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¿OBEDIENCIA CIEGA O DESOBEDIENCIA CONSCIENTE?

Writer's picture: yesmissvyesmissv


Ahora que mi hija y yo estamos haciendo limpieza tardía de verano, claro que notamos la excesiva cantidad de objetos que rayan en lo sentimental pero innecesario, que ella, mi hijo y yo, habíamos ido “atesorando” por muchos años ya.


Con el peligro de convertirnos en acumuladores, decidimos que nos iríamos deshaciendo de tantos de esos objetos como nos fuera posible. Eso hicimos. Sin embargo, antes de deshacernos de ellos en cualquier forma que fuera la más conveniente para nosotros, intentamos hacernos siempre una primera pregunta: ¿Por qué tengo esto?


Esto nos ayudaba a recordar cuál fue la razón de haber guardado el artefacto en cuestión durante el poco o mucho tiempo que estuvo casi literalmente olvidado. Todo lo que nos encontramos ahí tiene, indiscutiblemente, una historia inicial. No obstante al paso del tiempo, aunque la historia de cada cosa fuera hermosa o patética, funesta o melancólica, descubrimos que había objetos que, a pesar de la pequeñez de su tamaño, ya no tenían cabida en nuestras vidas.


Luego, cuando sabíamos exactamente por qué teníamos lo que teníamos, nos hacíamos algunas de (o todas) las siguientes preguntas: ¿Lo he usado el último año, por lo menos? ¿Me gusta? ¿Todavía sirve? ¿Lo necesito? ¿Me acordaba de que lo tenía? ¿Tengo planes para este trique?


Si contestábamos que sí a la mayoría, pues enhorabuena para el artefacto aquel. Se quedaba en sus cajas de origen, muy seguramente por el miedo que nos daba deshacernos de recuerdos de los que la memoria ni siquiera tenía presentes. A las demás les agradecimos por sus servicios, deseamos que fueran útiles para alguien más y, acto seguido, les dijimos adiós. ¡Y bien que se juntaron montones de bolsas!


De todo lo arrumbado en ese cuarto, lo que ni siquiera nos pasó por la cabeza tirar, regalar o ignorar, fueron las fotografías, y todo aquello que nos significara un recuerdo visual de épocas mejores, incluyendo algunos recortes de periódicos, viejas identificaciones, o esos antiguos visores de fotos que toda familia que se precie debe tener.       


¡Cuántos recuerdos trae ver una vieja fotografía!


¡Qué tiempos aquellos!


¡Cuánto daría por regresar, aunque fuera un día, a vivir la felicidad de ayer!


Viendo esas fotografías, y cómo la nostalgia me orillaba a querer revivir ciertas cosas de ayer, me acordé de una frase proverbial que reza que “todo tiempo pasado fue mejor”.


Muchas personas, quién sabe cuántas exactamente, hemos llegado a creer lo mismo. Viendo fotos o no. Hay unos momentos más que otros en los que me toca escuchar a mis compañeros y compañeras de trabajo, a mis amigos y amigas, a miembros de mi familia y, a veces hasta a mi hija y mi hijo, aun a su juvenil edad, decir que las cosas “ya no son como antes”.


En algunos aspectos les doy la razón, pues creo que esta visión al respecto de lo moderno es también generacional. La comida, las relaciones y hasta las personas han cambiado drásticamente de una generación a otra. Las fotos lo demuestran. Es más, hasta el mismo Sócrates tuvo sus quejas al respecto de los cambios que sufría la juventud de su tiempo, y de eso ya hace poquito más de mil seiscientos años.


Qué bueno que ya no está en este plano Don Sócrates. Le hubiera dado la arritmia, y luego un ataque al miocardio, nomás de ver de lo que son capaces algunos de los jóvenes (y otros tantos viejos) habitantes de este planeta…


Esta percepción de que el pasado fue mejor, sólo pertenece a cada generación que antecede a otra que es, obviamente, nueva. Es, tal vez, resultado de la nostalgia que se siente al recordar las experiencias del pasado con una sensación de añoranza por lo que ya se fue, e idealización de lo que nos parecía perfecto, aunque no lo fuera necesariamente. Puede ser, finalmente, una percepción distorsionada de un pasado más favorable. Sin que obligatoriamente lo sea para todos.


Las memorias, sin embargo, no son sólo hermosas. También están colmadas de momentos sombríos cuyas evocaciones pueden rayar en lo agridulce. Los recuerdos del pasado rebosan de ausencias que habitualmente quedan ocultas entre otras memorias más placenteras, pero que resurgen en los momentos más insospechados. Esas ausencias fueron devastadoras en su tiempo, pero por gracia del que es La Vida, las personas poseemos una maravillosa habilidad para sobrellevar y salir airosos de casi cualquier tipo de pérdida. Esto nos mueve, a veces despacio, a veces no tan rápido, a avanzar en el camino que nos ha tocado transitar. Finalmente, podemos (si así lo queremos) superar lo que posteriormente resultó ser lo más conveniente.


Con esto en mente, en lo personal me declaro culpable de sufrir un tipo de retrospección optimista. Puede ser porque cada vez que recuerdo algunos episodios de mi infancia y de mi juventud, los recuerdo de manera más positiva de lo que seguramente habrán sido. Este sesgo en mi memoria es, casi indudablemente, una influencia por mi estado de ánimo, por mi desconfianza en el futuro, o mi propio miedo a dejar de recordar mi pasado.


No obstante lo anterior dicho, también el presente nos puede jugar chueco. La contemporaneidad del hoy a veces me parece abrumadora, casi por las mismas razones por las que el pasado me parece perfecto: los factores estresantes, la incertidumbre y los desafíos que, con mucha más frecuencia de lo que quisiera, me son tan inmediatos como preocupantes. Además, el flujo constante de malas noticias y malas historias amplifican mis sentimientos de negatividad presente, haciendo que los eventos de hoy parezcan mucho peores que los eventos de mi pasado, un gran número de los cuales ni siquiera sabía que estaban ocurriendo.


Sin embargo, con todo y esa “retrospección optimista” de la que te hablaba, hay algo que las generaciones de antaño solíamos hacer, y que hoy parece un escándalo que las nuevas no hagan: obedecer ciegamente a sus mayores. Sin protestar.


Mi generación, tan equis, éramos personas que nos encadenábamos a una sumisión casi absoluta a nuestros superiores, cualquiera que fuera el contexto. Esto, dada la extrema combinación de factores culturales, sociales y prácticos, que moldearon nuestra crianza y nuestros valores. Aunque creo que no hemos logrado desencadenarnos del todo…


Las normas generales del comportamiento que se referían a la jerarquía y el respeto a los adultos, eran reglas estrictas, no necesariamente escritas, pero sí muy discutidas, en las cuales los “grandes”, independientemente de su comportamiento, eran vistos como la máxima autoridad. Obedecer a nuestros padres, madres, maestros y maestras era (y es) equiparable no sólo con el respeto, sino con el deber moral. Eso nos hizo obtener a muchos el título de “buenas hijas” o “buenos hijos”, dependiendo de la percepción de lo que era genéricamente “bueno” para quien nos antecedía. Sólo el tiempo diría a qué costo.


En culturas colectivistas como la nuestra, con familias tan aparentemente unidas, nuestras respectivos viejos clanes priorizaban (y siguen priorizando) la unidad familiar y la armonía doméstica sobre la expresión y deseos individuales, lo que hace de la obediencia al clan una virtud. Y mientras más ciega, más virtuosa. Esto, claro, sin importar si la unidad no era tan unida, ni la armonía tan armoniosa. Lo que importaba era obedecer, y punto.


Mi papá, mi mamá, mis tías, las monjas de la escuela, incontables maestras y maestros, y otros adultos que nada tenían que ver conmigo, reforzaban el cumplimiento de esta virtud, que obedecíamos más por miedo que por deseo, cuando nos decían que, aquel o aquella que no obedeciera a sus mayores, o aquel o aquella que se atreviera a desafiar el cuarto mandamiento, y se rebelara contra quienes le habían dado la vida, tenían bien ganado un lugar en el fuego eterno. No importaba que los autores de nuestros días fueran los primeros en deshonrar a su prole.


“Usted obedezca, y ya. O ¿quiere hacer enojar a Diosito?”, fue la primera y por mucho tiempo la única justificación, absolutamente escatológica y nada terrenal, del porqué tu servidora debía de hacer algo que no quería hacer, como bañarme todos los días, recoger mis colores, saludar de beso a un tío…


¡Claro que las cosas “ya no son como antes”! En el pasado, los niños y las niñas carecíamos de la adecuada (o exagerada) exposición a diversos puntos de vista debido a la tremenda restricción en los medios y las herramientas de comunicación que hoy abundan, y hasta sobran. Nuestros papás, mamás, maestros, maestras, y esos otros adultos metidos en nuestra educación, eran la principal fuente de conocimiento, y su autoridad no debía cuestionarse, so pena de irse uno al infierno.


En esas pequeñas sociedades, casi siempre familiares, para a veces también laborales, tan cerradas y tan poco globalizadas, las normas a menudo reflejaban las expectativas que tenían nuestros papás y mamás de nosotros; que eran casi las mismas que sus papás y mamás habían tenido de ellos, y así hasta el inicio de cada clan. Esto dejaba poco espacio para casi cualquier tipo de desacuerdo o algún punto de vista alternativo. ¡Pobre de mí si acaso llegaba de casa de alguna amiga con una extravagancia externa, o alguna expresión exótica que no se utilizara en mi casa!


Pero las expectativas sociales han evolucionado. En contraste con mi sumisión de antaño, y a pesar de haber siempre sido una hija muy obediente, aún en contra de mis propios deseos, y aun con las muchas limitantes de mi propia educación, a veces oprimida, otras veces no tanto, he intentado dejarme llevar un poco por la corriente moderna de enfatizar, sí la preocupación y el deseo de bienestar por el otro, pero también, hasta cierto punto, la individualidad, el pensamiento crítico y la elección personal. Independientemente de los intereses de mi amado, pero legendario e inamovible clan.

Habrá quienes, de aquellos que pertenecen a mi generación, hayan alcanzado este objetivo, logrando que la obediencia ciega sea menos frecuente, dando lugar a un tipo de “desobediencia consciente” en pro de nuestra propia prole, tan diferente a sus padres y madres. Es casi obvio que el acceso a la educación y la tecnología ha empoderado a las personas para lograr al fin cuestionar la autoridad con mayor libertad. Y con menos remordimiento.


Si bien la obediencia ciega fomentaba el orden y la tradición, y promovía la formación y la integridad, también a veces sofocaba la creatividad y la expresión individual. ¿Por qué ha de estudiar el mocoso lo mismo que su padre, sólo porque, por tradición y no por deseo, él estudió lo mismo que el abuelo? ¿Por qué la chiquilla ha de prepararse para ser buena esposa, sólo porque su mamá cree que ella también lo fue, y no para perseguir una carrera en la ingeniería, o en lo que sea?


Que las nuevas generaciones se hayan comenzado a alejar de esta dinámica refleja cambios más profundos en las elecciones personales, las prioridades sociales y hasta los derechos humanos. Pero, ¿qué tanto habremos de trabajar, o de autocontrolarnos, como para no llegar al extremo de no obedecer ninguna regla en lo absoluto?


Creo que la diferencia entre la obediencia ciega y la desobediencia consciente radica más en el propio nivel de conciencia, intencionalidad y pensamiento crítico involucrado. Cosas que muchos podemos poseer, pero que otros tantos elegimos ignorar. Aunque no todos…


En una hermosa película en la que un Fauno y una niña eran los protagonistas, un importante capitán de la policía armada franquista le pide al médico del pueblo que termine con el sufrimiento de un rebelde a quien el capitán había torturado encarnizadamente. El doctor obedece, pero el capitán sabe que el médico ha estado ayudando a los rebeldes. Ha encontrado pruebas en los campamentos abandonados de los jóvenes revolucionarios, quienes se habían sublevado a las tiránicas normativas del general Franco.


El capitán, furioso no solo por la desobediencia del médico, sino por su traición, le pregunta por qué no lo ha obedecido. Que de haberlo hecho, hubiera sido todo mucho más fácil.


“Sí,” contesta el médico. “Pero es que obedecer por obedecer, así sin pensar, solo lo puede hacer gente como usted, capitán.”


La desobediencia consciente del médico le cuesta la vida, pues el capitán saca una pistola y termina con su vida en ese lugar y en ese momento.


Los que vimos esa película, nos quedamos mudos. Todos queremos de alguna manera u otra rebelarnos contra ciertas opresiones, pero obviamente, nadie queremos ser aniquilados por ser desobedientes. Mucho menos cuando la desobediencia es mucho más prudente que la obediencia, si se me permite el término.  


El primer paso para convertirnos en personas con un alto grado de responsabilidad personal y social, es desobedecer. Pensar por nosotros mismos.


En mis años de juventud e inocencia, un adulto muy cercano a mí me dijo que San Agustín había dicho que “el que obedece, no se equivoca”. Claro que él se habrá referido al contexto teológico de la frase, que indica que cuando el hombre obedece la Palabra ésta nunca vuelve de vacío sino que da fruto en abundancia. Cierto. Pero no aplica, desde mi muy ignorante punto de vista, para todo. Este, el de San Agus, es obviamente un contexto completamente diferente al de un documental que vi, en el que, en su juicio por ser criminal de guerra, un prisionero Nazi decía que él no era culpable de las masacres que él mismo había llevado a cabo. Que él hizo lo que hizo porque estaba siguiendo órdenes. Y remató llenándose la boca con esa profunda frase Agustina: “el que obedece, no se equivoca” …


Cierto. Es nuestro deber obedecer las leyes para una mejor convivencia, seguir los estatutos escolares para bien de todos los involucrados, o apegarnos al reglamento de tránsito para con el fin de prevenir situaciones riesgosas.


Las reglas aplican para todos. Parejo. Pero, ¿qué pasa si hay inequidad en las reglas? ¿o destrucción? ¿Debemos someternos a ellas? ¿O ellas a nosotros? ¿Estamos obligados a cumplir con los convencionalismos, a sujetarnos a lo políticamente correcto, o a rendirnos al sistema establecido sólo porque así debe ser? ¿Sólo porque "el que obedece no se equivoca"? ¿Qué pasa si dichos convencionalismos, lo políticamente correcto, o el sistema establecido generan caos social? ¿O la muerte de inocentes?


¿Debemos obedecer ciegamente, aun así?


¿O desobedecer conscientemente?


La obediencia ciega es un reflejo de la falta de pensamiento crítico. Amigos y amigas, lo digo con todo conocimiento de causa. Por mucho tiempo y en muchas ocasiones seguí órdenes sin cuestionar su fundamento o sus consecuencias. Y del mismo modo, también lo llegué a exigir así.


¿Qué me impulsaba a obedecer sin protestar? Lo mismo que ha movido a tantos otros y tantas otras: el miedo a ser una mala hija o un mal hijo, el hábito de hacer siempre lo que me pedían por miedo a tomar mis propias elecciones, o la confianza ciega en la superioridad de cualquier adulto alrededor de mí. Aunque yo misma fuera ya una adulta.


Un día, casi sin pensar, casi de manera natural, elegí desafiar a la autoridad, desobedecer alguna regla, o plantar cara a ciertas normas. No creas que lo hice nomás por mis pantalones, o para ver qué se sentía. Lo hice después de una consideración reflexiva y una decisión deliberada basada en mis valores personales, mi ética y mi razón. Y mucho después de buscar la cura emocional que tanto necesitaba.


Créeme que me costó mucho trabajo empezar a decir “no estoy de acuerdo”, “no me parece”, o simplemente, “no quiero”.


Todavía no puedo del todo, nomás te digo. Pero ahí vamos.


Tampoco se trata de, opuesto a lo que dijo el médico de la película, “desobedecer por desobedecer”. La desobediencia consciente implica el pensamiento crítico y la conciencia de las consecuencias, con el objetivo de nuestro propio bien emocional, mental, y/o espiritual. Pero sobre todo, con el objetivo del bien común, como cuando alguien se niega a cumplir leyes injustas para abogar por un cambio social. La desobediencia consciente también refleja nuestra iniciativa particular y nuestro temple moral.


Obedecer NO está mal. Obedecer por obedecer, sí.


Desobedecer NO está mal. Desobedecer por desobedecer, sí.


 

Obediente desde la cuna, y desobediente desde la conciencia.

Miss V.

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