MI FIDELIDAD Y MI LEALTAD
- yesmissv

- Sep 12
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Un día, hace muchos años, cuando todavía estaba casada, soñé que mi esposo me engañaba con otra mujer. Sé que este es un sueño recurrente para muchas personas, en particular para aquellos que están en pareja. Y, cuando ha pasado, sobre todo a aquellas que nos sentimos emocionalmente inestables, nos lo llegamos a tomar de manera tan personal porque parece tan real que, mal amanece al día siguiente, despertamos completamente heridos por semejante traición.
En este sueño que te platico, sabía que mi esposo y yo estábamos en San Luis Potosí donde, allende en su juventud, él había estudiado derecho. Luego, en mi sueño, nos estacionábamos atrás de un mercado viejo, sucio y oscuro, debajo de un añejísimo balcón, desde el que se asomaban dos viejas puertas azules, descoloridas y muy rotas. Él subió a ese lugar, y me dejó esperando sentada el setenterísimo, pero hermoso, coche gris que entonces teníamos.
Como en casi todos los sueños, sobre todo aquellos que parecen tan reales, los sentimientos de desolación se sienten verdaderos también. Y, en ese sueño, los tuve todos: miedo por estar sola; ansiedad por no saber dónde estaba mi esposo; enojo porque no me había dicho qué hacíamos ahí; y celos, imaginando lo peor.
Efectivamente, cuando preocupada volteé a ver las puertas desvencijadas de las que te platicaba, solo para ver si podía distinguir algo, de pronto una mujer desnuda salió apresurada de una de ellas… pero seguida de mi esposo, quien también estaba desnudo.
Nunca en mi vida de vigilia he sufrido una traición tal como la que mi subconsciente me orilló a sufrir en ese sueño, que se había vuelto, más bien, una pesadilla. Lo que terminó por romperme el corazón completamente fue que ni siquiera se hubiera acordado de que yo estaba ahí, entre las pilas de basura, la oscuridad y las pestilencias, esperándolo acongojada. Y, sin verme siquiera, se fue apresurado detrás de aquella mujer. Y ambos desaparecieron tras la otra puerta vieja.
Qué significado real tenga este sueño, sólo El Que es La Vida, y aquellos que se claman conocedores, lo saben. Pero en aquel momento, recuerdo que presentí que su abandono temporal, sus pasos sigilosos, la clandestinidad de sus miradas y, por supuesto, su abierta desnudez, eran la antesala de un abandono más largo. O definitivo.
En fin. Ya pasó.
El mal sabor de boca me duró un buen rato, hasta que caí en la cuenta de que, habiendo sido un sueño (mi sueño), él no tenía ni idea de cuál había sido su gravísimo error, ni sabía cuál era la causa de mi desprecio. Pero a pesar de lo que él me hubiera llegado a hacer, yo jamás me atrevería a faltarle. ¡Ni en sueños!
No es por presumir, pero a mí esto de la fidelidad se me da muy bien. Primeramente porque creo que la fidelidad es cuestión de elegirla, aun cuando se presente la oportunidad de faltar a ella. Después, porque me gusta recibir lo que doy, y lo que doy es constancia, promesas cumplidas y entrega absoluta. Y por último, porque, para tu servidora, la fidelidad es una manera de decirle al objeto de mis afectos que lo respeto, lo valoro y me importa. Pero también es una manera de cuidar mi propio corazón, y de ser coherente con lo que siento y con lo que soy. Y soy una persona fiel.
Y, sin levantarme (mucho) el cuello, te informo que, a pesar de los pesares, también soy una persona leal. A veces demasiado.
Pero fíjate. Por allá en mis años mozos, yo creía que fidelidad y lealtad eran sinónimos. Sobre todo porque, en secundaria, un día que estudiábamos los sinónimos (por enésima vez), la maestra puso, justamente, este preciso ejemplo pues, la línea divisoria entre uno y otro es tan complejamente fina, que ambas llegan a traspasar el territorio de la otra. Sin embargo hoy, después de tantas experiencias, espejismos, y pesadillas, no creo que sean tan sinónimas. Desde mi muy personal punto de vista y mi muy humilde opinión, la fidelidad requiere de un pacto que debe/puede/quiere cumplirse; mientras que la lealtad se da en la devoción libre y auténtica, sin pactos de por medio.
Pero, por favor, permíteme darte un ejemplo de esto. Alardeo de ser una persona fiel porque, de corazón, he cumplido el acuerdo de exclusividad que, al estar casada, tenía con mi esposo; y luego, aun cuando no había contratos de por medio, cuando estuve en otras relaciones. Mi esposo fue el inicio de mi familia y con él surgió mi nuevo núcleo de quien también esperaba fidelidad y lealtad.
Estos, claro está, son solo unos ejemplos muy básicos. Pero estoy segura de que mientras que la fidelidad consiste en ser sinceros y no traicionar la confianza puesta en nosotros por medio de las cláusulas de un contrato, sin importar si este contrato lleva un papel firmado de por medio o no, también quiero creer que la lealtad consiste en respaldar a alguna persona, o alguna causa, sin que nos hayan pedido que lo hiciéramos.
Sin embargo, aunque soy leal, también de corazón, y me une a mi familia, a mis amigos, y hasta al trabajo el fuerte vínculo del apoyo mutuo y el respeto, estoy presente en los momentos difíciles y defiendo tanto los antiguos intereses familiares, o los perseverantes provechos amistosos, como los actuales beneficios laborales. Sin embargo, creo que dicha lealtad debe tener un límite si acaso me lleva a caer en traiciones valorales, si me obliga a repetir patrones nocivos, si me orilla a renunciar a mi felicidad, o si me fuerza a cumplir con las expectativas históricas del clan en lugar de luchar por mis propias necesidades emocionales.
Entonces, ¿es la lealtad más poderosa que la fidelidad? ¿O acaso están en el mismo nivel, pero en diferentes perspectivas y contextos?
Bueno. El contrato entre mi esposo y yo me (nos) exigía ser fieles en lo próspero y en lo adverso, y en la salud y en la enfermedad. Pero también es cierto que yo era fiel porque quería y lo quería. Y, aun cuando el amor entre nosotros se tornó un tanto álgido (resultado de situaciones ajenas a mi pequeña familia) y algo en nuestra relación se fue resquebrajando, yo insistí en serle fiel, porque no lo engañé ni con el pensamiento. Y leal, porque seguía apoyando sus proyectos, no importa cuán absurdos fueran. ¿Sería que, en realidad, el amor no había acabado? ¿Acaso el respeto (que ya no tanto el cariño) por él me movía a la fidelidad? ¿O sería el respeto por mí misma? ¿O el miedo que me daba fallar conscientemente a la lealtad inconsciente por mi clan?
Esta lealtad, la que siento que le debo a mi clan, ha sido, desde que tengo memoria, una de las programaciones más profundas que me han inculcado en la vida. Y, al nacer dentro del seno de una familia, no me quedó otro remedio más que aceptar ese contrato familiar no firmado, ese compromiso de fidelidad no hablado que, irremediablemente, me vinculaba (y sigue vinculándome) a mi clan.
Nací ya con una deuda impagable a cuestas: la de la gratitud por haber recibido la vida. Y es impagable, porque jamás podré hacer un pago de semejante magnitud a quienes me precedieron. Y mi gratitud por ello será tan larga como mi vida. Pero también agradezco porque, sin importar dónde o cómo haya llegado a este plano, yo, como supongo que todos quienes lo habitamos, tengo la necesidad de pertenecer al clan o a la tribu que nos ha ayudado a sobrevivir, nos ha acogido, y, finalmente, aunque no necesariamente siempre, nos ha amado.
Sin embargo, he visto, por muchos años, aún cuando mis abuelos y abuelas murieron hace mucho tiempo, la inquebrantable lealtad de mi padre y mi madre por sus respectivos clanes. Lealtad que va más allá de la gratitud por la vida en el aquí y el ahora. Lealtad que, a pesar de la libertad de elección que trae la independencia de vivir la propia vida, no acaba por romperse. ¡Y no es que deba hacerlo del todo!
He visto, en muchas más ocasiones de las necesarias, por lealtad, hijos que se creyeron eternamente obligados a mostrar más sometimiento que respeto a un padre que tenía la última palabra en todo. O hijas que se creyeron obligadas a sentir más culpa que fuerza al aliarse con una madre a la que no se atrevían a desobedecer, a causa de sus agresivos chantajes llenos de melosidad.
Ni mi papá ni mi mamá lo dicen pero sé que, inconscientemente, llevan en lo más profundo de su ser, el deber de hacer lo que sus antepasados hicieron, o decir lo que sus antepasados dijeron, o repetir algunos patrones conductuales, porque eso les hubiera gustado a ellos, o porque lo que les enseñaron les trae calma a sus conciencias, o lo que ellos podrían llamar felicidad. Pero, aunque ni mi papá ni mi mamá lo digan, sé que creen que hacer las cosas diferentes, sería un inmerecimiento o una traición
Pero en todas las generaciones, sobre todo en aquellas que creemos que no nos queda otro remedio que ser leales a toda costa, se cuecen habas. Y, a pesar de mi lento pero constante crecimiento emocional, no soy la excepción. También sigo repitiendo ciegamente los patrones de obediencia, sometimiento y culpa. La invisibilidad de este lazo a veces va más allá de mis propios deseos de deleitar y mis verdaderas capacidades de complacer, pero me ha costado mucho descoserme de ella. Es más, creo que mis hijos siguen uniéndose a ella conmigo. Y eso no me gusta tanto. La inconsciente, pero forzada, repetición de patrones conductuales, emocionales y hasta laborales, tan severos pero tan disfrazados de libertad, son los que dan lugar a esta lealtad mía que, después de empezar a crecer de ella, comenzó a sentirse más falsa que auténtica. Más detestada que deseada.
Y, en lugar de ser feliz y sentirme satisfecha por las decisiones tomadas por mí misma, y por buscar mi propia tranquilidad haciendo algo que el clan históricamente no habría hecho jamás, siento una muy profunda culpabilidad, pues siempre me enseñaron, como se los enseñaron a mi papá y mi mamá, y antes que ellos, a sus propios padres y madres, y a quién sabe cuántas más generaciones antes, que no tenemos derecho a disfrutar de lo bueno de la vida si no hay (siempre) sufrimiento de por medio; como si educar a nuestros hijos de manera diferente a la establecida por siglos en el clan, o abrirse a las posibilidades de actuar de manera diferente (y feliz) estuviéramos traicionando al clan, perdiendo el derecho de pertenecer a él. Y esto trae, a nivel inconsciente, una sensación muy profunda de desobediencia, de deslealtad. De traición.
Como mencioné al principio de este escrito, mismo que ya me parece innecesariamente largo, la fidelidad y la lealtad, aunque distintas en esencia, son caminos que pueden fortalecer el alma cuando se caminan con honestidad. Y, repito: la fidelidad se elige con plena conciencia, como un pacto íntimo que nos otorga calma y coherencia con lo que somos, y con lo bueno que tenemos en el corazón. La lealtad, por otro lado, suele surgir del alma, y de los afectos y las memorias que nos atan a otros con lazos invisibles; y aunque a veces ennoblece, otras veces encadena.
Pero habrá que tener cuidado, pues creo que no toda lealtad es virtud, ya que, como me ha ocurrido muchas veces, la lealtad me mantuvo presa de alguna u otra causa; atada a alguna u otra persona; y estancada a alguno u otro comportamiento histórico que no me ha permitido avanzar tanto como quisiera.
La lealtad a veces es la máscara con la que se ocultan el sometimiento al pasado y la renuncia a uno mismo. Ser leal a mi clan, a la tradición o a las voces del pasado puede parecer honorable, pero en realidad puede encadenar generaciones enteras a la misma cárcel invisible, obedeciendo pactos no escritos, pero sí heredados. Finalmente, creo que, independientemente de la naturaleza de las acciones presentes, no debemos lealtad a lo que nos oprime, ni a lo que silencia nuestra verdad. La única lealtad que merece sostenerse es la que tengo hacia mi esencia, a mi camino, y a lo que decido hacer mío emocional, mental y espiritualmente.
Todo lo demás, por más antiguo o sacrificado que parezca, debe romperse sin miedo. Porque, aunque mi clan no quiera verlo, elegirme a mí misma no es traición, sino el acto más sublime de libertad.
Siempre fiel, pero a veces leal,
Miss V.



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