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NO ME HABLES DE "TÚ". NO SOMOS IGUALES...

Writer's picture: yesmissvyesmissv

Updated: Oct 25, 2024



Como lo mencioné brevemente en un escrito anterior, en mis tiempos de adolescencia era casi inadmisible tutear a nuestros profesores o profesoras. Pues a menos que fueran parientes de una, o conocidos de los pocos años que teníamos, tutear a un adulto, cualesquiera que fueran sus credenciales, era el equivalente a cometer una grave falta de respeto que dejaba a muchos, especialmente a las personas de mayor edad, con un muy mal sabor de boca.


Cuando yo era una chiquilla que apenas empezaba a experimentar con las pocas palabras que había aprendido de mis papás, mis tías, y otros adultos, tutear a desconocidos no era considerado ofensivo. Más bien, tenía un tonillo de dulzura. Ya con el paso de los años, las cosas se fueron poniendo agrias, y las ganas de tutear se nos quitaron, principalmente, porque escuchábamos a esos mismos adultos dirigirse de “usted” a otros adultos, porque nuestros papás así nos lo iban inculcando, o bien, porque esos mismos adultos nos pedían que no los tuteáramos, y nos ponían luego en nuestro lugar por confianzudos.


Fíjate. La primera vez que tuteé a un señor mayor, no fue por falta de respeto, ni por exceso de confianza. Fue un breve desliz de mi alocada lengua postadolescente la cual, en perfecta desconexión con el lóbulo frontal, parte del cerebro que maneja el comportamiento, incluyendo el respeto a los mayores, tuvo a bien decir: “pasa, por favor” en lugar de decir “pase usted, si fuera tan amable”. El señor no sufrió un ataque cardíaco del coraje, nomás porque Dios es grande. Pero sí se puso rojo. Luego, de su boca y entre dientes, recibí un “es ‘pase usted’, señorita. No ‘pásale’.” Y remató con un feo “no somos iguales”.


Para acabarla de amolar, en medio de ese momento tan surreal, y con una duda honesta, tuve la infame desfachatez de preguntar “¿qué?”, que, por educada que soy, no es de mi hábito preguntar. Un error más a la lista de errores que había cometido con este señor. Error, por cierto, en el que tampoco reparé. No a tiempo.


“Si tus miradas fueran puñales, me matarían solo al mirar…” dice La Joven Mancornadora, y aquí este verso se acomodaba de manera tan perfecta que me di cuenta, gracias a los puñales de sus ojos, muy tarde, de que le debí haber dicho algo así como “¿mande usted, señor?” o “¿disculpe, caballero?”. Esos dos deslices que había cometido, seguiditos, casi nos dejan sin un abuelo. Para un señor que, para aquel entonces, me cuadruplicaba la edad, que una mocosa venida a más le hablara con semejante familiaridad, era absolutamente impropio y reprobable.


Esta fue una muestra de cómo, las generaciones de antaño, respetaban de tal manera a los adultos (por lo menos con las palabras) que hasta los papás y sus hijos e hijas se hablaban de usted. Un claro ejemplo es el de mi mamá, cuyo propio papá, un señor violento e intimidante hasta donde su propio miedo disfrazado de manipulación se lo permitían, fue un señor cuyo respeto por su familia únicamente se limitó a hablarles de “usted”. En turno, sus propios hijos y hasta su esposa, mi querida abuelita, le respondían de la misma manera.


Esto no necesariamente aplicaba a todas las familias. En la de mi papá, por citar otro ejemplo, era todo lo contrario: para mi abuelo, quien fue un señor muy reacio, y cuyas actitudes rayaban a veces en lo burlonamente cruel, o en lo cruelmente burlón, era inadmisible que su propia prole le hablara de “usted”, por lo que, tanto a él como a mi adorada abuela, sus hijos e hijas los tuteaban con la confianza que debería haber en las familias. Aunque con esas actitudes que mencioné, tan propias de muchos otros abuelos de antaño, yo le tenía más miedo que confianza.


Siendo una maestra joven y con muchos sueños por cumplir en el terreno de lo magisterial, y estando acostumbrada a que toda mi vida, todas las personas me hablaran de tú, si sólo por mi tierna edad, no fue sorprendente para mí que mis propios pueriles alumnos, y hasta sus jóvenes progenitores, me hablaran de “tú”.


Algunos hasta me avisaron: “Ay, maestra. Te voy a hablar de tú. Es que ¡estás tan joven!”. Puede ser. Dieciséis años no era solamente ser joven, era ser una niña, todavía.


Pero hasta ahí terminaba el intercambio de tuteos, pues aunque me lo llegaron a pedir (“¡Maestra! ¡Háblame de "tú", por favor! ¡Me haces sentir vieja!”) yo jamás me atreví a hablarles de "tú" por muy veinteañeras o veinteañeros que hubieran sido, o aparentado ser, los padres de familia o tutores de mis párvulos alumnos. Porque, en ese momento, yo también empecé a creer lo que me había dicho el abuelo aquél al que casi mato con mi desfachatez: que no éramos iguales. Tanto me repetí esta frase a mí misma, que concluí que, efectivamente, había niveles. Y que, que los jovencísimos papás o mamás de familia me pidieran tutearlos, era una actitud un tanto condescendiente, misma que hasta cierto punto, comencé a sentir humillante.


Las cosas que se le ocurren a uno cuando uno tiene experiencia mínima, y el amor propio no es suficiente, ¿verdad?


Igual que el señor que me regañó por descarada, también empecé a sentirme ofendida cuando, ya llegada cierta edad (como los veintitantos, tú) los demás me tuteaban. A partir de ahí, y por muchos años más, la comunicación entre los otros adultos que me rodeaban (y a quien yo creía superiores) y su servidora (quien iba convirtiéndose de a poco en otra adulta que exigía el “ustedismo” de los más jóvenes), fue de absoluta cortesía llena de elegantes “pase-ustedes”, y a veces de arrogantes “para-servirles”.


Creo que fueron los aires de grandeza que trae el empezar a sentirse un adulto aceptado en un grupo de hombres y mujeres con sus propios aires de grandeza, los que me hicieron sentirme una adulta importante. Imagino que fue mi infantil y desmedida autoimportancia la que me empañó la sensatez, cuando exigía que los otros se dirigieran a mí con la deferencia que me merecía. Supongo que fue mi propia baja autoestima la que me hizo obligar a otros a dirigirse a mí con el respeto que se le debe a una maestra que, aunque joven, se sentía superior a muchos.


Esta actitud que se antojaba pretensiosa tanto como yo la suponía respetuosa, me duró un buen rato. Y me duró porque todas las personas de mi entorno laboral de aquel entonces pensaban igual que yo. Hasta que llegó el día en el que se me cayó el teatrito de soberbia. Cuando empecé a trabajar en una institución de muchos años de prestigio en el Bajío, llena de adolescentes modernos que podían, si así lo querían, tutear hasta al Padre rector, no sólo quedé con el ojo cuadrado, sino que casi se me despega el alma del cuerpo de la tremenda sorpresa. ¿Cómo que están tuteando al padre?? Y no sólo eso: ni ninguno de aquellos sangriligeros mocosos, ni los más experimentados (viejos) profesores, decían “buenas tardes”, sino sólo “hola”, que no era exactamente cómo yo estaba acostumbrada a saludar en mi primer (y por muchos años, único) trabajo, una cuadradísima escuela de inspiración cristiana.


Sorprendentemente, y de a poco, fui cayendo en la cuenta de que el "ustedismo" no significa gran cosa cuando, en ocasiones, había más respeto en los “tus” de estos modernos mocosos que en los “ustedes” de muchos otros adultos tan adecuados como altivos.


Nuevamente, como en casi cada escrito, debo curarme en salud. No creas que me parece algo anticuado tratar de “usted” a aquellos que son mayores que yo, o incluso a aquellos que tienen mi edad. O inclusive a esos para quienes la mayor soy yo. Creo que es una situación de respeto en el trato, sobre todo con personas que no conocemos.


Pero a esas alturas, fui empezando a bajar la guardia. Y aunque no me deshice de mi “ustedismo” del todo, sólo porque había que seguirlo aplicando de manera rigurosa en ciertos lugares, según las necesidades sociales, tampoco me provocaba taquicardias que la gente, sin importar su edad, o cualquier otra situación de vida, me hablara de “tú”.


Claro que a pesar de los tiempos que vivimos, de las cercanías entre generaciones, y de la búsqueda en la equidad de los diferentes niveles que tiene una sociedad, o un grupo humano cualquiera, no a todos nos parece una cosa tan maravillosa que nos tuteen.


Tengo un contacto en Facebook, una conocida a la que llamaré “Gema”, quien asegura, haciendo uso de un extraño y escabroso híbrido lingüístico, que le molesta sobremanera que alguien que ella no conoce, y que a su vez tampoco la conoce a ella, le hable de tú. Para Gema es imperdonable que alguien cualquiera, y más si es un prestador de servicios, se pasen de confianzudos. Según sus palabras, el error cometido por el empleado aquél, a quien tachó de igualado, es una falta de respeto a su edad.


En medio de semejante despotrique Gema intentó curarse en salud, al igual que tu servidora, y aseveró que su queja no tenía “nada” que ver con la jerarquía de ayer, o las clases sociales. Acto seguido, en el clímax de su amargo desahogo, Gema continuó diciendo que, simplemente, si no conoces a alguien, y ese alguien es, además, mayor que tú, entonces le hablas de “usted”. Y ya.


El cierre de su sermón fue uno que, también a mí, ya me habían dicho antes: “ni que fuéramos iguales”.


Algunos de sus amigos, un poco más tolerantes y un poco menos enojados con la vida, le contestaron a Gema que a ellos les encantaba hablar de “tú” y que los trataran de la misma manera. Le aconsejaban que no debía juzgarlos, pues hasta ese trato, que a mí en lo personal (ya) no me parece un escándalo, era también cuestión de individualidad, y puede que hasta de la impresión que les haya causado a los demás. ¿Tal vez, de confianza, o de serenidad...? ¡Qué sé yo!


Una de sus amigas le dijo que a ella le encantaba el “tú”, siempre con respeto, pues en sus varios diálogos, se sentía sometida con el “usted”, ya que éste la ponía en un lugar en el que ella no siempre quería estar.


Alguien más manifestó que a ella le pasaba totalmente lo contrario de lo que atormentaba a Gema. Que se sentía muy cómoda cuando la tuteaban, agregando que el respeto nada tiene que ver con que lo tuteen a uno o no, pues seguramente habrá alguien (como mi abuelo, por ejemplo) que nos hable de “usted” y no sienta el más mínimo dejo de respeto por nosotros.


Luego, otra de sus amigas dijo que entre el “tú” y el “usted” lo que más bien le molestaba era que se dirigieran a ella sin el respeto que se merece cualquier persona de cualquier edad, o de cualquier círculo, como si estuvieran haciéndole el favor de dirigirse a ella. O bien, como si lo que ella hacía o decía no tuviera importancia, pues puede haber formalidad (o irrespeto) en ambas maneras de hablarle a alguien.


Finalmente, otros le aseguraron sentirse mucho más cómodos si se les tuteaba, pues a ellos les gustaba sentir lo que a Gema le molesta tanto: que sí somos iguales.


Gema, según seguí espiando las respuestas de sus amigos y amigas, no tuvo una respuesta razonable que le sirviera de defensa contra las muy cálidas respuestas de sus varios contactos. Gema finalmente reconoció que, aunque para ella, el “tú” y el “usted” dependen de “con quién”. Con sus colegas, obviamente, le fascina el uso del primero. Añadió que, desafortunadamente, algunos otros de esos colegas usan el “usted” y que no había forma de hacerlos cambiar. Un “mundo al revés”, según sus propias palabras.  Y como todos aquellos que metimos la pata al dar una opinión impopular, y que hemos recibido una dulce lección de vida que nada tiene que ver con nuestra propia amargura, pero que nos rehusamos a aceptar que nos equivocamos, ella cerró esta discusión con la más desazonada onomatopeya escrita de una risa…


No quiero declararme triunfadora en el difícil arte de las relaciones sociales. Mis metidas de pata en el aspecto comunicativo, tanto con mis iguales como con señores de edad avanzada, han sido muchas y muy frecuentes. E incluso, mucho más intensas que las de Gema. Yo también, en la búsqueda del crecimiento emocional, me he dado unos frentazos después de los cuales no me quedó de otra más que sobarme, y procurar observar con más cuidado dónde haya quienes, no todavía, se sientan cómodos con mi exceso de confianza.


Sin embargo, entre el “tú” descarado, el que busca irrespetar, y el “tú” impersonal, que se puede decir hasta sin pensar, solo quien los dice sabe la intención que lleva la confianza de sus palabras. Tutear puede llegar a ser un arte, y no a todos nos acomoda el tuteo, pero el mejor discernimiento de tal intimidad radica, más bien, en quien lo recibe.


Para que sepas, NO me iba a dirigir de “usted” al perfecto imbécil que me chocó el carro y que, en lugar de tratar de arreglar las cosas, aunque fuera poniendo excusas vacías, se dedicó a tutearme diciéndome: “¿no quieres mover tu carro para que no estorbes?”. “¡Para empezar, por tu culpa estoy aquí! Segundo, ¡a mí  no me vas a decir qué hacer! Y, tercero ¡no me tutees!. No te mereces ese honor…”


Pero como me sucedió con el abuelo del que les hablaba, los intercambios orales con personas mayores ya son otro boleto. Aunque haya viejos a quienes no les moleste un “pasa, por favor”, sólo porque los hace sentir (no ser) más jóvenes, habrá otros tantos como Gema, que ya está bien plantada en la tercera edad, aunque apenas rebasa los cincuenta, a las que no les plazca la desfachatez de las generaciones más jóvenes.


Sin embargo, como la persona “mayor” en la que me estoy convirtiendo, casi puedo llegar a entender a Gema. Casi. Que el empleado de una tienda me pregunte “¿por diez pesos más te quieres llevar unas galletas?”, o que uno de mis jovencísimos alumnos me pida: ¿Miss, puedo hablar contigo?”, puede ser causa de una molestia traída sólo por mi exceso de vanidad, y no por las faltas de respeto de las que creo estoy siendo sujeta.


Esto me lleva a abrir los ojos, pues estoy entonces suponiendo que ni ellos ni yo somos iguales en un mundo en el que la igualdad se debe de ver de una manera más holística, no con el que creo es el uso “correcto” del “tú” y el “usted”.


Sé que existen ciertas normas en la civilidad que, pudiera ser, no tienen nada que ver con lo aquí expresado. Y, lo aquí expresado es cuento mío, no reglas extraídas del Manual de Carreño. Sin embargo, en la privilegiada edad en la que me encuentro, rodeada de tantas generaciones, cada una dirigiéndose a mí en la manera que cada una de ellas encuentra respetuosamente propicia, me parece que la jerarquía que representa el “usted” crea distancias, a veces necesarias, en alguna u otra relación humana. El “tú”, por otro lado, es más abierto y, claramente, crea ciertas cercanías, en las que algunas personas no están dispuestas a encajar.


Ciertamente el "usted" se seguirá utilizando también cuando queramos seguir guardando la distancia con otros, sin importar la edad, evitando así libertades que nos resulten irritantes. Sin embargo, sigo creyendo que el “tú”, dicho con civilidad, tolerancia e integridad, puede llegar a ser tanto o incluso más respetuoso que el "usted".


Pero me rehúso a hacer del descuido, del exceso de confianza, o de la distracción de alguien más, el infernal atolladero personal del que mi orgullo me impida salir, y me obligue, con la mano en la cintura, con las palabras agolpadas en la garganta, y con el orgullo a flor de piel, a aseverar que “no somos iguales”.


Y a mí, en lo personal, puntualizar esta “desigualdad” me parece aún mucho más ofensivo que el hecho de que alguien, por cualquier razón, me tutee.


Miss V.

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