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MI MADRE, LA SACROSANTA

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • May 9
  • 5 min read


Con mucha soberbia, y por mucho tiempo, creí que mi experiencia en la maternidad, casi en solitario, había sido tan única y excepcional, que me llegué a vanagloriar de ser única e irrepetible en estas lides, imaginando que nadie había vivido lo mismo que yo ni con la misma profundidad.


Ciertamente todas las historias de maternidad son diferentes y únicas, pero yo no tenía vergüenza.


Y así lo cacareé, efectivamente, por muchos años. Creía que era mi cruz aceptar el papel de madre abnegada que la vida me había “impuesto” cuando nacieron mi hija y mi hijo. Ya con el tiempo, adopté el de mujer luchona y hasta el de pobre víctima que, de alguna manera, la vida también me tenía reservado en el momento en el que enviudé. Ciertamente, no sabía lo que me esperaba, pero victimizarme casi al punto de la flagelación emocional era lo que yo creía que se esperaba de toda madre que se preciara. Así lo había visto algunas veces de mi propia madre. Y ella, continuamente, de mi abuelita.


Pero creo que me he acoplado a los tiempos que me están tocando vivir, más que querer, porque no me ha quedado de otra. Y aun en esta línea del tiempo (la mía), estoy viviendo ya otras fases y otras cosas que, obviamente, he aprendido a lo largo de mis años como mamá.


Sé perfectamente que mi responsabilidad de madre, por muy transformada que me crea hoy, era darle a mi prole el cuidado más amoroso con el fin de que desarrollaran su mejor potencial físico, mental. Espiritual, incluso. Mi obligación era, haciendo uso de todas las maneras justificables posibles, guiarlos para que se convirtieran en seres humanos y ciudadanos respetuosos de cualquiera de las reglas que lleven a la mejor convivencia. Todo eso, según mi alta victimización, sacrificando mi propia seguridad, mi propia tranquilidad e, incluso, y mi propia femineidad.


Pero eso era obvio. Por lo menos, obvio para mí, pues según mi magra experiencia, todas las mamás deben casi llegar al extremo de la negligencia física y/o emocional con el objetivo de hacer brillar a su bienquista prole. De hecho, tu servidora quería hacer todo lo posible por llegar al nivel de sacrosantidad de mi propia madre, a quien por mucho tiempo acomodé en el pedestal de perfección y magnificencia, que yo consideré eran sus características primordiales.


Para mí fue muy difícil tratar de llegar a ese nivel de perfección. Y, obviamente, ni llegué. Porque bajo la premisa de que “madre sólo hay una”, jamás en la vida iba asemejarme, aunque fuera medianamente, a la belleza que mi mamá tenía, por dentro y por fuera, para mí, en ese entonces.


Según nuestras propias palabras, y nuestros propios estados de Facebook y otras redes sociales, todos y todas, o por lo menos quienes contamos con esa suerte, tenemos a “la mejor mamá”. Así lo escribimos todos, y así lo sentimos la mayoría. En parte, tal vez, porque el amor que sentimos por las autoras de nuestros días nos ciega hasta el extremo de la parcialidad.  O tal vez porque no viene a nuestra mente otra frase inspiradora que no esté tan gastada, pues todos escribimos lo mismo, al no ocurrírsenos darles un mejor calificativo a nuestras madres. Ninguna mamá tiene punto de comparación. Todas, particularmente las de cada uno, son sacrificadas, defensoras, protectoras. Las mejores, efectivamente.


Ni siquiera nosotras, la siguiente generación de mamás somos, aunque sea, mínimamente parecidas a las nuestras. No importa lo abnegado que hayamos elegido, o pretendido, ser.


Amo a mi madre. Que de eso no te quepa la menor duda. Una parte muy grande de mi corazón está ocupado por ella.  Reconozco en su alma, en su cara y en su voz todos los hermosos calificativos que he mencionado hasta ahora, y los que me falta por mencionar. Admito que su incondicional apoyo ha sido, muchísimas ocasiones, un suave remanso para mi corazón, tantas veces tan acongojado. Sé que su cariño para con sus hijas, su nieta y sus nietos es tan grande y tan incondicional que se rebasa a sí misma.


Pero estaría mintiendo si te digo que mi mamá, tan entregada, tan hermosa, tan sacrosanta, es perfecta. Es como admitir que, sólo por ser madre, yo también me he vuelto una mujer ideal. Aquí tal vez me digas que mi mamá es perfecta para mí, y yo podría ser ideal para mi hija y mi hijo. Puede ser. Pero la madurez que viene con la edad, y las experiencias que hemos vivido, nos han situado, a mi prole y a tu servidora, en una posición de plena conciencia en la que sabemos que nadie (ni mi propia madre para mí, ni yo para mi hija y mi hijo) es perfecto.


Sin embargo, como solemos ver a las madres como inagotables pilares de fortaleza, ilimitadas fuentes de amor, e inextinguibles luces en la oscuridad, precisamente por el inmenso amor que sentimos por ellas, no nos atreveríamos jamás a aceptar su humanidad, pues eso sería implicar su falta de perfección, y de sacrosantidad.


Y, por mucho que las creamos unos espíritus elevados, o portadoras de la paciencia del Santo Job, las mamás también pierden (perdemos) la paciencia, también fallan (fallamos), también quieren (queremos) rendirse. Pero semejantes imperfecciones de ninguna manera disminuyen su valía, sino que, muy por el contrario, hacen que las amemos de manera más auténtica y cercana.


Las madres que nos parecen tan santas, como la mía me lo parece a mí, son aquellas que se atreven a aprender y a intentarlo todas las veces que sea necesario; o aquellas que saben que no tienen todas las respuestas, y aceptan y abrazan las debilidades de su humanidad; o aquellas que siguen preocupándose por sus hijos e hijas, aunque estos ya rebasen los cuarenta, o los cincuenta, y siguen orando al Que Es La Vida por ellos y ellas; o aquellas cuya sabiduría no radica en una práctica irreprochable, sino en su desinteresada presencia, su generoso esfuerzo y su constante cariño.


Mamita querida. A pesar de tus imperfecciones que, dada mi edad y mis propias fallas, ya no pasan desapercibidas, serás siempre mi definición de la perfección. No reprocho tus errores, porque sé que me amaste con todos los míos a través de los tuyos. Son los abrazos que das con el corazón; los sacrificios que sobrellevas a favor de nuestra felicidad; tu inquebrantable presencia en mis más aciagos momentos, y en mis más sombrías necesidades; y tu capacidad de perseverar, aun cuando estás completamente exhausta, los que te hacen, no la mejor, pero si perfecta para mí.


No quiero que seas intachable, porque en tu amor imperfecto e incansable, nos has mostrado una integridad vivida, no predicada, y eso te convierte, en muchos sentidos, en casi sacrosanta.

 

Tu hija, otra mamá,

Miss V.

 
 
 

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