NO TE VES ENFERMA
- yesmissv
- Mar 14
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Oigan. ¡Qué horrible la cantidad de gente que hay en la calle! ¡Ya no se puede caminar libremente y con holgura, por ningún lugar, sin que te manoseen o te empujen! (A mi edad, manoseada puramente accidental, por cierto…) Las tiendas, el supermercado, y los centros comerciales están hasta el tope de personas queriendo gastar su dinero. Dinero que, valga decirlo, a veces no tenemos. Pero déjenme justificarme: ¿de qué otra manera se va haciendo una de sus cosas si no es endeudándose?
Además, es imposible encontrar un lugar decente en casi cualquier estacionamiento. Los únicos lugares desocupados son aquellos pintados de azul para las personas con discapacidad, las mujeres embarazadas, o los ancianos. Y, como no me atrevo a fingir una inhabilidad física usando un collarín o un yeso falso, a veces me dan ganas de fingir un embarazo; pero a mi edad, creo que va a ser más fácil que me dejen estacionarme en esos cajones por estar más cerca de la tercera edad que en edad de merecer.
Y, ¿sabes qué me da más coraje? Que llevo horas dando vueltas por el estacionamiento para encontrar un lugar, y el lentote que llegó mucho después que yo, o encuentra lugar primero, o me gana el lugar que tu servidora ya había divisado en la última de las trecientas vueltas que ya había dado. Y los únicos lugares que quedan son esos precisamente: los pintados de azul con el ícono de alguien en una silla de ruedas.
Desvergonzada y desfachatada he sido muchas veces, según la conveniencia. Pero en situaciones como esta, no me atrevo a desvergonzarme y/o desfachatarme al extremo de ocupar uno de esos lugares, tratando de auto convencerme de que “nomás es un ratito”, “es que no hay lugar en ningún lado”, o “de todos modos nadie ocupa estos lugares”.
Aunado a esto hay, además, gente rondando por esas zonas para que nadie que no se vea discapacitado, se vaya a pasar de listo o lista, y se estacione en ellos. Esas autoridades de chocolate, vigilantes rascuaches, centinelas insignificantes, parecieran haber tomado una tarea, y una tarea solamente: la de custodiar las áreas azules para, posteriormente, aventarse un sermón correctivo, a veces muy ininteligible.
Ciertamente de todo hay en la viña del Señor. Y el hecho de que yo no me atreva a estacionar mi coche en los lugares para las personas con discapacidades varias, no significa que el resto del mundo tampoco quiera hacerlo. He visto un par de hombres y mujeres, buenos y sanos, y de edades variadas, que han optado por estacionar sus vehículos en las mentadas áreas azules. Como “no se veían enfermos”, ni sufrientes de alguna obvia discapacidad, entonces supuse que no tenían nada de malo, más que la falta de empatía con los que sí necesitaban esos espacios.
No soy ajena a expresar mi malestar, a veces de manera justa, otras de manera desordenada, y muchas otras de manera completamente errada. Pero déjame contarte al respecto de unas situaciones que viví, otras que vi, y otras que me contaron, que tuvieron que ver con esos amargosos vigías.
Mi señor padre, persona de edad avanzada, meniscos destrozados, y demencia prematura, es un hombre que, con su longeva terquedad, y bien plantado en su recuperada segunda infancia, quiere acompañarnos a donde sea que vayamos, mientras sea en el coche, claro está. Contento de llegar al supermercado, y con la casualidad de llevar en mi coche un claro ejemplo de alguien con discapacidad, procedimos a estacionarnos en las prohibidísimas áreas azules.
Como si se hubieran gestado en las mismísimas tuberías, aparecieron de la nada tres fulanos, inmediatamente apuntándome con el dedo, y diciendo: “no te puedes estacionar ahí”, “ese es un lugar para discapacitados, ¿eh?”, y “tú no te ves enferma,” por haber detenido el coche en un lugar prohibido para mí. Cuando casi ignorándolos procedí a abrir la puerta del carro del copiloto, de la cual emergía un señor viejo, con bastón y muy sonriente, los tres defensores de los más débiles pudieron escuchar las siguientes palabras: “Bueno. Para empezar, una persona discapacitada NO es una persona enferma. Y, segundo, dele el beneficio de la duda a la gente, y no juzgue tan a la ligera…”
Así como emergieron de no sé dónde, se desaparecieron quién sabe cómo, porque no los volví a ver. Uno de ellos medio intentó esbozar una disculpa, pero ya para qué. El regaño ya me lo había dado. Ahora bien. Entiendo que sin un distintivo en el vehículo que indique que llevo a una persona con ciertas discapacidades, con todos las dolencias que lo acompañan, cualquiera puede desconcertarse y suponer que, como tantos y tantas sinvergüenzas, yo también llegué a estacionarme ahí “cinco minutitos”.
En una segunda instancia, un muchacho jovencísimo, que me pareció, a primera vista, de unos veinticinco años cuando mucho, llegó a estacionarse en un lugar de los azulitos. Me hubiera encantado platicarte que esto ocurrió en París, pero no. Ocurrió en Guanajuato, lugar de túneles y momias. Y, tal como en mi propio caso, un par de justicieras, listas para enfrentarse a cualquiera que osase romper alguna regla, se iban acercando al niño con la espada desenvainada. “Mira nomás estos pinches mocosos”, se dijeron entre sí, y un poco a mí también, nomás porque yo iba pasando. “¡Les vale madre que no deban estacionarse ahí!” Y allá iban ellas a impartir justicia. Le gritonearon, lo maltrataron, y casi, casi lo condenaron al fuego eterno.
Parece mentira, pero te juro que pasó. El muchacho se bajó de su coche y dejó ver, con mucha claridad, dos cosas: que no tenía veinticinco, sino poquillos más; y una prótesis muy elaborada asegurada a su muslo. La persona que lo acompañaba era su hija. Una chiquilla con síndrome de Down, y casi tan sonriente como su papá (y como el mío). Ambos saludaron y les sonrieron a las señoras quien, para ese momento, ya habían reducido su tamaño casi un cincuenta por ciento, tal vez de la vergüenza que les causó su metidota de pata. Una de las señoras le ofreció todas las disculpas posibles y, a diferencia de mí, el chamaco quien, como dije, resultó ser un señor casi de cuarenta, le dijo que eso ya le había pasado antes, que la gente se confundía cuando no veían su pierna, o la severidad de la situación de su hija, pero que no había problema.
Finalmente, te platico el último caso: tengo una amiga que sufre de severos dolores y rigidez en todo el cuerpo, además de fatiga crónica, serios dolores de cabeza, y problemas para dormir. Todo esto lo sé porque ella me lo ha platicado, a veces con lágrimas en los ojos, ya que, con mucha frecuencia, el dolor ataca inesperadamente, pero no desaparece por completo nunca. Ella debe tomar medicina todos los días por el resto de su vida, para vivir una vida casi "normal". Con todo esto, ella es una mujer amable y grandota, de quien, no importa cuánto la observemos, jamás sabríamos que sufre de semejantes malestares. Si nosotros que somos sus amigos no lo notamos, tampoco lo nota el resto de las personas que no la conoce.
Por azares del destino, tampoco se notaba cuando estaba embarazada. Con una preñez de casi siete meses, ella se veía igual que siempre. Entonces con semejantes dolencias invisibles, y con un estado de gravidez igual de imperceptible, mi amiga fue sujeto del escarnio de muchas personas en casi cada estacionamiento al que llegaba. Incluso en el de su lugar de trabajo. Pero ni ella contestaba groseramente, ni era tremendamente amable, como el muchacho en Guanajuato. Ella prefería callar, y caminar hacia su destino, a veces con las personas hablando de ella a sus espaldas, literalmente. O sea, un típico caso de “te lo digo, Juan, para que lo entiendas, Pedro”.
En este sentido, me pregunto: ¿hace falta más gente que abogue por las causas justas? ¿Necesitamos más personas que defiendan a los más débiles? ¿Precisamos de más hombres y mujeres que observen que las leyes se cumplan? Sí. Sí a todas las anteriores.
Pero también necesitamos gente que, antes de juzgar, aprenda a comprender. Personas que, antes de señalar, sepan observar. Hombres y mujeres que, antes de amonestar, comiencen a empatizar.
A pesar de que mi amiga tiene el claro y distintivo ícono de discapacidad pegado en su coche, la gente siempre ha preferido creer que el coche es prestado, que la estampa es falsa, y/o que ella es una sinvergüenza bien hecha. Aunque ya no podemos confiar en nadie, porque también es cierto que hemos visto verdaderos descarados comportarse con toda insolencia estacionando sus vehículos en lugares prohibidos, usando sus charolotas apócrifas (o baratas) también debemos comprender que ni todas las discapacidades son visibles, ni todos los dolores son evidentes. Sonreír no significa estar feliz. No verse enfermo (o “discapacitado”) no significa no estarlo…
Las discapacidades no son únicas ni inmutables. Son condiciones físicas, mentales, o sensoriales, que van evolucionando según el entorno que las refleja. Así de complejas son. Así de inestables son. Así de variadas son. Y no se confinan a una única situación, que es normalmente la que nosotros creemos que es una discapacidad: “si lo veo cojeando, es discapacitado. Si no, nomás es un aprovechado”. Y, aunque tiene tientes más profundos, el comportamiento de tantos jueces advenedizos las reduce a un altercado por un lugar azul en un estacionamiento cualquiera, en el que el acusador o la acusadora siempre busca tener la razón.
Criaturas, pero ¿qué creen? Esta es también una lección para su servidora. Antes de necesitar de los espacios de estacionamiento más cercanos a la puerta de cualquier lugar, yo también me daba a la tarea de señalar con dedo acusador, y juzgar con acres observaciones a todo aquel que, sin parecer que estaba en una situación de discapacidad o dependencia, osaba estacionar su carro en el lugar para aquellos que era obvio que sí vivían en situación de discapacidad.
Yo también llegué a aparecerme como cucaracha, casi de la nada, a hacer reclamos irresponsables, muy cegada por mi extraño sentido de justicia; y hasta a perseguir al culpable en cuestión, nomás para ver si era cierto que se encontraba en una situación de discapacidad. Y antes de llevarme el frentazo de mi vida, por ser mi papá quien representa mi lección número uno, me llevé otros tantos antes de ser testigo de las muy aleccionadoras experiencias que viví, y que ya te conté.
Aunque lo neguemos, juzgar (a veces no muy silenciosamente) está en la naturaleza de cada individuo que habita este marchito planeta. Suponer, antes de corroborar, también. Y esto ha traído muchos daños, exclusiones y malentendidos ente personas que otrora pudieran haber mostrado más empatía. Con esto no quiero decir que los demás nos deben explicaciones al respecto de sus conductas. No hay ninguna razón válida para que la gente me dé a mí, una hija de vecino cualquiera, ninguna explicación al respecto del porqué utilizó el cajón azul.
Pero esa es cuestión de sus propias conciencias, sus propias corduras y sus propias capacidades. Cierto que aquellos que hacer mal uso de los cajones azules de estacionamiento, sólo por mencionar el ejemplo del presente escrito, no parecieran tener ningún tipo de habilidad para discernir y mucho menos para empatizar. Pero tengamos por seguro que llegará el momento en el que aquellos y aquellas que tomaron una decisión a costa de la tranquilidad y la seguridad de los demás, enfrentarán, tarde o temprano, la carga de sus propias discapacidades afectivas, mentales y espirituales.
Efectivamente debemos movernos al ejercicio de indignarnos, corregir, y hasta censurar a aquél o aquella que está transgrediendo los derechos de otros. Pero habrá que asegurarse de que, efectivamente, dichos derechos están siendo transgredidos, antes de encontrarnos en una situación en la que nos topemos con pared al saber, de primera mano y con mucha vergüenza, que hay personas de la tercera edad, o personas en situación de discapacidad, o personas con enfermedades crónicas, que “no se ven enfermos”, tomando los lugares, no sólo en el estacionamiento, sino en la vida, que les pertenecen por derecho.
Esperando nunca usar los cajones azules,
Miss V.
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