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Mi hija y mi hijo, a pesar de su obediente pero imprudente madre, han sido siempre personas que, con mucho más tacto de que heredaron de tu servidora, dicen lo que piensan. Como casi todos, tienen sus propias férreas opiniones, pero también son capaces de cambiar sin mortificación sus puntos de vista cuando estos ya no les satisfacen, o cuando sus ideas han progresado. A diferencia de su madre, sin embargo, mis hijos han aprendido también a pensar antes de decir lo que tengan qué decir. Y hoy en su joven adultez, casi tan enamorados del idioma como tu servidora, su discreción los coloca exitosamente en el espinoso plano social de la diplomacia, del que muchos salimos con nuestros respectivos raspones.
Esta diplomacia, por supuesto, la han adquirido a lo largo de sus pocos vividos años. Pues antaño, igual que cualquier otro niño o niña, mis bienquistos herederos decían lo que pensaban con la libertad y la crueldad que caracteriza a cualquier criatura que sabe poco del mundo, y no se ha enterado de que hay cosas que no deben decirse. O que deben decirse con mucho cuidado.
Tal fue el caso de mi hijo. Un día, ya bien plantada en mi papel de progenitor único, y algo cansada de verme igual desde mi retomada soltería, cuando en un arranque de femineidad, resultado de una inusitada epifanía, fui al salón de belleza a hacerme un pequeño, pero significativo, cambio de look. Con (casi) el único ejemplo de su mamá en las artes mujeriles, me presenté ante mi hija y mi hijo con un corte de pelo que ostentaba un flequillo muy contemporáneo.
Los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, dicen por ahí. Y mi hijo, niño como era, desde el fondo de su corazón, y con aquella honestidad que te platicaba, me dijo: “¡Órale, mamá! ¡Ahora sí pareces mujer!”…
No fue la última vez que mi hijo me dijo lo que pensaba acerca de mi aspecto físico. La siguiente vez hizo un comentario al respecto de una muy notoria pérdida de peso, en la que sus palabras, con un poco más de madurez, elogiaban mi actual situación física, comparada con la del pasado, la que criticó de manera tenaz, pero graciosa.
Pero no es de esta última crítica de la que quiero platicarte. Sino de la anterior. La que me dejó ir con toda la fuerza de su honestidad, y todo la potencia de su capacidad de observación. La que me dejó algo magullada, pero muy pensativa. La que un sencillo, pero aparentemente revelador, corte de pelo ocasionó.
Según me dijo mi amiga, la mujer con nombre de diosa Romana, las madres viudas (aunque también las divorciadas o separadas) tendemos a enfrentar, aunque no por regla general, un número de desafíos, casi todos ellos no pedidos, al enfrentarnos a la falta de pareja.
Entre situaciones alarmantes que van desde la salud mental a la reconstrucción de la identidad, algunas de nosotras podemos tratar de llenar el vacío del padre con actitudes que se asemejan a las del hombre de la casa, si se me permite la expresión.
Eso fue lo que me pasó a mí. Además de haber tenido un mayor riesgo de sufrir de depresión, ansiedad y soledad, el estrés de tu servidora de ser madre soltera, aunado a las presiones financieras, me hicieron endurecer tanto y de tal manera, que empecé a actuar como si fuera, no sólo la mamá, sino también el papá de mi hija y mi hijo.
El deber de manejar sola las responsabilidades de una pequeña familia, responsabilidades que, obviamente, antes compartía con el papá de mi hijo y mi hija, me llevó a experimentar en mi duelo, no sólo la perdida de vínculos emocionales conmigo misma, sino el paulatino endurecimiento de un corazón que creía que no necesitaba de nadie (que no fueran sus hijos o su familia cercana) para amar en plenitud, y ser la mamá, no necesariamente la mujer, que la gente esperaba que fuera. Pero una o la otra. No las dos al mismo tiempo…
En este rubro, por experiencia te digo que para mí era algo chocante empezar a ver la dicotomía de mi mamá como la mujer, pero también como la mamá, que en aquel momento era. En esta “categorización abstracta” de mi mamá, yo comprendía hasta cierto punto, que mi mamá era algo más que sólo mi mamá. Sabía que ella formaba parte de una clase más amplia de mujeres. Podía, muy difusamente, percibir roles o comportamientos tradicionalmente asociados con ella, determinados por las normas culturales o sociales. Especialmente por ser una mujer casada, ama de casa, y con hijas, que no ganaba su propio dinero.
Mi caso fue diferente. Como mamá viuda, ama de casa, con hijos, y con un trabajo fuera de casa, los resultados de querer enfrentar la vida con fuerza desmedida, con frialdad descomunal, y con fiereza desproporcionada, no aturdieron sólo a mis emociones, sino también, como mi hijo me lo hizo ver en esa ocasión, también afectaron mi físico. Tal vez, esto último resultado de lo primero. El aumento de peso, la falta de maquillaje, la ropa cómoda y austera, y un estilo tan desabrido de cabello, como nunca en mis mejores años me hubiera atrevido a portar, dieron lugar a que la propia “categorización abstracta” que mi hijo tenía de mí, tan natural en los niños y las niñas pequeños, se decantara más hacia el lado de mi obvia masculinidad, que hacia el de mi oculta feminidad.
No estoy implicando en lo absoluto que un hombre sea poseedor exclusivo de estas características, o que una mujer no tenga valor por poseerlas. Pero, después de haber observado mi feminidad por tanto tiempo, este cambio fue drástico, exhaustivo y sumamente represivo…
Pero, bueno. Esa fue mi experiencia.
¿Tuve qué volverme un tanto menos dependiente, y un mucho más fuerte a raíz de mi súbita viudez? Sí. Tuve que hacerlo. Pero en aquel entonces decidí adoptar el paquete entero de ser “una macha”, al tener que enfrentarme, casi en solitario, a mi vida como viuda. Al adoptar el papel de cabeza de familia, me creí que debía llevar los pantalones (tanto literal como figurativamente) como nueva cabeza de familia y como la nueva única tomadora de decisiones.
En ese tiempo creía que este papel debía ser un una copia casi exacta de lo que habían sido mis relaciones con algunos de los hombres en mi vida hasta ese punto: cuidadores fenomenales, controladores imponentes, y contrincantes innecesarios. Creía que también era obligatorio identificarme con algunos rasgos que han sido codificados como típicamente “masculinos”, como la asertividad, la competitividad, la independencia. Incluso la fuerza física.
No olvido que, históricamente, las mujeres tuvimos que abrazar la masculinidad en ciertos rasgos y actitudes con el fin de ingresar a, y tener éxito en, los espacios dominados por los hombres, tales como lugares de trabajo, puestos de liderazgo… o simplemente para hacer lo que quisiéramos con nuestras vidas. Porque ¿salir sola a un bar, o al cine, sin la compañía de un hombre o de otras amigas? Pobre. Qué sola/loca está…
Por eso, estar bien plantada en mi propia masculinidad, me hizo ver la feminidad de otras mujeres de manera un tanto despreciativa. Y otro tanto victimizada. Esto llegó a darme un sentido de falsa superioridad y falaz empoderamiento, pues para muchas personas, la dureza en el carácter puede ser sinónimo de fuerza y valentía. Resulta que, en ciertos casos, como en el mío, puede ser todo lo contrario.
Por otro lado, y sin ahondar demasiado en el tema, el “feminismo” como movimiento social, empezó a parecerme alentador, pero no desde la argumentación de la femineidad, o del feminismo mismo, sino desde la retórica de la mujer empoderada que también se convirtió en cuidadora fenomenal, controladora imponente y combatiente innecesaria, en pro de la asertividad, la competitividad, la independencia, y la fuerza física. Sola, si era necesario. Pero con pantalones, exclusivamente. No con faldas, moños, o tacones. ¡Fuchi!
Pareciera que mis niveles de testosterona estaban conquistando y superando, por mucho, a mis estrógenos. Tanto así, que a mi hijo le parecía más una versión masculina de su mamá, que su mamá misma. Claro, hasta que me corté el copete.
Por favor, no quiero que tomes todo esto a mal. Yo estaba adoptando una persona/personaje que no me correspondía, y adoptándola con todas las conveniencias e inconveniencias que llevaba consigo. Incluso, la de masculinizarme sin tener por qué hacerlo, sólo para demostrar mi empoderamiento.
Ciertamente en las sociedades modernas, las rigurosas disparidades entre los comportamientos "masculinos" y "femeninos" se han ido desdibujando, ya sea por elección, por naturaleza, o por necesidad. Esto, creo yo, no es del todo negativo ya que nos da a las personas más libertad para adoptar una combinación de rasgos que rompen con los estereotipos históricos de los mentados roles de género. Y eso, creo yo, es lo que trae el verdadero empoderamiento. A quien sea. No sólo a las mujeres.
Después de mucho tiempo de trabajar en mi mente y mi espíritu, pude concluir (no sin ayuda) que mi conducta tan masculina era una respuesta, casi normal, a los desafíos de desenvolverme en mis varios ambientes de vida en donde la asertividad, la competitividad y la independencia se muestran como verdaderas ventajas sociales. Cualquier cosa que fuera contraria, llegaba a verse como debilidad, inseguridad, o falta de carácter. Casi todo, resultado de querer demostrar a quien sentía un poco de lástima por mi estado de viudez, que no necesitaba su compasión, pues yo sola podía hacer lo que tenía y quería hacer sin ayuda de (casi) nadie.
En mi hoy y mi ahora, creo transcendental cuestionarme el concepto de que ciertos comportamientos humanos son exclusivamente relativos al género. Creo que un buen número de condiciones de comportamiento catalogadas como exclusivamente masculinos o exclusivamente femeninos son meramente cualidades humanas, como la fuerza, la fragilidad, la asertividad o la formación. Cuando las mujeres llegamos a manifestar rasgos etiquetados como "masculinos", no estamos necesariamente "actuando como hombres", sino que nos expresamos de maneras que, no sólo la sociedad, sino nuestra propias necesidades emocionales, han clasificado históricamente en dos grandes (y únicos) comportamientos, los del y los de ella, sin saber lo que pesa en la intimidad del corazón o en la privacidad de la conciencia.
Le feminidad no debe entenderse como debilidad, tanto como la masculinidad no debe entenderse como fuerza, únicamente. De la misma manera en que la masculinidad no debe catalogarse como firme, la feminidad no debe catalogarse de artificiosa, aunque nos resulte más sencillo entenderla como cambiante, inestable, o indescifrable. La masculinidad, por su parte, puede llegar a tener una relación completamente similar a lo apto, lo práctico, o lo legítimo. Finalmente, incluso a las mujeres nos parece mucho más difícil separar la "masculinidad femenina" de la masculinidad hegemónica, que la "feminidad masculina" de la feminidad misógina, si se me permiten todas estas expresiones.
El pleonasmo existente en “mi propia fragilidad masculina” siendo una mujer heterosexual parecía, después de mis muchas vivencias, y de comprender mi temporal dicotomía como mujer-masculina, casi ineludible. El comportamiento extremo del que fui víctima, refleja la complejidad de mi identidad como mujer/madre, mujer/maestra y otras tantas combinaciones, que hoy me llevan a actuar con la firmeza necesaria, pero con la sutileza precisa para expresarme libremente, sin limitarme a los inmutables prototipos históricos de mi propio bello género.
Con tacones y tomando tequila,
Miss V.
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