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MUEBLES VIEJOS, COLORES NUEVOS

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Oct 3
  • 8 min read
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Como lo platiqué un día, de entre mis muchos sueños frustrados, estuvo el de ser carpintera. Ciertamente, no he quitado el dedo del renglón, pero aunque no busco ya ser carpintera a gran escala, o alguna prestigiosa maestra ebanista, sí encuentro placer trabajando con este material tan placentero como imponente, pero solo para mí. ‘Ora sí que como quien dice, acá en petit comité.

 

La madera tiene un no sé qué que qué sé yo, que a todos nos gusta, y que nos mueve a preferirla sobre otros materiales. Personalmente creo que ese “no sé qué”, es su capacidad de adaptación, pues puede manipularse casi a capricho; y, quizá aún más, también sea su estética, su durabilidad, y hasta su olor la que la hace la favorita de muchos.

 

Claro que aquellas personas que nos dedicamos a las artes manuales, pero que carecemos de amplios medios para hacernos de maderas nobles, como la caoba o el ébano, nos sentimos satisfechas con la belleza, la suavidad y la durabilidad del pino, a veces tan lleno de nudos, pero siempre tan amable y comprensible. Y más aún, cuando la situación así lo exige, aquellos artistas en pequeño que insistimos en querer utilizar la madera a como dé lugar, entonces vamos de lleno a los siempre útiles, y nada caros, aglomerados.

 

Desafortunadamente, estos últimos se han vuelto el material de moda entre el mobiliario actual, pues la madera maciza no se utiliza con tanta pasión como antes. La modernidad de los tiempos y el exorbitante precio de este material, tal vez resultado de la tala excesiva, ha orillado a los maestros carpinteros, y más aún, a los aspirantes a carpinteros, a dejar la madera en su estado casi natural, sin agregar aquellos giros y remolinos tan socorridos en otras épocas.

 

Entiendo que lo que mueve al mundo hoy es la ganancia mejor y más grande, pero no dejo de pensar en aquellas piezas de mobiliario hechas de madera de a deveras, talladas a mano, que por años adornaban y se utilizaban en las casas de nuestros antepasados.

 

De esas piezas, ya no quedan muchas pues, aunque bellas, ya no son prácticas ni asequibles. Es cierto que el arte de la antigua ebanistería tiene un alto valor emocional e histórico tanto como monetario, pero las antiguas piezas llenas de topes y puertas garigoleadas, cajones tallados, o bisagras grabadas, ya ni siquiera tienen cabida en las casas de hoy. Por grandes, por costosas y, desafortunadamente, por anticuadas. He visto muchos de estos hermosos vejestorios en museos, pero también los he visto en casas de familias viejas, o entre personas que atesoran lo antiguo. Sin embargo, también ocurre que, en el peor de los casos, las que se dejaron de amar, simplemente están pudriéndose en el abandono en algún lugar olvidado de Dios.

 

O incluso, tal vez estén sufriendo la pérdida de su dignidad a manos de algún aspirante a restaurador, que decide cometer el sacrilegio de “modernizarlos” raspando su pátina. O peor, aplicándoles pintura…

 

Como carpintera amateurísima, habiendo aventurado un par de construcciones, pero también como fanática de los “antes y después” en todas sus modalidades, he visto un buen número de videos de cómo esos autoproclamados profesionales deciden transformar una pieza antigua en algo más moderno, con colores que sólo obedecen al ir y venir de las modas en el interiorismo, sin respetar el antiguo espíritu del mueble en cuestión, con la magra excusa de darle una nueva vida.

 

Debajo de cada video de cada mueble pintado de rosa, o cualquier otro color que el “artista” cree que el mueble necesita, los comentarios no se hacen esperar. Mientras hay algunos anticuados a quienes les gustaría ahorcar al dizque restaurador, argumentando que lo mejor que le puede pasar a un mueble de cierta antigüedad no es pintarlo, sino rescatarlo, renovando su pátina y refrescando su brillo, y lanzan comentarios tan vulgares y ordinarios que hasta me dan ganas de seguir leyendo, hay otros con espíritu “hípster” a quienes un cambio de color en un mueble de mediados de siglo, les parece una idea magnífica. “Mejor”, dicen estos, “que se adapte al entorno de alguien que sí lo va a utilizar, en vez de que esté perdiendo sus gracias, arrinconado y olvidado, sabrá Dios dónde”.

 

Después de un rato, veo que los comentarios de cualquier red social en donde se haya colgado el video son dignos de un barrio tan bajo como en el que vivo. Las discusiones que comenzaron como puntos de vista personales, se vuelven groseros intercambios que terminan por criticar, no solo al mueble, o al restaurador, sino hasta la familia y el físico del comentador, y terminan poniendo en duda la cordura del pintor y de quienes apoyan la nueva excentricidad del mobiliario.

 

Gente…

 

Algunos restauradores justifican sus acciones, a veces con demasiado atrevimiento. Las excusas y las explicaciones son muchas. Como si supieran que la transformación que le han hecho a esa cajonera danesa de teca de los años sesenta, misma que se encontró en la basura, sin una pata, es un sacrilegio. Justifican sus acciones comentando de más: que se pinta para ocultar daños adquiridos a lo largo del tiempo; que en realidad es una pieza sin valor, sin madera verdadera y sin salvación; que la chapa está destruida por la humedad, el humo de cigarro o calcomanías infantiles, y que, por ello, era imprescindible pintarla de amarillo canario.

 

Sin embargo, aun como amante constante y usuaria ocasional de los materiales naturales, te voy a confesar que, en ocasiones, no me parece tan pecaminoso que alguien pinte un mueble, aun cuando este mueble de mediados de siglo esté a nada de convertirse en antigüedad. No sé explicarte exactamente por qué…

 

Y no te voy a mentir. Mi corazón, en este rubro como en tantos otros, está definitivamente dividido.

 

Y está dividido porque, como regularmente pasa, los viejos tendemos a aferrarnos a lo viejo, aunque no tengamos ningún apego emocional con eso viejo en cuestión. Lo antiguo, por ser histórico o de nuestros tiempos, aunque tenga poco o nada qué ver con nosotros, nos ayuda a apegarnos sentimentalmente a los recuerdos que provienen de alguna cosa material; de acontecimientos que forman parte de nuestra historia común; de tiempos que, tal vez, fueron mejores; de momentos en los que, quizás, fuimos más felices; de gente que nos llenó el alma y que, posiblemente, no volvamos a ver jamás.

 

A los viejos nos da miedo perder la conexión con el pasado, por eso guardamos muebles inservibles, libros desgastados y documentos viejos e innecesarios. A los viejos nos asusta dejar de ser jóvenes, por eso seguimos utilizando el mismo corte de pelo que utilizábamos antaño y que, en aquel momento, nos hacía lucir tan bien. A los viejos nos da miedo caminar con las manos vacías, por eso nos aferramos a cualquier cosa de antes que nos grite que fuimos, y seguimos siendo, relevantes.

 

Porque la nostalgia pesa. Y pesa mucho.

 

El resto del mundo, especialmente el mundo del que se conforman las nuevas generaciones, no lo ve, pero, personalmente, aferrarme a lo viejo me da razones prácticas, solo a mí, para ver en ellas algún potencial beneficio futuro aunque, en realidad, no exista ninguno. O la creencia de que los objetos antiguos tienen un valor intrínseco del que, muy probablemente, nunca obtendré beneficios económicos, sino solo lastres emocionales. O el imaginario sentido personal de la responsabilidad de cuidar, guardar y nunca usar las reliquias familiares, de las que, casi con certeza, únicamente recibiré angustias y desazones y que mis herederos, muy probablemente, venderán sin empacho al mejor postor.

 

Me aferro al pasado en cualquiera de sus formas. En forma de cachivaches históricos o de objetos arcaicos. En forma del mismo corte de pelo de siempre. En forma de artilugios antiguos y documentos desvanecidos. O, para efectos de este escrito, en forma de cajoneras danesas de teca de los años sesenta, que ya perdieron alguna pata, y que me niego a pintar, porque no quisiera que lo que fue de antaño se renovara y no envejeciera conmigo.

 

Sin embargo, estimadas amigas y amigos, en la otra parte de mi corazón hay momentos de cierta rebeldía (o ¿será lucidez, quizá?) en los que me emociona ver un mueble renovado. Con patas y jaladores modernos, luciendo un color, a veces insólito, muy diferente a su pintura original. Me gusta ver y saber que algún mueble que alguien amó algún día, pero que dejó de ser valorado, encuentra cabida en las nuevas generaciones, aunque estas se empeñen en cambiar su aspecto de mediados de siglo, para disgusto de sus clanes. O de las críticas (y criticonas) tribus madereras.

 

¿Quién sabe cuántos muebles se han pintado en privado, a escondidas del ojo crítico de tantos sabelotodos? ¿Quién puede defenderlos tan a capa y espada de manera tan abierta mientras sigan ocultos de las rígidas muchedumbres? ¿Cuántos de nosotros hemos cambiado el color, el nuestro y el de nuestros muebles, en lo privado por no desentonar o escandalizar en lo público?

 

Me gusta pensar que yo podría ser, de alguna manera, como ese mueble, aunque por naturaleza, educación o inclinación, insista en mantenerme inamovible ante algún inminente, y/o necesario, cambio de color. Me gusta pensar que, a pesar de los años que he vivido, todavía hay cabida para cambiar mi aspecto con elegantes adhesivos. Y no porque busque mimetizarme con el entorno de las generaciones de hoy, tan diferentes a mi propia generación; sino porque he aprendido y crecido lo suficiente como para sentarme a esperar, estancada, a otra alma aferrada que se hunda, tan deslavada y descolorida, junto conmigo, en lo que fue y no podrá volver a ser.

 

Pero no me malentiendas, por favor. No creas que estoy a favor de destrozar la vieja pátina de alguna pieza de valor histórico a favor de la pintura de tiza. Ni de deshacerme de las hermosas manijas de cerámica, supliéndolas por otras de plástico.  Siempre me gustará ver un mueble antiguo restaurado a su forma original. Su forma vieja.

 

Finalmente, al momento de dejar este plano, nadie habrá de llevarse nada. Ni esa hermosa cajonera de teca por la que dos completos desconocidos se desearon hasta la muerte.

 

Seguramente estoy hablando desde el privilegio de la generación X, cuyas vidas están comenzando a resurgir después de las hecatombes generacionales que nos precedieron, y las calamidades de las venideras. Muy probablemente yo, como muchas otras personas de mi generación, nos creímos el cuento de que los cincuenta no son, todavía, senectud, como antaño se creía. Y que, a pesar de las canas, tan hermosas y brillantes, seguimos aguantando un piano. Y quizá nos contamos ese cuento tantas veces, y de manera tan convencida, que nuestro subconsciente nos ha otorgado, aún a los cincuenta (o incluso más), a pesar de ya no ser unos jovenzuelos, seguir teniendo las ganas de cambiar nuestras puertas talladas por unas más sencillas; y nuestro opaco color, por uno con mucha más vida.

 

Mientras que muchas personas tendemos a asirnos del pasado como si nuestro futuro dependiera de él; o a aferrarnos a lo antiguo como fuente de consuelo, identidad y significado, hay otras que otras quienes, al mismo tiempo, comenzamos a abordar el presente y el futuro con un optimismo que nos asusta mucho a los individuos de mi generación.

 

Es verdad: los recuerdos me brindan estabilidad en un mundo que cada vez desconozco más, porque va mucho más rápido de lo que me acomoda. Y eso me ayuda a preservar mi identidad. Sin embargo, debemos entender que la madurez no es, como dije arriba, ocaso, sino evolución: una época de conciencia, creatividad y comienzos.

 

Estas personas, las que hemos visto con buenos ojos un cambio en una cajonera danesa de teca de mediados de siglo, queremos (y nos hemos propuesto) comenzar a mirar hacia adelante con calma, aceptando el cambio en lugar de resistirnos a él. Queremos que nuestra actitud demuestre que la experiencia no tiene por qué conducir exclusivamente a la nostalgia; y que una vida plagada de pruebas y errores también puede fomentar la resiliencia, la aceptación y una tranquila confianza en lo que lo mejor está aún por venir.

 

Tocando (y pintando) madera,

Miss V.

 
 
 

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