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PALETAS PARA TODOS

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Mar 10, 2023
  • 7 min read

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Me acuerdo que, cuando yo era niña, muchos ayeres atrás, me gustaba mucho competir casi en lo que fuera. Creo que era porque sentía la necesidad de comparar mi fuerza, mi rapidez y otras habilidades con las de los otros niños y niñas; o porque desde antes de nacer, nos han sumergido en un mundo de competencia, sana o no, con otras personas: que si mi embarazo es más tranquilo que el tuyo; que si nació pesando dos o tres kilos; que si ya aprendió a gatear, o a caminar antes que los demás; que si ya sabe decir mamá, papá, o agua; que si ya sabe leer…


Todo es competencia. Y en casi todo hay ganadores.

Y perdedores…

Pero, la vida es así. ¿No?


Ciertamente, en las carreritas, o en el concurso de ortografía, o en el concurso de canto, no siempre ganaba. Pero eso me impulsaba a mejorar en lo que fuera que estuviera compitiendo, o en todo eso que las maestras se empeñan en hacer divertido/atractivo para sus alumnos y alumnos, pero que no siempre es así para todos.


Cuando llegaba a ganar, qué emoción me daba recibir, además de un diploma, la medalla, el juguete, o el Paletón, signo de mi poderío y mi superioridad en esa disciplina, y en ese momento, nada más. Invicta hasta la próxima competencia…


Los otros, los que perdían, no recibían nada. En casos más cordiales, recibían nomás un diploma, más chiquito que el del ganador, sin las otras chucherías, como signo del “Gracias por participar. Vuelva a intentarlo después. Igual para la próxima se gana algo”, que yo también recibí muchas veces. E intentarlo es lo que volvía a hacer, hasta que no me ganara el primer lugar. O el segundo, mínimo. Ya el tercero, de a perdida.

O ninguno…


En un momento en la evolución del papel de progenitor(a), que fue de severo a blandengue en menos de dos generaciones, a un desesperado papá, o una exigente mamá, algún día se le ocurrió que no era justo que su hijo o hija, aunque al haber participado no hubiera ganado, no se llevara por lo menos un reconocimiento de su importante participación en el encuentro. Bueno, pues entonces, diplomas (del mismo tamaño) para todos…


En los principios de mi carrera docente, me di inmediatamente cuenta de que, para algunos papás y mamás, la palabra "competencia" era infame y hasta dañina para la autoestima de su prole. Sus argumentos eran muchos, y muy variados: que las competencias, cualquiera que fuera su naturaleza, ejercían demasiada presión para que los niños y niñas pudieran dar lo mejor de sí mismos; que los enfrentamientos deportivos, o de cualquier índole, causaban un estrés completamente innecesario para niños de su nivel educativo; o que los niños no deberían sufrir, a esa edad, ningún tipo de decepción que los llevara, ni siquiera, a querer ir a la escuela.


Entonces, los papás y las mamás, con buenas intenciones o no, optaban, a falta de mejores palabras, por evitar una decepción o un trauma mayor en el futuro de sus hijos, evitando por completo que fueran parte de cualquier situación competitiva. O bien, declararlos a todos “ganadores”. Parejo. Aún cuando el ganador se hubiera esforzado por declararse vencedor de una manera honesta, competitiva. Más preparada. Superior.


De ahí la condescendiente frase que se inventó alguien quien tal vez, también perdía a cada rato, o quería, avergonzadamente, justificar a un perdedor: “lo importante es competir, no ganar”, misma que hizo sentir a los ganadores como si su esfuerzo no valiera la pena. Y a los perdedores como si esforzarse no fuera importante. Nomás ir, y ya.


Y luego, a otro u otra se le ocurrió decir, nomás para no hacernos sentir mal a los perdedores: “Por el simple hecho de estar aquí, todos somos ganadores”...


Esa contraproducente blandez de la que muchos padres y madres hemos adolecido en alguna ocasión, tal vez resultado de nunca haber ganado nada en nuestras exiguas infancias, y/o sentirnos (quizá provocado por otros) como unos inútiles, es verdaderamente siniestra. Puede que también sea el trago amargo de no poder soportar ver en nuestros bienquistos y perfectos herederos un reflejo de nosotros mismos, y evitar a toda costa, que sientan el mismo dolor que nosotros, por no ganar, sentimos algún día.

Quién sabe.


Por ello, ponemos todo nuestro empeño en mitigar su pena, evitando hacerlos fuertes a fuerza de perder, y afanarse un poco más, para la otra. O madurar a metidas de pata, y aprender a no cometer el mismo error, luego. O acompañarlos en el camino, enseñándoles a sortear los obstáculos (en lugar de cargarlos en la pista), y acercarse a la excelencia, de a poco, posteriormente.


Para rematar, y quizá para justificar sus modos casi subversivos, los progenitores aquellos, entre avergonzados y orgullosos decían: “es que, está chiquito/chiquita…” A lo que las maestras y maestros, consternados por la pequeñez física de la criatura, misma a la que ni le dolió, porque tal vez ni siquiera se habrá dado cuenta de si ganó o perdió, tanto como su papá y su mamá, y secundando la petición de éstos últimos, optaron por decir lo que los progenitores querían escuchar: “PALETAS PARA TODOS”...


A partir de ese momento, no importando que los niños o las niñas fueran buenos en una cosa u otra, tuvieran mas habilidades en una disciplina que en otra, o gustaran más de una actividad que otra, todos se llevaban su paleta.


Treinta y cuatro años, damas y caballeros. Treinta y cuatro años he portado con orgullo el título de docente, de los cuales los últimos diez los he desarrollado dando clase en la Universidad. Y, de todos esos años, de todos los treinta y cuatro, sin fallar, en TODOS hay papás y mamás que insisten en decir, de una manera u otra, que sus niños (aunque sea sólo en la amorosamente impedida mirada de sus padres y madres) están chiquitos, y no hay qué crear en ellos impresiones que puedan causarles traumas a futuro. Que hay qué darles paletas a todos.


Mis salones universitarios, estimados amigos, siguen siendo salones de kinder. Tal vez, de primaria. Están llenos de niños y niñas chiquitos. Criaturillas de entre 17 y 24 años, muchos de ellos sumamente mimados y caprichosos, que siguen creyendo lo que sus papás y mamás se empeñaron en taladrar en las todavía inexpertas cabecitas de su niñez: que nadie tiene derecho a decirles que lo que hicieron no fue lo suficientemente bueno, aunque hayan entregado un verdadero bodrio; a los que hay que rogarles, prácticamente, para que hagan lo mínimo indispensable para, ya no digo aprender, sino apenas pasar la materia; y que, sin importar si hicieron bien las cosas o no, o si dijeron bien las cosas, o no, nomás por el nimio y ridículo cuasi esfuerzo que hicieron, se siguen mereciendo su paleta. Igual que todos los demás. Los que se la ganaron a pulso. Los que SÍ trabajaron por ella.


Esa dulce paleta en estos contextos de educación avanzada, tiene forma de todo: de décimas o puntos extra, nomás porque sí; de clases libres para ver películas, o no hacer nada; de salir temprano, porque sus amigos o amigas ya los están esperando; de no ir a clase los viernes, porque tienen hambre, y se van a ir a las gorditas del mercadito; porque se tienen qué regresar, así dicho por ellos mismos, a “su rancho”; o de hacer trabajos sencillos, sin complicaciones, para no sentir que fracasaron.


Mi deber es decirles, aunque mi voz casi siempre llegue a oídos sordos, porque para ellos son palabras necias, que el mundo laboral de hoy no le da paletas a cualquiera que no se esfuerce. Porque, hasta el alumno que pareciera que tiene la vida resuelta tendrá qué hacer algo diferente, y tratar de buscar su paleta, aunque sea a fuerza de madurar a metidas de pata, o a sortear los obstáculos (sin que haya nadie quien los cargue en la pista), y no porque cree que se lo merece sólo por su linda cara, por su perfecta sonrisa, porque solamente estiró la mano, o porque quiso ser simpático al decir: “miss, ¿quién la quiere más que yo?”.


(Mi mamá…)


Pero ese no es el único punto. El punto más doloroso es que los papás y las mamás, aún con hijos tan viejos como estos universitarios, siguen defendiendo con uñas y dientes, y a veces a salvajes mordidas, las incompetencias de sus hijos e hijas (incompetencias creadas con mucha ayuda de ellos), sacando citas urgentes con los profesores y profesoras de la universidad, (repito: citas urgentes con los profesores de la UNIVERSIDAD) exigiendo revisiones de trabajos aterradores, entregados como examen final; reclamando cambios de calificaciones que, no sólo para sus bebés, sino hasta para ellos, son absolutamente injustas; y casi ordenando a la institución la total (e inmediata) remoción del maestro o maestra en cuestión, por ser un docente intransigente, inexperto e inepto para dar esa clase.


O sea, no vienen a exigir, sino a arrebatar la PALETOTA por la que sus hijos e hijas, todos adultos, no son capaces de trabajar, por las que son incapaces de perseverar, o por las que se niegan a abandonar sus rutinas más cómodas.


Ahora bien. Mi objetivo al escribir quejas tan largas como ésta, no es, jamás, la de generalizar, porque siempre hay héroes y heroínas que salvan el día. Siempre hay estudiantes comprometidos y deseosos de lograr, con su empeño, a veces ganando y a veces perdiendo, la paleta del triunfo. Pero siempre empeñándose, con honestidad y dignidad, para conseguirla.


Los y las estudiantes que tienen éxito en las aulas, aquellos que buscan su paleta de manera cabal y constante, y que no son necesariamente los que tienen mejores calificaciones, suelen exhibir ciertas singularidades, ciertas características peculiarmente similares, sin que su origen cultural, edad o género, tenga NADA qué ver.


Pero para ellos no es esta perorata. Para ellos reservo otro momento menos acre.


Este sermón es para los demás.

Para los que rodeamos a estos caprichudos.

Para los que se esforzaron porque estuvieran ahí...


Para los que fueron (o todavía son) papás o mamás que exigieron o siguen exigiendo una paleta para sus hijos e hijas, en vez de prepararlos para que sepan que, lo bueno que uno quiera obtener, se debe ganar; pero que ahora tienen que vivir a la sombra de las imposiciones de sus chiquitos cuasi treintones.


Para los que vamos a envejecer rodeados de contadores, arquitectos y hasta docentes ineptos, que nunca se atreverán ni a abrir la boca por sí mismos, porque en el camino he visto a sus papás y a sus mamás venir a los centros de trabajo a exigirles a los empleadores de sus hijos e hijas un aumento de sueldo, o períodos vacacionales más extendidos…


Para los que, a pesar de la fatiga, el enojo y la tragedia de tener qué lidiar con personas vacías, y aún sabiendo que no nos pinta un futuro muy brillante pues estaremos rodeados de materialistas sin espíritu, sin fe y sin objetivos, seguimos al pie del cañón, intentando no repartir libremente, sino entregar cada paleta con la consigna de que, contrario al dicho del que “el que la hace, la paga”, el o la que la trabaja, la recibe.


Con un poco de desaliento,

Miss V.


 
 
 

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