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Ahí les va un cuento.
Había una vez un simpático pastor llamado Pedro, cuyo trabajo era cuidar los borregos de los aldeanos.
Un día estaba tan aburrido que, para divertirse, empezó a gritar, con un tono muy convincente de terror en su voz , que ahí estaba el lobo, y que se estaba comiendo el ganado.
Asustados, los pobres aldeanos subieron corriendo al cerro para ayudar al niño, y para salvar a las ovejas. Pero cuando llegaron, no había ningún lobo, pero sí muchas carcajadas por parte de Pedro, que se creyó el muy chistosito.
Tú sabes lo difícil que es ir de subida. ¡Ahora imagínate corriendo! Con poca paciencia pero la suficiente como para no ahorcarlo, y de la que carecería yo si me encontrara en una situación como ésta, los aldeanos le dijeron a Pedro que, ahí de favor, no volviera a gritar así. Dicho esto, los aldeanos se regresaron, molestos, a la aldea.
Más tarde ese día, Pedro volvió a lo mismo. De nuevo gritó que el lobo había regresado. Y los aldeanos de nuevo volvieron a correr en su auxilio, sólo para darse cuenta de que, de nuevo, había sido una broma por parte de Pedro quien, a estas alturas, ya les parecía bastante antipático.
Otra vez, cuando los aldeanos llegaron a la cima del cerro, se dieron cuenta de que, una vez más, habían sido víctimas de la misma ridícula broma de Pedro, quien los recibió con más carcajadas.
A los aldeanos les causó menos gracia que la vez anterior. Tal vez no sólo porque Pedro los había vuelto a engañar, y los había hecho correr, sino porque cayeron redonditos en la misma broma otra vez. Nuevamente le pidieron que no levantarla las alarmas cuando no había peligro. “Si no hay lobo, no grites.” Y ahora sí enojados, regresaron a la aldea a continuar lo que fuera que hubieran estado haciendo.
El resto de la historia ya la conocemos todos: llegó el momento en el que un lobo de verdad se acercó al rebaño, listo para comerse a una o dos ovejas, y llevarse otras tantas para el camino. Aunque nomás se alcanzó a llevar una.
Pedro volvió a gritar de manera convincente, igual que las veces anteriores. Nomás que ahora los aldeanos, pensando que intentaba engañarlos otra vez, hartos de las bromas del chiquillo, prefirieron ignorarlo y ya no fueron al cerro. Lo dejaron gritar hasta que se cansara.
Seguramente, llegada la hora de entregar los borregos a sus respectivos dueños, éstos se habrán preguntado dónde estaría Pedro con sus preciados animales. Y, seguramente al ir al cerro a buscarlo y, tal vez temiendo lo peor, se encontrarían a Pedro llorando, más por decepción que por susto, porque nadie lo había ayudado a ahuyentar a lobo, que se llevó una de las ovejas.
Y por mucho que Pedro hubiera jurado que lo que decía era verdad, y mostrara evidencia y todo, es más que obvio que nadie cree en un mentiroso, aunque siempre haya dicho la verdad, o aunque se lo hayan cachado en una única mentira.
Ahora, a reponer el borrego que, por una cadena de fatídicos sucesos provocados exclusivamente por Pedro, el lobo se llevó con toda desfachatez.
Ahí les va una confesión.
A diferencia de Pedro, a mí no me gusta andar diciendo mentiras para hacerme la chistosa. Pero como casi cualquier ser humano que se cree normal, tampoco las ando evitando a toda costa. Con mis hijos, fueron necesarias. Con mis alumnos, a veces, son útiles. Con desconocidos, casi imprescindibles. Aunque, igual que a Pedro, a veces mentir no me sale tan bien y, en más ocasiones de las que espero, me sale el tiro por la culata.
Eso no significa que no haya dicho muchas más mentiras de las necesarias, o las suficientes, para escurrirme, a veces no muy elegantemente, de una situación u otra.
He dicho mentiras en muchas situaciones de mi vida. Pero a diferencia de, por ejemplo, mis alumnos, ninguna se ha relacionado jamás con matar a ningún miembro de mi familia, como mis abuelitos o abuelitas, con tal de salirme con la mía. A pesar de este defecto de tu servidora, y habiendo contado mi buena dosis de falsedades, aun así creo que mentir podría ser un muy aventurado albur que puede jugarnos en contra. Dependiendo del contexto, claro está.
Ya en algún momento escribí al respecto de los mentirosos, sobre todo cuando son los niños o las niñas quienes, emulando las mañas de sus cuidadores, pueden llegar a contar mentirotas tan escalofriantes, que parece increíble que salgan de la boca de una criatura de menos de doce, como en cierto momento, en alguna elegante escuela secundaria de esta ciudad, padecí.
Ahora bien. Decir mentiras no es necesariamente malo. Por lo menos, no siempre. Nuestros papás y mamás, o las personas que nos cuidaron y educaron, hicieron uso de ciertas mentiras para endulzar nuestras vidas, suavizar alguna noticia o, simplemente para que dejáramos de estar dando lata. Si acaso tuvimos esta suerte.
Lo verdaderamente malo, ya en la adultez, es que nos cachen en una mentira y que, por su naturaleza, a partir de ahí, dejemos de ser sujetos de confianza.
Esto último es el pan nuestro de cada día en una profesión como la mía. Estamos rodeados de alumnos y alumnas (y maestros y maestras…) que mienten con tal descaro y con tanta frecuencia, que ellos y ellas mismos terminan creyendo todas las falsedades que nos contaron. Todas esas metidotas de pata dan lugar a tremendas contradicciones en las que, irremediablemente, terminan envolviéndose, y enterrándose solos.
Ahí les va una historia.
En un curso de verano de cuatro semanas de duración, con la inamovible consigna de que los estudiantes tuvieran oportunidad de faltar a su curso la exigua cantidad de dos veces, un revoltoso al que llamaremos Ubaldo, se tomó la libertad de estar ausente siete (siete) días hábiles seguiditos. Cuando regresó, me dijo que la larga ausencia se había debido a un repentino brote de influenza, muy de moda en aquella época.
Casi me preocupé por él, porque no era la primera vez que me platicaba que se había enfermado de cosas gravísimas antes. Y casi me preocupé por mí, porque cuando me estaba platicando sus aventuras, el muy desvergonzado no llevaba cubrebocas. Entonces, le deseé que ojalá se sintiera mejor, le aconsejé que se hiciera un limpia, y le recomendé que llevara el comprobante médico a las instancias escolares correspondientes para proceder de acuerdo con el reglamento al respecto de todas esas faltas que se había aventado, seguramente, encamado.
Con un “Sí, miss”, se alejó de mí tan rápido como pudo.
Al día siguiente, cuando le recordé lo del justificante médico, me dijo no iba a poder llevarlo. Según él NO le habían dado comprobante, que porque su padecimiento había sido “una urgencia”.
Por eso, mi hijito. Sin tener en cuenta lo urgente de tu caso, un doctor debe siempre expedir un comprobante, para lo que se ofrezca. Le recomendé entonces que, mínimo, llevara la receta. Extrañamente, tampoco le dieron. Y terminó diciendo: “¡Hasta se me hizo raro que no me dieran nada!”
No. Pues a mí no se me hace tan raro. Porque, como se lo señalé a Ubaldo de manera puntual, tuve tiempo de ver en las fotos del Facebook de su novia, que su servidora dudaba mucho que en la playa de Nuevo Vallarta hubiera consultorios que dieran comprobantes médicos para los profesores o las escuelas. Pero que lo que sí se me hacía muy raro era que, teniendo influenza, hubiera estado posando muy saludable en todas las fotos, muy en traje de baño, y muy sin cubrebocas. Después deseé que ojalá se hubiera divertido y que, también ojalá, no hubiera contagiado a Sarita, su novia, pues los veía muy cerquita…
Dicho esto, pareció que le dio influenza de verdad: le entraron los calores, le entraron los temblores, y le entraron las flojedades intestinales.
Reprobó. Quiso negociar. Ya no era posible.
Los mentirosos que juegan con la confianza de los demás no tienen cara para ponerse a negociar, mucho menos después de que los cachan en la mentira.
Está de más decir que no volví a confiar en Ubaldo. Por lo menos por un buen tiempo.
Para que lo sepas, antes de comenzar el siguiente semestre, Ubaldo sí se enfermó de influenza de a deveras. Pero igual que a los aldeanos con Pedro, sus profesores le creímos las primeras veces y hasta le dimos oportunidades que no se merecía. La última, ya no.
Esta travesura de Ubaldo, aunque fue tremendamente incómoda para todos los relacionados con su educación, pero para él primordialmente, podría no traer consecuencias de gran magnitud. Excepto por el hecho de que Ubaldo se convirtió en una persona que no era de fiar. Incluido el hecho de que al mocoso por mucho tiempo lo persiguió la deshonestidad de este episodio, y que para sus profesores fue imposible volver a confiar ciegamente en otro alumno. Por lo menos en aquellos sin comprobantes de por medio.
Otros profesores también guardaron su distancia con Ubaldo, no necesariamente por la influenza que, finalmente, sí le dio; sino por la falta de credibilidad que, a la postre, trae el mentiroso que, de muchas y muy modernas maneras, grita “¡ahí viene el lobo!”
Pero aun así su travesura realmente palidece ante tantas otras mentiras, dichas por tantos otros y otras sinvergüenzas. Si nos ponemos a comparar las envergaduras de las mentiras, por supuesto.
Ahora bien, dicen los que saben que “mentir es mentir”. No importa la mentira. Nada de mentiras piadosas, ni por omisión, ni nada.
Pero con base en mi experiencia como mamá mentirosa, como cuando no podía hablar con mis hijos, por citar algún ejemplo, de la muerte de su difunto padre, dada la seriedad del caso, y procediendo a endulzar para mi prole la forma de su viaje final, entonces también creo que hay de mentiras a mentiras.
Aunque el principio sea el mismo, las circunstancias son diferentes.
Claro que, como siempre, esto lo creo sólo yo. A lo mejor, porque quiero justificar la improvisada mendacidad de mis palabras. A lo peor, porque quiero seguir mintiendo con todo descaro.
Ahí te va un chisme.
De las muchas maestras que llegué a conocer en mi larguísima carrera docente, había una (a quien llamaremos María) que se ganaba la admiración de todos por ser la más sonriente, la más simpática, pero sobre todo, la más seductora. Especialmente entre el gremio masculino de la Institución donde trabajaba. Equivocados no estaban. Todos esos atributos tenía María. Hasta yo los podía ver todos.
Desafortunadamente para todos aquellos aventados que querían una oportunidad con María, ella no era libre. Pero, según sus propias palabras, estaba luchando por mantener su matrimonio a flote, que ya no era, en lo más mínimo, perfecto. Pero según ella, no por su culpa, sino por la falta de amor, respeto y empatía por parte de su marido. Ella más que nadie y casi sola, por su propio bien y el de un niño de unos cuatro años, y por medio de terapias de todo tipo, había hecho cuanto estaba en sus manos por sacar adelante su matrimonio, que ya estaba empezando a resquebrajarse.
Con esta "buena noticia", muchos vieron una oportunidad que no debía dejarse pasar. Sin embargo, en cuanto algún aventurado quería una amistad no tan amistosa, pero sí un poco más romántica, la bella profesora ponía una barrera muy firme contra todo aquél que quisiera traspasar el límite de lo estrictamente cordial, o lo rigurosamente profesional.
La álgida situación con su esposo no fue ningún impedimento para un aventado que, viendo una oportunidad, no la quiso desaprovechar. Este hombre, tampoco de mal ver, a quien llamaremos Francisco, e infatuado con la belleza e inteligencia de la maestra, hizo su lucha. En esta lucha, el ardiente admirador (también profesor, por cierto) lo dio el todo por el todo. No dejó cabos sueltos. Luchó. Y la conquistó.
Amigos y amigas. Esta es una prueba de que nadie manda en su propio corazón. Pues con un matrimonio no finalizado; la incertidumbre de tener una relación con un hombre que, aparentemente, no le daba ningún valor; y la vulnerabilidad que trae la necesidad de amar y ser amado, estos dos profesionales de lo académico, tan ávidos de cariño y validación, no sólo se entregaron los corazones, sino hasta las llaves de sus respectivas casas.
La barrera había sido traspasada.
Esta situación fue un escandalillo. Pero sólo a medias. Cuando dos personas bonitas se encuentran, y se reconocen en muchos más aspectos que sólo la hermosura externa, es casi natural que llegue a ocurrir algo entre ellos.
Las primeras citas se dieron en el estacionamiento de la institución. Pero no pensemos mal. Dentro del coche sólo había charlas, besos tiernos, y manos entrelazadas. No podía hacerse más en una escuela llena de mocosos (y docentes) fisgones. Sin embargo, cuando la autoridad máxima se enteró, con mucha más delicadeza de la que una situación como esta, según ella, ameritaba, les pidió a ambos no hacer cosas malas que parecieran malas…
Las citas, por el bien de la institución, y de la reputación de los involucrados, cambiaron de lugar. Ambos se veían a las ocho y media de la mañana, antes de la clase de él y después de la clase de ella, en la cafetería, para desayunar juntos. Y seguir hablando de ellos. De sus planes. De sus deseos. De amor. De todo. Todo iba bien.
Hasta que dejó de ir bien.
Durante algunas de sus citas, ella recibía misteriosas llamadas que, según Francisco, o no contestaba, o contestaba con un tono de voz muy bajo, o simplemente cortaba con un “luego te marco”. ¿Todo bien? Todo bien. Ella le sonreía. Él le creía. Ella era demasiado bonita y tierna como para dudar de su palabra.
Después de dos meses de dulce relación, Francisco, sin avisar ni nada, dejó de buscarla. Dejó de esperarla para desayunar. Dejó de platicarle sus cuitas. Dejó de abrirle la puerta de su casa. Dejó de abrirle su corazón.
No me lo vas a creer, pero según nos contó Francisco, un día, después de dejar a María en su casa, Francisco encontró una carta en su coche. Una carta, escrita a la antigua. A mano. Como en mala telenovela, Francisco pensaba que iba dirigida a él, pues el “hola, mi amor bonito” como comenzaba la misiva, lo había escuchado de boca de María, muchas veces.
Pronto se enteró que no era para él. Esta carta, escrita de puño y letra del esposo de María, fue la que desveló la verdad y desató la hecatombe en el corazón de Francisco: el matrimonio de María no estaba en pausa por causa de su esposo, sino de ella; no era él el que no le daba ningún valor a ella, sino ella a él; no había sido ella la que buscó asesoramiento terapéutico, sino él. Y lo peor de todo, no era la primera vez que María se pescaba un incauto...
Francisco se dio cuenta de que el esposo de María la amaba tanto (o tan poco se amaba él) que le creyó todas las veces que le decía que no iba a volverlo a engañar y, todas las ocasiones en las que lo hizo, se rebajó a aceptar ser el “otro” en una telenovelesca relación triangulada, donde él debería de ser, no uno de los galanes principales, sino el único.
Y lo que dio al traste con todo para Francisco fue enterarse de que María y su esposo no habían dejado de verse durante el tiempo en el que ellos salían, pues ella estaba embarazada. Cuatro meses llevaba.
Se vio acorralada. Quiso pactar. Ya no era posible.
Los mentirosos que juegan con el corazón de los demás no tienen cara para ponerse a pactar, mucho menos después de que los pescan en la falsedad.
Está de más decir que mi amigo no volvió a confiar en ella. Aunque ella siguió buscándolo para darle explicaciones, él la bloqueó de todas partes y de todas las redes sociales donde se puede bloquear a alguien. Y ambos salieron de la vida del otro para siempre.
Esta travesura de María y Francisco, aunque fue tremendamente turbulenta para todos los relacionados con su triangular relación, trajo consecuencias de gran magnitud. Incluido el hecho de que María se convirtió en una persona indigna de confianza, y que para Francisco fue muy difícil volver a confiar en otra mujer. Por lo menos durante un tiempo.
Los otros profesores, antes enamorados de María, también guardaron su distancia con ella, no sólo porque fuera casada, y estuviera embarazada, sino por la ruptura en la reputación que, a la postre, sufre el mentiroso al que atrapan.
Ahí te va una conclusión.
He visto que cuando el engaño irrumpe en cualquier vínculo, no importa si es escolar, amoroso, o pastoril, se crea una grieta que para algunos, no puede repararse jamás. La sospecha siempre se deslizará por esa grieta, y empezará a hacer un cómodo nido donde la confianza alguna vez vivió, desplazándola hasta hacerla casi invisible.
Ciertamente, después del engaño pueden darse las disculpas, las razones, y las explicaciones, pero estas se sienten tan débiles, que ni siquiera pueden entrar a un corazón todavía doliente, aunque éste quisiera dejarlas entrar.
Reconstruir la confianza con alguien que ha mentido, no solamente de manera tan profunda y descarada como María, sino incluso con un desatino como el de Ubaldo, o con una travesura como la de Pedro, no es cosa fácil. Primeramente para el engañado. Y, a la postre, para el engañador. Incluso las promesas más pequeñas pueden sentirse falsas, y sufrimos la incomodidad de querer buscar pruebas para cada acción o palabra, con tal de sentir algo de seguridad de nuevo.
Si bien el perdón puede llegar a tiempo, la confianza es más terca, y puede llegar de manera cautelosa, pero lenta. Si es que llega. El corazón, una vez fracturado por el engaño, debe aprender a protegerse, desconfiado de volver a romperse por el mismo dolor. Y puede elegir no volver a confiar, no sólo en aquél o aquella de quien recibió el engaño. Sino, incluso, del resto de los mortales.
Pero no canto victoria, ni señalo con dedo acusador. La vida sigue, y mi débil humanidad seguramente me pondrá nuevamente en ambos lados: el del embaucador, y el del embaucado. Sin embargo, esto es un recordatorio, mayormente para mí, de que la honestidad, aunque a veces inquietante o incómoda, frecuentemente es la única base lo suficientemente firme como para mantener el peso de una conexión que debiera ser honesta y genuina.
¡Ahí viene el lobo!
Miss V.
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