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NO SOY COMO LAS OTRAS

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Sep 30, 2022
  • 7 min read

Como maestra de jóvenes adultos que (dizque) estudian para hacer de este mundo un lugar mejor, creo que, además de bombardearlos con información útil (y uno que otro dato inútil) para sus vidas, es mi deber, estar empapada de los contenidos de las redes sociales. Nada más para que tampoco me vayan a agarrar en curva con sus preguntas o sus albures, y quede yo con cara de palo…


Eso, y el pretexto de andar de vaga por las redes sociales que vengo manejando.


Precisamente en estas redes, es que veo, tan repetidamente que cansan, estados motivacionales, imágenes cautivadoras, y videos inspiradores cuyo contenido juega alrededor de lo único y diferente que son todos; que ningún dueño de su red social es como los otros; que todos son un parteaguas en lo que a innovación se refiere; y que todos son primicia en esto o aquello.


Está bien. Si no fuera porque hay millones de personas que innovan en lo mismo, o son primicia en las mismas cosas. O sea, que hacer lo mismo que hacen millones más, deja de lado la unicidad de ser quienes son, y se vuelven otro más del montón.


Yo digo.


Un estado en lo particular destacó entre los muchos que leí. En él, la autora trágica, una chamaca como de diecinueve, orgullosa de su irrepetible singularidad, decía algo así:


Yo no soy como las otras.

Yo prefiero atascarme de tacos cuando salgo con alguien, en lugar de ordenar una escuálida ensalada, como las otras.

Yo prefiero quedarme en casa a ver filmes de culto, profundos y tormentosos, en lugar de ir al cine a ver películas convencionales, como las otras.

Yo prefiero leer un libro enigmático, acompañado de un buen café, en lugar de comprar revistas de moda, como las otras.

Yo prefiero aprovechar mi tiempo viendo una hermosa puesta de sol con buena compañía, en lugar de perderlo yendo de compras, como las otras.

Yo prefiero ir por la vida luciendo natural, de cara lavada y con ropa comodísima, en lugar de maquillarme y usar tacones, como las otras.

Yo prefiero ser de “la bola” de amigos que hablan de temas serios y toman cerveza artesanal o coñac, en un bar “underground” en lugar de convivir con seres superficiales que hablan de temas frívolos, en cafeterías sosas, y toman latte, como las otras.


Para mí está claro. Ella NO quiere ser del “montón”, pero sí es como las otras que, seguramente, también serán sujeto de crítica de las personas a las que ella, a su vez, critica.


Desde mi posición de mamá, maestra, adulta experimentada, y demás, me doy cuenta de que esto no es nada nuevo, propio solamente de las “huecas” generaciones de hoy, ni de un grupo o tribu específicos, que se desprecian unos a otros. A veces, más por envidia que por pertenencia. Otras tantas, más por discriminación que por humanidad. Pero siempre, para que quede claro la existencia de la otredad.


En mis tiempos de gloriosa juventud también pasó. Y nos pasó a muchos. Desde entonces, y supongo que, desde antes, los hombres y las mujeres hemos tratado, a veces a gritos y a golpes, de demostrar que somos únicos y diferentes, y de disociarnos de “los otros”:


Las cholas del barrio, contra las niñas de su casa. Las virtuosas contra las aventureras. Las profundas contra las superficiales. Las apasionadas contra las persignadas…


Las mujeres contra las mujeres. Los hombres contra los hombres.

Todos contra todos.


Ninguna quiere ser como las otras.

Ninguno quiere ser como los otros.


Todo esto, por supuesto, debió tener un origen.


Una vez leí que estas desavenencias, cuyos principios fueron más bien clasistas y segregativos, tuvieron su alborada por allá de lo 50s, cuando las “greaser girls” fueron, por lo menos, un desencadenante de lo que, en aquel momento, significaría la (necesaria) rebeldía de cambiar las reglas del conservadurismo social para, efectivamente, ser diferentes.


Y no como las otras.


Yo misma, en mi dulce juventud, quise atreverme a demostrar que NO soy como las otras. Que mi valor recaía en el hecho, no de ser como era, sino en estar fuera de los convencionalismos de la uniforme monotonía de las otras personas. Que la trascendencia de mi espíritu y mi ser, era consecuencia de hablar distinto, pensar distinto, actuar distinto. Que, después de observar y rechazar el convencionalismo de otras actitudes, yo sí era diferente, especial, única.


No sé diferente cómo, especial cómo, y única cómo. Pero, joven e incipiente como era, mi objetivo era ese.


Hoy por hoy, como maestra, en mi constante relación con jóvenes adultos, muchos de los cuales no han alcanzado ningún tipo de madurez emocional, interés profesional, o criterio filosófico, lo atestiguo todos los días: hombres y mujeres con comportamientos e ideologías de párvulas criaturas que, sin arrepentimiento (y sin reservas), tienden a tener un sentido de superioridad porque, según ellos y ellas, van contra todo lo establecido. Buscan, con sus palabras pedantes y sus exageradas expresiones, escandalizar a los viejos que los rodeamos, más para joder que para congeniar. Ni siquiera para reeducarnos en las nuevas modalidades de la vida, lo que los pondría en colosal ventaja sobre las generaciones de antiguo. Por ende, casi todos buscan ser los “acaso soy la única/ el único que…” de su generación, tan llena de monotonía e invariabilidad.


Como las otras. Como los otros.


O sea. Todas las generaciones están llenas de convencionales inconvencionalidades, que claman no ser como los otros, pero que son tan iguales entre sí (y tan iguales a otros tantos) que entonces la expresión “no soy como las otras”, pierde todo su efecto revolucionario.


Entonces me pregunto:


Si ordeno una pizza de salami, en vez de comerme una ensalada de atún rojo del Atlántico y algas nori, con aguacate, ¿soy una ordinaria?

Si voy al cine a ver lo que todos ven, en vez de ver una incomprensible película francesa de mediados del siglo pasado, ¿soy del montón?

Si leo una revista de sabrosos chismes faranduleros, en vez de leer un libro con temas insondables de aparente beneficio intelectual o lingüístico, ¿soy una mediocre?

Si voy a comprar zapatos y ropa al centro, en vez de levantarme temprano a darle los buenos días al sol, ¿soy una trivial?

Si me quiero maquillar y ponerme zapatos de tacón, en vez de mostrarme ante el mundo con la cara desnuda, ¿soy una frívola?

Si quiero tomar café y platicar tonterías con mis amigos o amigas, en vez de hablar de religión, política, y fútbol, ¿soy una superficial?


Lo más probable es que, para algunos, sí; pues un día, un alma única, satisfecha con su mismidad, pero inconforme con que la monotonía de los mortales que la rodean, me tachó de ser demasiado “mainstream” …


Y si mis elecciones fluctúan entre lo ordinario y lo único, entonces ¿no sé lo que quiero?


Definitivamente, no; pues, a estas alturas, con tantos años encima (y aunque no los tuviera), amén de las experiencias que he tenido con gente “como yo”, y con gente “diferente a mí”, tengo todo el derecho de ser tan convencional, o tan extraordinaria, como se me antoje…


Pero el rompecabezas que es la vida de cada uno (formada tanto con nuestras propias simples piezas, como con nuestros complicados fragmentos, y a veces armada con la ayuda de otros y otras), desde mi MUY humilde punto de vista, debe formarse con un poquito de esto (la complejidad), un poquito de aquello (la frivolidad), y un poquito más de esto otro (la convencionalidad).


Es decir, en el humano y deshumanizado diagrama de Venn que son las relaciones humanas, todos estamos conectados con(tra) todos, y ahí sí, no hay manera de escaparnos.


Esta conexión nos demuestra que todos somos únicos, a pesar de nuestra, a veces auto-impuesta, falta de originalidad, y aunque nos gusten cosas tan excepcionales, diferentes a los demás.

Y que todos somos ordinarios, a pesar de nuestra, a veces auto-atribuida, abundancia en peculiaridades, aunque rechacemos las trivialidades que les gustan a los demás.


No quiero que pienses que soy cínica, porque me creo especial. Ni que soy arrogante, por mi falta de modestia. Simplemente creo, como mamá, maestra, y todos los papeles que juego y que me conforman, que, como sociedad, debería ser nuestro cometido celebrar las diferencias e idiosincrasias de cada individuo, aunque las piezas del rompecabezas del otro individuo no embonen con las nuestras.


O sea, decir que no somos como los demás no es necesariamente un cumplido ni una estrategia de venta idónea, si se me permite la expresión. Pues eso estaría implicando que hay una superioridad en mí que no hay en otras, declarando que esas otras son, obviamente, inferiores a mí. Y finalmente, en la generalidad de las palabras manifestadas, estas afirmaciones sientan un triste antecedente que sólo provocan que las mujeres (y, por supuesto, los hombres) sólo se enfrenten entre sí, reforzando, al mismo tiempo, los estereotipos de clase, género, y tantos otros, tan reiterado por las películas, las redes sociales, la falta de educación, y nuestra propia negligencia por no buscar la sabiduría; lo que tantos revolucionarios del corazón han estado buscando combatir por tanto tiempo.


Esto deja, no solo al feminismo, como lucha social, sino también a tantas otras batallas por la equidad y la justicia, para hombres y mujeres, en el oscuro escondite de la conveniencia, utilizados solo para nuestra propia comodidad, por nuestros propios intereses, con gente de nuestro mismo tipo. “No soy como las otras”, es el triste promotor de los nocivos estereotipos de género (y a la postre, a veces también de clase), pues, ¿qué tiene de malo ser como los otros, siempre y cuando sean sus cualidades las que me/nos muevan? ¿Qué de malo hay en comerse una ensalada Niçoise, en vez de unos taquitos de tripa? ¿Qué de innoble hay en leer un libro de auto-ayuda, en lugar de leer Anna Karenina? ¿Qué de despreciable hay en ponerse tacones en lugar de tenis, o de llevar la cara au naturel, en lugar de maquillarse?


Salir de la burbuja de la misoginia (aún entre mujeres) y/o la misandria (aún entre hombres) internas, muchas veces externadas sin empacho, es una labor titánica, que sólo pueden conseguir los que buscan amarse lo suficiente como para amar a los demás, pues implica desaprender y despegarse de los estereotipos, muchas veces silenciosamente heredados de la tribu, para convertirse en una persona que no encuentre su valor en, y su único interés no sea, desesperadamente, no ser como las otras.


Ello dará lugar a los cuestionamientos de los valores adquiridos durante nuestro paso por este plano, y, afortunadamente a tiempo, nos hará ver la vida con la mirada del respeto, la tolerancia, y la admiración por las virtudes de los demás…

Y entonces, sí querremos ser, descaradamente, como las otras, o como los otros.


O sea…

En muchos aspectos, es verdad: NO soy como las otras.

En otros aspectos, también lo es: SÍ soy como las otras.


Pues finalmente me di cuenta de que, aún con mi invariabilidad, soy diferente.

Aún con mi incomparabilidad, soy del montón.


Y aún con un nombre tan común, yo sigo siendo yo.


Con igualdad,

Miss V

 
 
 

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