversas. Siempre transmitiendo alegría, aunque el alma estuviera penando. Siempre descartando el sufrimiento, en pro de la felicidad perenne…
Cuando en alguna situación u otra me preguntaban cuál era mi mayor virtud, yo siempre decía, muy engreída, que ser optimista. Y procedía a regodearme detallando los muchos ejemplos que pretendían dejar bien en claro mi posición como el rayito de sol que yo creía que todos estaban esperando, y que debía servir de ejemplo. Que, a pesar de las dificultades que la vida me había echado en el camino, me pude subir al tren del optimismo. Y luego remataba diciendo con bastante falsa modestia que, sin embargo, ser tan optimista era también mi mayor defecto. Esto me colocaba en una situación de tal virtud, como el espíritu elevado que yo creía que era, y como se lo decía a cualquiera que lo quisiera escuchar, para mí era IMPOSIBLE ver el lado malo de las cosas. O de las personas…
Ahora bien. El optimismo no es malo en lo absoluto. Por el contrario: es bueno y mucho más preferible al pesimismo. Siempre será mucho mejor ver el lado bueno de, como lo escribí hace unas líneas, las cosas y de las personas. No creo que sea correcto empaparse de la negatividad que pueda dar lugar a una profecía autocumplida, o a un tipo de círculo vicioso del pesimismo (soy pesimista porque lo vivo en carne propia. Lo vivo en carne propia porque soy pesimista). Lo que me trae aquí es el optimismo extremo, que es la frágil cobertura de una supuesta manifestación universal que, por repetirla tantas veces, terminamos profesando como dogma personal, aunque, desde el subconsciente, y en privado, actuemos de modo completamente opuesto.
El optimismo casi siempre es una característica humana que, se supone, hay qué ambicionar. Pero declaro, de manera puramente personal, que ninguna persona que sea lo suficientemente razonable debería aspirar a querer sentir un optimismo tal, que éste llegue a ser tóxico. Para ser optimista, o mostrar satisfacción acerca de la vida, sería preciso, en esencia, hacerse de la vista gorda al respecto de las verdaderas circunstancias de este deslucido planeta. Pero también de nuestras circunstancias personales.
Sin embargo, también creo que cualquier persona seria que observe al mundo, así como es de cruel y despiadado, sin un atisbo de esperanza en cualquiera de las penas de las que adolece, solo puede ser considerado como insolente. No será posible tener un enfoque positivo si nos plantamos en la inmunidad de los sentimientos o si ignoramos las necesidades de los demás, por estar demasiado ciegos o sordos para poder/querer abrir los ojos y los oídos. Esto no quiere decir que sea nuestro objetivo vivir la vida adoptando una posición pesimista, sino, si se me permite expresarlo, con la medida saludable y exacta de desánimo.
No abogo por el pesimismo como la narrativa principal con la que debamos contar nuestras historias, en lo absoluto. Tampoco dudo del optimismo extremo de la gente en ciertas circunstancias de la vida. De hecho, el optimismo como arma de defensa contra tristes escenarios que nos lleven a sentirnos derrotados, puede actuar como una beneficiosa tabla de salvación en medio de los muchos océanos de desesperación y angustia en los que hemos, en ocasiones, naufragado. Incluso puede que lleguemos a aprender a manejar esa tabla a nuestro antojo. Pero que yo crea que debo mantener, cueste lo que cueste, una mentalidad positiva sin importar la gravedad de la situación es rechazar el abanico de emociones de los que puedo echar mano para depurar el negativismo de mi contrito sistema.
Fíjate. Mi primer encuentro cara a cara con el positivismo tóxico, fuera del mío, ocurrió en el velorio de mi esposo. De esto ya había hablado anteriormente y, aunque no quiero sonar repetitiva, este breve pero significativo capítulo me ha dado mucha tela de dónde cortar para ilustrar los diferentes escenarios experienciales de mi vida.
Ahogada en deudas por cosas que él compró (para los dos) pero que estaban a mi nombre, así se lo hice saber a una antigua amiga. Cuando me confesé, además, incapaz de afrontar semejantes trances económicos con la soltura que hubiera querido, ella me dijo que no pensara en eso, pues el dinero no era tan importante ahora, ya que yo ya era “millonaria” en amor, por tener a mis hijos y a una familia cariñosa y protectora: “¡Fuera lágrimas, y a sonreírle a la vida por lo que tienes!”
“Gracias”, le dije. “pero el amor no compra frijoles”. Hubiera querido pagar la luz y el agua, y las colegiaturas de mi hija y mi hijo, con amor y sonrisas. Pero no se pudo. En un momento de meditación posterior, me di cuenta de que esa fue mi primera lección, como muchas otras le han seguido, por andar aleccionando a otros y otras de la misma manera. Estaba, al fin, viviendo en carne propia, del lado del aconsejado, las insufribles lecciones de aquel (y en este caso, aquella) que presume tener una sonrisa siempre bien puesta, una respuesta siempre (auto) complaciente, y una conducta siempre radiante incluso en las adversidades más hostiles de la vida.
Hasta que un día me cansé…
Me cansé de estar (o pretender estar) siempre alegre. Me cansé de experimentar culpa por estar triste o enojada. Me cansé de intentar contagiar a los demás de mi supuesta alegría con frases jactanciosas, cursis y repetitivas. Me cansé de ocultar mis emociones en pro de la máscara de felicidad que había decidido llevar puesta. Pero, sobre todo, me cansé (y me arrepentí) de desestimar los sentimientos difíciles de los demás. Y los míos propios.
Tener un enfoque positivo de los incidentes que le van dando forma a mi vida es bueno para mi paz y mi tranquilidad mental. Pero ese no es el meollo del asunto, realmente. El problema radica en el hecho de que la vida no siempre trae cosas buenas que me permitan mantener una actitud positiva todo el tiempo, por mucho que me esfuerce. O pretenda. Al igual que cualquier otros ser humano de este planeta, tengo emociones y experiencias que van desde lo medianamente incómodo hasta lo completamente tormentoso. Y a cada una de ellas, independientemente del desagrado que causan, debo permitirles ser reconocidas, sentidas y abordadas con toda la honestidad posible, para fortalecer mi tolerancia y mejorar mi salud emocional.
Hay, con toda seguridad, un buen número de personas que, a pesar de las adversidades que les sorprenden en su andar, elegirán poner buena cara al mal tiempo. También eso lo he hecho yo. Pero que, por otro lado, en cada situación haya decidido manifestar tal positivismo extremo, y tan alocadamente, me hace voltear atrás a ver mi aparentemente feliz actitud hacia mis tristes vivencias (y las de otros tantos) con mucha pena, a veces ajena, contra mi yo de ese momento.
La positividad tóxica llegó a llenar mi pensamiento de felicidad utópica a un extremo que es casi dañino, pues esta actitud no solo perjudicó la importancia del verdadero optimismo que surge como un milagro desde la oscuridad que trae la adversidad; o del verdadero dolor que surge, aunque sea temporal, desde esa misma oscuridad; sino que minimizó, e incluso rechazó, cualquier huella de emociones humanas que no hubieran sido rigurosamente, y realmente, felices o positivas.
El universo, sin embargo, visto desde los ojos de la partícula que soy, tan visible e invisible al mismo tiempo, no sabe de optimismos o pesimismos. Es mi humanidad, tanto como la humanidad de cada una de las piezas que conformamos este atiborrado cosmos, con todo y nuestra disposición y nuestra actitud, cualquiera que estas sean, la que puede alcanzar el nivel de optimismo (o pesimismo) que anhelo.
La inclinación y la desesperación de querer “vibrar” sólo alto todo el tiempo, pueden ser especialmente engorrosas durante momentos de intensa angustia personal, de las que puede adolecer hasta el más optimista de los seres. Hasta la persona más feliz que conozco ha sufrido su buena tajada de problemas económicos, alguna enfermedad grave, o la pérdida de un ser querido. Por eso, que a aquellos que estamos atravesando por una profunda pérdida, nos digan, justo en medio de la oscuridad que debemos ver el lado iluminado de la vida, o que somos millonarios en "amor", puede ser, incluso, inhumano.
No me digas que “todo pasa por una razón” y que lo que pasa es “parte del gran plan Del Que Es La Vida”. Lo creo de corazón. Pero de hoy en adelante yo tampoco menospreciaré, y tampoco permitiré que menosprecien el resto de los sentimientos que también conforman mi esencia personal.
Preferentemente no me digas que “podría ser peor”, y que no tengo derecho a estar triste o enojada porque “hay gente que sufre más que yo”. Lo creo sinceramente. Pero de hoy en adelante yo tampoco desdeñaré, ni permitiré que desdeñen mi pequeña gran pena, porque ésta tiene el mismo valor que las penas de cualquier otro, o cualquier otra.
Tampoco me digas que “todo tiene un lado positivo”, y que cuando abra los ojos me voy a dar cuenta de que “no hay mal que por bien no venga”. Lo creo de verdad. Pero de hoy en adelante yo tampoco desestimaré, ni permitiré que desestimen un momento de dolor que ha llegado para ayudarme a crecer.
De ser posible no me digas que “sólo debo pensar en positivo” y que en cada momento tengo que “poner buena cara al mal tiempo”. Lo creo absolutamente. Pero de hoy en adelante yo tampoco repudiaré a aquellos o aquellas sumidos en la desesperación, o a mí misma, sin poder ver una luz al final del túnel.
Por favor, no me lo digas. Yo lo hice alguna vez con todas las buenas intenciones que tenía en mi corazón en ese momento. Hoy sé que no debí haberlo hecho, o que, por lo menos, debí haber respetado el duelo de los demás con mi silencio. Pero, independientemente de lo bienintencionado de mi desfachatado optimismo, éste puede llegar a ocultar las emociones verdaderas e invalidar nuestra pena. Y, por otro lado, al pretender exigirme una sonrisa ante la dificultad, estoy negando la complejidad del ser humano que soy. Con lo blanco, lo negro, y la escala de grises que hay de por medio. Pero también con sus muchos colores.
El verdadero crecimiento no tiene sus bases en la alegría constante. Nuestra historia debe componerse de una irremediable mezcla de satisfacción, malestar, evolución y hasta conflicto. Sí. Como lo dije antes, es natural buscar consuelo en el optimismo, pero la sanación frecuentemente sienta sus bases en el fastidio. De otro modo, si insisto en llenarme de pensamiento positivo a toda costa, la positividad tóxica se vuelve dañina.
Que quede claro que ni busco, ni quiero, sumirme en la melancolía y la zozobra que causa el pesimismo. Tampoco quiero volver a correr el riesgo de ignorar las emociones reales y aislar a quienes llevan sufrimiento en su corazón. Sin embargo, estoy completamente convencida de que el verdadero apoyo significa acompañar a alguien en su dolor, no apresurarlo con propuestas impertinentes. La evolución no proviene de ignorar la oscuridad, sino de enfrentarla con compasión, pero, sobre todo, con verdad.
Tan optimista y pesimista como me sea posible,
Miss V.
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