NO NIÑOS...
- yesmissv
- Sep 21, 2023
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Updated: Sep 25, 2023

Mientras más pasa el tiempo, y me hago menos joven, se vuelve más difícil asistir a bodas, a menos que sean las de mis sobrinos o sobrinas. Más específicamente, fui a las de un par de éstas últimas, que se casaron con unos cuantos meses de diferencia el año pasado, y no me dieron chance de aplazar mis escasas fiestas. De ahí, no he vuelto a ir a ninguna. Y las de mis hijos no las veo muy cercanas que digamos...
Pero, no es mi magra vida social lo que me mueve a escribir hoy, sino las bodas en general. Esos despampanantes acontecimientos religioso-sociales (o uno u otro) que unen o separan familias, o traen alegrías o pesares, o pasan sin pena ni gloria, dependiendo de las historias de los involucrados en el evento.
Muy en lo particular, un punto que discutiré más adelante, es el que me mueve a aventar este sermón.
Tanto he leído, visto y atestiguado en este aspecto, incluyendo mi propia casi-olvidada boda hace poco más de veinticinco años, que veo con mucha complacencia, tal vez resultado de mi edad y de mi gusto por lo sencillo, que las bodas van cambiando y utilizando elementos de acuerdo con la moda del momento.
Habiendo sido cantante en un grupo musical versátil, que gozó de cierto renombre en mi bella ciudad por allá de los noventa, y habiendo asistido a cuanta celebración te imagines, fui testigo de los muchos cambios que habían estado sufriendo las bodas en un lapso de, por lo menos, siete años. Que si los vestidos de novia son menos ceñidos; que si los tocados y los velos, menos prominentes; que si las corbatas y las mancuernillas, se siguen usando o no, y que si pueden tener a la Guerra de las Galaxias como motivo principal... y que si los rituales, que si la decoración de los salones de fiesta, que si la música, que si las flores, que si las invitaciones, que si los invitados...
Todo esto, de muchas maneras, ha evolucionado y se ha ido transformando y adaptando a los tiempos, las necesidades, y hasta a la estética que dictan los tiempos. Por ejemplo, muchas de las bodas que antes podían ser grandiosas y elegantísimas, hoy se han convertido en celebraciones más íntimas y sencillas, aunque no por ello menos caras o exquisitas, en las que, como siempre, los contrayentes siguen siendo los protagonistas. A veces a costa de lo que sea...
Pero lo que más ha cambiado, sin ser ya testigo de primera mano, sino por lo que me cuentan los que siguen yendo a bodas, lo que leo en otras diatribas similares a las mías (razón por la cual también escribo ésta), además de lo que me entero en redes sociales, y que se ha hecho casi una regla en muchas bodas, es la frase añadida en casi todas las invitaciones de hoy: "NO NIÑOS".
En aquellos días, muchos novios, al participar a sus amigos y allegados de su futuro enlace matrimonial, extendían también la invitación a sus respectivos hijos e hijas. Creo yo, desde mi punto de vista de Generación X que, invitarlos, era lo más educado y amigable que se podía hacer. Aunque sé que, a veces, se hace extensivo el convite más por deber que por querer.
Estoy segura de que tuvo qué ocurrir alguna desgracia, o algún desencuentro que le dejó a alguien muy mal sabor de boca, para que, de a poco, se fuera discretamente insinuando, después amablemente solicitando, y finalmente descaradamente exigiendo que NO se llevaran niños ni niñas a una boda u otra. Ni al lugar de culto, ni a las oficinas del registro civil, ni a la celebración posterior, ni a nada, como a muchos nos habrá tocado ver en artículos o videos que circulan en las redes sociales.
Estas pobres criaturas, tan desdeñadas por su comportamiento alocado, descuidado y temerario, propio de gentecita de su edad, pero también resultado de la (falta de) educación que reciben de los adultos con los que viven, tienen que sufrir el injusto menosprecio de otros adultos, muy para disgusto de sus negligentes progenitores.
Y aunque tampoco tienen ninguna culpa, no podemos negar que es un verdadero suplicio que, en la reunión en la que se debería que estar celebrando a los felices contrayentes, todo el mundo tenga que estar lidiando con semejantes revoltosos y revoltosas, excepto los papás y las mamás de los susodichos, que dejaron sueltos a sus locuaces chiquillos, y fingen no ver nada.
Lo de menos es juntar dos o tres sillas, dependiendo del tamaño, hasta por ahí de las doce de la noche, para que se echen a dormir ahí los angelitos, después de haber causado verdaderos malestares entre los otros concurrentes quienes, obedeciendo la regla de "NO NIÑOS", tampoco pudieron disfrutar de la velada. Con voz y cara condescendientes, y una sonrisa que parece de ternura, pero que en realidad lleva un rictus de desesperación implícita, con el alma aliviada, y fingiendo un semblante de calma, algunos preguntan: "Ay, ¿ya se durmió? Pobrecito…", como si no hubieran querido que se durmieran, o se los llevaran, desde hace rato. Aunque casi puedo asegurar que lo que en realidad deseaban decir era "hasta que al fin dejó de enchinchar tu monstruo!" Francamente, el punto no es ese, sino el hecho de no acatar la petición hecha por aquellos quienes pagaron el platillo, la música, y las bebidas que disfrutamos, y que la batidora que les regalamos ni de chiste compensa.
Claro que llevar niños y niñas a las bodas puede obedecer a un abundante número de razones. Yo hice lo mismo con los míos en algún momento: o no hay con quién dejar encargadas a las criaturas, y es importantísimo acompañar en su día a la pareja festejada; o es el hijo de la hermana del novio, o del primo, o de la mejor amiga, y ni modo; o porque "a mis hijos nadie les va a hacer el feo, y si me quieres en tu boda, vas a tener que aguantar a mis hijos, también. En mis términos, aunque la boda sea tuya. Y aunque mis criaturas sean completamente indomables".
Cuando yo era niña, también fui a unas cuantas bodas, menos a la de mis papás, a la que me dolió mucho que no me invitaran. Sin embargo posteriormente, sí fui invitada a la de mi tío, el hermano más chico de la familia de mi mamá, y eso me consoló tremendamente. Ya para ese momento había perdonado a mis papás, pues en este nuevo festejo tuve el importante papel de paje.
Claro que recuerdo muy poco de esto, pues dicha boda ocurrió hace más de cuarenta años, época en la que, a los niños que estábamos invitados a las bodas, no nos dejaban correr entre las piernas de los convidados, no nos dejaban treparnos, ni darle dedazos, al pastel, y no nos dejaban gatear debajo de las mesas, a la hora de la cena, enturbiando el momento de los alimentos para todo el mundo. Claro que las celebraciones tampoco duraban, necesariamente (o innecesariamente) hasta las dos de la tarde del día siguiente. Cambios.
Sin embargo, cada vez más, las parejas optan por celebraciones nupciales sin niños. Obviamente, muchos papás y mamás no están completamente de acuerdo con esta inexplicable nueva usanza.
Una amiga mía y su esposo tienen niños todavía chiquillos. Tres.
En lo personal, tres niños son tres más de los niños que yo tendría ganas de cuidar en una boda. Sobre todo esos tres, que son (o eran) completamente ingobernables.
De esos tres ingobernables niños, ninguno fue requerido al festín nupcial de unos amigos de años, de sus papás. La invitación era clara: Señor y Señora Fulanítez, están ustedes invitados a nuestra boda, pero no traigan a sus niños, ahí de favor. Obviamente, usando palabras bonitas. Sin embargo, esta no sería, desafortunadamente, la primera vez que desairarían a estos guerrilleros. Ella, muy molesta, me dijeron que dijo que sentía que, pedir que no haya bebés, niños y niñas en la boda, está desintegrando los lazos de amistad. Y hasta los familiares.
Lo peor estaba por venir, sin embargo, cuando la prima favorita de ella se casó, y también incluyó la temible leyenda de NO NIÑOS en sus invitaciones. La idea de la petición era agarrar parejo, si me entiendes. O sea, ni siquiera la tía quería a sus tremebundos sobrinos en su boda. Ya te imaginaras la finura de las criaturas como para que la tía, que otrora fuera una tremenda consentidora, quisiera pintar su raya con ellos, por lo menos en ese particular evento. Y ya te imaginarás que aquello desató una hecatombe familiar. Hecatombe por la que, por un buen tiempo, su prima y el primo postizo, y ella y su marido, junto con sus tres hijitos, sufrieron las nefastas consecuencias de la desunión familiar.
Según me contó mi amiga, las razones dadas por la novia, que en realidad para mi amiga fue un horrible pretexto sacado de la manga, era que la música estaría muy alta, que parte de la velada se llevaría a cabo al aire libre, que NO habría servicio de niñera y, lo más importante, que el lugar es una hacienda antigua que estaba a las afueras de la ciudad, por lo que podría haber animales peligrosos alrededor. Si todo eso era verdad o no, sólo los novios y Dios lo saben; pero los estragos que causó tal petición, esos sí lo supieron todos.
Un amigo, hoy abuelo, con el que un día platicaba casualmente acerca de este álgido tema, el de los niños y niñas en las fiestas, me dijo que, muy por el contrario, él jamás había tenido problema, y no tendía porqué tenerlo ahora, en incluir a los niños en las invitaciones para sus papás. Que ellos también tenían derecho a ser partícipes de cosas que, aparentemente, eran sólo para la gente grande. Y que, él mismo, llevó siempre a sus niños a todas las bodas a las que los invitaban a él y a su esposa. ¡Qué vivan los niños!
¡Sí! ¡Que vivan! Pero, mi rey. Qué agallas de decir eso. Tú más que nadie. Todos sabemos que, en nuestras rocanroleras épocas de juventud (y a veces aún en tus actuales tiempos) una vez que pisabas el salón de fiestas, tu soltería (aunque fuera temporalmente) volvía a ti, corregida y aumentada. Y no sólo no te importaba que tuvieras hijos. Tampoco a tu pobre esposa le concedías, siquiera, el mínimo favor de tu parchada atención.
Su abnegada cara mitad, por el contrario, a pesar de ser la mayor y mejor cuidadora de sus criaturas, como si le hubiera quedado otro remedio con semejante marido, aún es de la creencia de que los invitados deberían simplemente seguir las instrucciones establecidas por los contrayentes; que ellos son los dueños de su celebración, y no debería haber cabida para quejas, peros, ni enojos ante una petición totalmente sensata. Y que, si no hay dónde o con quién dejar a las criaturas, se opta por agradecer, y por declinar dicha invitación. Y listo…
Fuera de la controversia del caso, y sin tomar en cuenta todos los orgullos heridos (de los papás y mamás, claro), y los horribles comportamientos de muchos otros niños y niñas, creo que es muy triste que ya no haya cabida para los niños en eventos como el que ocupa este interminable escrito.
Los salones de fiestas están llenos de papás y mamás que justifican el atroz comportamiento de sus vástagos, sin poner un límite; niños y niñas que corren por donde sea, sin cuidado, y con el peligro de lastimar a alguien, o peor, de ser lastimados; papás y mamás haciéndose de la vista gorda, y endilgando el cuidado de sus hijos o hijas a los hermanillos mayores, o a otras mamás y papás que sufren del mismo dolor; niños y niñas hartos de tanta gente, hastiados de tanto ruido, y aburridos de tanto tiempo fuera del resguardo que les representa su casa, y que sólo pueden hacer lo que un niño y una niña saben hacer: portarse como niños y niñas en un mundo lleno de adultos disgustados, desesperados y desilusionados.
Sin embargo, como viejo testigo de los antiguos eventos matrimoniales a los que asistí por trabajo, sí, aunque también por diversión, vi cómo muchos más niños de los que cualquiera esperaría, sufrieron terribles heridas perfectamente prevenibles si, primeramente, los cuidadores primordiales hubieran estado al pendiente de ellos. Y, no menos importante, si hubieran prestado diligente atención a la recomendación de NO NIÑOS, que muy claramente se leía en las invitaciones, pero que al final causó tantas ofensas y amistades rotas. Sin mencionar algunos huesitos rotos, también…
Total que, para no hacerles el cuento largo, mi amiga SÍ fue a la boda de su prima y, muy sordamente, ella y su marido colaron al recinto a sus tres querubines. Los tres, según sé, parecían unos verdaderos angelitos.
Parecían.
Los tres, muy bañados, muy peinados, y muy encorbatados. Monísimos. Casi les perdonaban a sus papás que hubieran ignorado el NO NIÑOS en la invitación.
Al principio, me cuentan, daban ganas de comérselos. Después, de hornearlos…
No sé a cuántas fiestas hayan ido ustedes en sus vidas, pero, sin contar a las que yo tuve que ir por trabajo, como les dije antes, seguro que a muchas más que yo. Estoy casi segura de que en alguna de esas fiestas, les tocó atestiguar el bochornoso momento en el que un (o una) aguafiestas traía a la celebración un momento de innecesaria tensión, en un evento que otrora debiera ser un festejo. A esta servidora de ustedes le tocó ser testigo de más situaciones que puede soportar la joven vocalista de un grupo musical versátil. Ya sabes: peleas entre los recién casados, la tía pasadita de copas haciendo el ridículo, el tío borracho (como siempre) queriendo coquetear hasta con las macetas, un par de corrientes queriendo acuchillarse… y MUCHOS niños y niñas lastimados.
Como les pasó a dos de los tres angelitos de mi amiga en la fiesta a donde no fueron requeridos, y quienes de ser unos bellos niños, se convirtieron en atroces aguafiestas: uno sufriendo por un bracito muy magullado y moreteado, producto de un tremendo pisotón en la pista de baile, en donde el chiquillo se echó a acostar, nomás porque sí. El otro, casi al mismo tiempo, sufriendo una profunda herida en la frente, resultado de una caída desde lo alto de un pilar meramente ornamental, a donde el incontrolable mocoso se trepó usando unas sillas apiladas. Ya imaginarán el escándalo.
Mi amiga se enojó con todo el mundo por no haber evitado, ni por humanidad siquiera, esta fea tragedia, que más bien, era fea casi sólo para ella. Todos eran culpables, menos ella y su irrelevante marido: los meseros con todo y capitán, por no haber movido ni un dedo para levantar a sus mocosos, una vez desparramados en el suelo; los chiquillos más grandes a los que también habían llevado, a pesar de las peticiones, por no cuidar de los más chiquitos; los otros invitados, porque a pesar de también tener prole (a la que no llevaron, por cierto) se tornaron insensibles y ni siquiera voltearon a ver a sus pimpollos; los papás de ella, quienes jamás llevaron a sus hijos a ninguna boda, por no haber tenido la sensatez de echarle un ojito a sus nietos, de vez en cuando; sus primos, por haber hecho su fiesta en un lugar que no era apropiado para niños.
Esta fue una grotesca muestra de desfachatez por parte de mi amiga, pero también un chistoso caso al que muchos llamarían karma, cuya instantaneidad fue muy visible, pero que por un buen tiempo ella rechazó enfáticamente como tal. La casualidad y la causalidad del fatídico hecho, pero que fue sólo la ley de a causa y el efecto puesta en práctica, fue un obvio “te lo dije” de la vida, de la prima casada, de la mamá de la novia, y de todos aquellos a los que mi amiga tuvo las agallas de culpar. Y este hecho también trajo otras sombrías consecuencias, pues, desde ese momento, ya casi nadie la invita a bodas, o a reuniones tales en donde se hace la usual petición: NO NIÑOS.
Hay casos menos crueles en los que hay sigue habiendo niños malcriados a quienes siguen invitando a las reuniones de adultos. Pero no es el papel de nadie, especialmente de quienes han sido elegidos para asistir al festín, poner en tela de juicio (aunque a veces quisiéramos) las decisiones de quienes nos invitan a nosotros, pero no a nuestros hijitos e hijitas, majaderos o no.
Tristemente, la sociedad de hoy se empeña en excluir a los niños y niñas, cada vez más, de eventos sociales que no sean exclusivamente creados para ellos. Cabe señalar que no necesariamente siempre fue así. Como expliqué antes, a mí me invitaron a una boda, fui orgullosa paje, y además había una mesa exclusivamente para los niños y niñas.
En un mundo ideal, así serían todas las bodas para que los papás y mamás no tuviéramos que elegir entre ir a la boda de alguien a quien queremos también, y nuestros propios hijos. Pero como la vida no se acomoda a mis deseos exclusivos, y como también me ocurrió otro número de veces, al no sentirme cómoda dejando a mis hijos encargados cuando la invitación decía NO NIÑOS, lo más fácil fue simplemente, agradecer la invitación, pero declinarla.
Pero también, es importante señalar que, tristemente, la sociedad de hoy se empeña en negarse a guiar a los niños y niñas, en el respeto por lo otro y los otros. Y aunque mis hijos fueron casi siempre bastante bien portados (más les valía), ellos tuvieron que pagar los platos rotos de las invitaciones negadas a otros revoltosos de su edad.
Conociendo el contexto de situaciones como esta, y habiendo buscado el balance emocional, y el crecimiento en la empatía, y haciéndonos fuertes en la solidaridad de quien hace la invitación, no habrá que sentirse ni culpable, ni acorralada, ni menospreciada cuando se lea el fatídico “NO NIÑOS”, pues creo que nuestro instinto siempre nos dirá qué es lo más apropiado para nosotros y nuestras familias.
Sin resentimientos y sin la amargura del “si no quieren a mis hijos, no me quieren a mí”, debemos actuar conforme a lo que establece una regla que, aunque a todas luces pareciera injusta y caprichosa, eso es lo que esperan de mí. Si soy capaz de someterme a la petición, sin sentirme menoscabada o humillada, entonces también deberé, con un corazón lleno de compasión, más por mis hijos que por quienes establecieron la regla, dejarlo para otra ocasión, aún si, como yo, no se ha asistido a una boda en años…
Obedeciendo las reglas, pero abogando por los niños y las niñas,
Miss V
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