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Una de las cosas que me gusta mucho hacer, y sé que no lo hago tan mal, es escribir. Y si puedo hacerlo con buena ortografía, mucho mejor.
Haber aprendido a leer a los tres años, me puso, desde hace mucho tiempo, en un lugar privilegiado en el idioma, sobre mis otros compañerillos, que a esa edad apenas empezaban a aprender las onomatopeyas. Sin embargo, leer a tan corta edad, también me ponía en un lugar desafortunado. Primero, porque sabiendo leer en ese tiempo tan prematuro, uno se convierte en una especie de títere, al que le dicen que lea, y una, obedientemente, eso hace. Leer. Segundo, porque mis tías, más que mi mamá, me presumían con sus amigas y decían, “¡tiene tres y ya sabe leer! Y muy bien, ¿eh?, por lo que al leer, los ojos de los adultos están puestos en una. Y, tercero, porque a mí en lo personal, me daba miedo equivocarme, y que me fueran a decir: “¿pos’ no que leías muy bien?”
La lectura precoz me inició en los insondables caminos de la escritura, la ortografía, el uso de los signos de puntuación, y la crítica destructiva contra aquellos que se empeñan en escribir “ola”, en lugar de “hola”, o que ni se dan color de que entre “haber, a ver, y haver” sólo dos son correctas y, de esas dos, cada una se usa de manera diferente.
Mi sufrimiento en este aspecto ha traspasado las barreras de mi lengua materna. Como maestra de Inglés, también he tenido que sufrir los diarios ataques, que he tomado casi como personales, de la mala ortografía, ahora desde el flanco angloparlante. O del anglo-escribiente.
Creo que el desencadenante de este fatídico don, sucedió cuando estudiaba tercero de primaria. En uno de los dictados semanales, la maestra dijo “víbora”, y yo escribí “vívora”. Con acento y todo, como debía ser. En el extenso dictado de cincuenta palabras, que hubiera cuarenta y nueve palomitas verdes y una tachita roja, no me cayó mucho en gracia. Y todavía tuve el descaro de cuestionar a la maestra y decirle “vívora sí lleva ve chica”, la que después nos dijeron que se llamaba “v labiodental”, y finalmente, la terminaron llamado “uve”.
La maestra, muy pacientemente me dijo que así era, pero que nomás la llevaba al principio. Que la segunda era “b”. ¿Ah, sí? Entonces agarré el diccionario, y me puse a buscar la palabra. Mi intención, aún a la ridícula edad de nueve, era darle en la cabezota a la maestra, y lograr un triunfo descomunal sobre ella.
S, T, U, V…
Damas y caballeros, ahí estaba la palabra. VÍBORA. Y ahí estaba mi cara. En el suelo. Caída de la vergüenza.
No vuelvo. No vuelvo a meter la pata haciendo correcciones de cosas de las que me siento muy segura, pero que no me he dado a la tarea de corroborar, aunque sea nomás para ver si sí es cierto que estoy en lo cierto. Tampoco me vuelvo a poner al tú por tú con una persona que, OBVIAMENTE, sabe más que yo en cualquiera de los asuntos de esta vida. La ortografía siendo una de otras tantas…
Este principio, entre muchos otros, ha regido mi vida personal y docente, y he tratado, en la medida de lo posible, inculcárselo a mi hija y mi hijo, y a mis alumnos y alumnas. No hay que dar nada por hecho.
Y un día, a raíz de una corrección, ciertamente no pedida, que le hice a un amigo (aparentemente, ya ex-amigo), me gané el calificativo de “nazi de la gramática”. Y aunque el título carece de dulzura, y fue inventado tal vez por algún dolido o dolida al que le corrigieron la ortografía, y en vez de agradecer la corrección y encontrar una oportunidad de mejorar, consiguió un escape en la amargura, no puedo negar que soy una fijadita en esos asuntos, y que muchas veces me han tachado de pedante, intransigente, y hasta de nefasta. Ni hablar...
Ya hasta es parte de mi trabajo, también.
Después de esta corrección, el interfecto me escribió: “preo me entendiste no” que, con base en mi experiencia, supongo que quiso decir: “pero me entendiste, ¿no?”. Entiendo que un dedazo o uno que otro error en la redacción lo podemos sufrir todos. Pero no. Así no. Me niego a aceptar que te entendí, y dejar pasar las tremendas faltas de ortografía con las que me escribiste.
No todo se reduce, necesariamente a la educación académica recibida. Aunque también cuenta. O a la falta de interés por leer cualquier cosa que tenga puras letras, y que no tenga dibujitos.
Vivir en un lugar como éste, en el que para muchos leer es una lacra, y para otros tantos es una imposibilidad, pero para quienes las redes sociales están disponibles todo el día y en cualquier lugar, y que para muchos sirven como un escape más que una plataforma de aprendizaje significativo, la mala ortografía se ha vuelto el pan nuestro de cada día. Tristemente.
Ciertamente, la educación académica aquí también tiene muchísimo campo de mejora. Los procedimientos lingüísticos para la lectura en nuestras escuelas (que no necesariamente en las privadas), son dolorosamente rudimentarios, y con tantos indiferentes progenitores, la cosa no pinta bien.
Hablando desde mi posición de nazi de la gramática, en realidad, no deberían haber motivos para escribir con faltas de ortografía. Tampoco debería de haber excusas como: “es que estaba escribiendo muy rápido”, o cinismos tales como: “pero me entendiste, ¿no?”.
Párrafos que se convierten en un enunciado de diez líneas a falta de comas o puntos, que no dan chance ni de tomar aire, y que convierten un dulce “vamos a comer, abuela” en un antropófago “vamos a comer abuela”.
Pasajes plagados de palabras sin tildes, o usando “s” por “c”, porque creen que toda palabra que termina en “ción” lleva “C”, y por eso se declaran diciendo que “esta es una ocacion de mucha tencion pero estoy dispuesto a mostrarte mi pacion”.
Textos llenos de huecos en donde debería de haber una “h”, que no ponen, porque al fin que ni suena, pero que acomodan en otro lado, en una serie de expresiones sentimentales que hunden mi libido: “Ola ermosa que hestas aciendo”.
Una vez alguien muy cercana a mí se llenó la boca, presumiendo que ella SIEMPRE había tenido muy mala ortografía. “¡Ay, no! Es que la ortografía no se me da. ¡Nomás no!” Yo le dije que en esta época, y en su profesión (o en cualquier otra), y además a su edad, eso no era admisible. Después me dijo que no todos son unos enamorados de la gramática y de la ortografía como yo. Que debería tener un poco más de tolerancia con los demás, sobre todo los que no tuvieron oportunidad de estudiar, o no la tienen de leer. O con aquellos que, como a ella, la ortografía “no se les da”.
No, chula. Esos son pretextos chafas. Cualquiera que tiene acceso a un teléfono, o cualquier otro aparato, con Internet sobre todo para acceder a sus redes sociales (como tú, que eres activísima) tiene también oportunidad de acceder a un diccionario, o a un motor de búsqueda para preguntar cómo se escribe, cómo se dice, o cómo se usa, cualquier vocablo de este o cualquier idioma.
Note usted que dije que todo aquél con acceso a un teléfono, o cualquier otro aparato, con Internet sobre todo para acceder a las redes sociales. Aquí no cuentan aquellas personas como la señora que hace el aseo en casa de mis papás. Sin la primaria terminada, con un teléfono celular de los que sólo sirven para hacer llamadas, y apenas leyendo y escribiendo de manera meramente funcional, la he visto buscar a escondidas en un diccionario que tienen mis papás, o preguntarle a mi mamá, si “así se escribe” lo que sea que haya escrito…
Por eso encomio a las personas que, se esfuerzan, aún con las muchas limitaciones académicas que pudieran tener, por escribir y hablar de manera correcta, procurando comprender las extravagancias del idioma, pues esa es otra manera de amar a nuestro idioma y a nuestras raíces. Y me retuercen el hígado quienes, sin limitaciones didácticas, no hacen ni un mínimo esfuerzo, pero sí ponen muchos pretextos para escribir y hablar de manera correcta, sin respetar los caprichos de la lengua.
Que su servidora sea terca al respecto de hacer uso de la buena ortografía no obedece únicamente al espíritu calzonudo que se me ha acrecentado con los años. La buena ortografía es como la verdad. Todos podemos acceder a ella, pero solamente algunos pocos queremos hacerlo en serio. No es sólo el hecho de infringir una regla, lo cual de por sí ya es malo. Por lo tanto, desde mi muy humilde punto de vista, la que a varios les parece soberbio, tener mala ortografía es otra forma de acomodarse en la facilidad de la indolencia y la falta de amor propio, pues el idioma es la base de la comunicación elocuente, convincente, satisfactoria. Aunque también de la no tan elocuente, de la no tan convincente y de la no tan satisfactoria. Depende del lado ortográfico de la vida.
No. Los que corregimos la ortografía no somos cretinos y hostiles. Nonos creemos superiores… Muchos somos maestros. No queremos destrozar a nadie. También amamos y sentimos. Muchas más veces de lo que quisiéramos. Y también muchas veces más de lo que quisiéramos, metemos la pata hasta la rodilla con cuestiones gramaticales, el uso desmedido de metáforas y el empleo excesivo de pleonasmos. Pero sobre todo, estamos preocupados por el aprendizaje continuo y significativo. El nuestro. El de todos. Aunque no nos lo hayan pedido…
Valga decir que también estamos rodeados de gente que, de manera vengativa, al primer error que cometamos (no sólo en lo escrito, sino también en lo hablado), quieren saltar sobre nosotros y mordernos la yugular no para corregirnos o ayudarnos, sino para destrozarnos. Como cuando se burlaron de mí ese día, y otros más, porque dije “’Pérame. No he imprimido los encuadres”…
Cierto. Escribir “ke” o “k” en vez de “que” o “qué”, no dará lugar al Armagedón. Sin embargo, la correcta escritura de cualquier palabra SÍ dará lugar a personas más conscientes de nuestros entornos lingüísticos, de nuestros contextos gramaticales, y de nuestros ambientes filológicos, tan secos, tan parcos, tan sombríos.
Tan olvidados.
Pero me entendieron, ¿verdad?
Miss V.
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