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ME ESTOY HACIENDO VIEJA

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • May 23
  • 5 min read

(...o viejo, según el caso...)
(...o viejo, según el caso...)

La docencia ha sido para mí, además de mi trabajo, un completo estilo de vida a la que mis ideas, mis objetivos, y hasta mi manera de ser, se han ido moldeando, o con la que se han ido amalgamando, de alguna manera u otra.


Una profesión con tantas ventajas como desventajas, es también una muy difícil dejar, de la que no se puede estar alejado por mucho tiempo, y a la que siempre se retorna porque, a pesar de la manera en la que la hayamos abandonado, sabemos que siempre nos recibirá con los brazos abiertos, como a hijos pródigos.


Esta profesión ha sido testigo, a veces silencioso, a veces indiscreto, de mi crecimiento mental, mi evolución emocional y hasta de mi marchitamiento corporal. Este último, cada vez mucho más evidente para todos, y cada vez, mucho más ineludible para mí.

Recuerdo muy bien mis primeros días en la docencia, cuando era una incipiente, pero idealista “maestra” de dieciséis años, a quien confundían con una alumnilla de secundaria, rodeada de docentes veteranos y engreídos, y cuyos alumnos podrían perfectamente ser sus hermanitos menores.


Pero ¡ay, estimados! El tiempo vuela y nosotros con él. Hoy, triste pero inevitablemente, podría ser, incluso, hasta la (muy joven) abuela de algunos.  


Muchos de los temas de conversación que ocurren hoy, no solamente entre mis familiares y la que escribe, sino entre mis coetáneos compañeros de trabajo y yo, giran en torno a cómo ha pasado el tiempo, cómo hemos cambiado, y cómo hemos encanecido, sin necesariamente atrevernos a mencionar las palabras “vejez”, “en mis tiempos” y “las reumas”, que nos llegan a dar escalofríos, sabiendo que estamos cada vez más cerca del otoño, y cada vez más lejos de las primaveras.


Aunque nos ocultemos tras el maquillaje más escandaloso posible, los tintes de pelo más inapropiados, los jeans ajustados, o los cortes de pelo estilo Millennial, ni yo, ni nadie de esta generación tan equis, ni las que vienen tras nosotros, pueden (ni podrán) con todo y las cremas, el ejercicio, la alimentación sana, y el bótox, detener el paso del tiempo, que se mueve lento, pero implacable. Y eso me entristece un poco…


Por lo pronto, he empezado a rendirme, ya sin meter las manos (ni el tinte), al descarado número de canas que, por ser tantas y tan montoneras, llevan siempre las de ganar.  Por otro lado, las cremas que otrora parecían iluminar mi piel, y ofrecer un semblante fresco y aparentemente lozano, bailan en las escaleras que se forman en mi frente, sin provocar ningún cambio; o se resbalan de las profundas ojeras que ya no agarran ningún tipo de ungüento, ni costoso ni económico.


Ahora bien, cuidar el resto del cuerpo ya es otro cantar. Los achaques, resultado natural del desgaste físico, a veces provocan un rictus disfrazado de angustiada sonrisa y, otras tantas, una inmovilidad tipo rigor mortis, sobre todo cuando nos atrevemos, como antaño solíamos hacer, a movernos de manera rápida y/o repentina, ignorando las advertencias que la visión borrosa, las rodillas desgastadas, y una vejiga revoltosa nos han estado lanzando.


Nunca me hubiera imaginado que llegaría a aceptar que estoy envejeciendo. Tampoco me hubiera imaginado que la misma docencia, tan llena de almas y cuerpos jóvenes con la que me encontré desde mi adolescencia, y que muchas veces me ha contagiado de su frescura, sería la misma que me haría abrir los ojos ante la inevitabilidad del paso del tiempo. Seguramente, en aquellos tiempos, mi juventud también habrá sido un dolor de cabeza para esos viejos y viejas desgastados que empezaban a resignarse al marchitamiento.


Ciertamente estoy viviendo con gente mucho mayor que yo que, a la edad que tienen ahora, ya han sufrido el doble de achaques que tu servidora. Pero el chiste es quejarse.


De alguna manera veo, sobre todo en mi propio papá, las ventajas y las desventajas de envejecer. Él es, a sus casi ochenta años, una especie de espejo en el que veo un indicio de lo que pudiera ser mi propia vejez, pero que me niego a repetir como un estigma, ciego, sordo y obediente, que se ha ido heredando por generaciones.


Entre las muchas cosas que me da miedo repetir, y en las cuales me asusta caer, aunque sea inconscientemente, están su creciente falta de tacto, su gradual falta de juicio, y su progresivo desinterés por hacer nada por sí mismo. Todo esto, desafortunadamente, derivado de su avanzada e inesperada demencia. Cuando estaba bueno y sano, nadie nunca le pudo poner un freno a sus palabras y a sus acciones, no porque no hayamos querido, sino porque él nunca nos lo permitió. Y él también fue incapaz de ponerse uno a sí mismo. Se dejó ir.


Mi papá, con la dicotomía de su docilidad de anciano, y la testarudez de seguir queriendo imponer sus ideas, por la costumbre de haber sido, por muchos años, la cabeza de la familia y el único tomador de decisiones ha causado una desgaste en la paciencia de quienes lo rodean. Desgaste que, dadas las circunstancias, hiere en lo más profundo, pero que no sanará nunca, pues nos hemos hecho a la idea de que el curso que su propio cerebro ha tomado es inminente, y no va a desviarse jamás.

 

Mi mamá, por otro lado, es un espejo distinto. Su propia vejez no carece de ventajas y desventajas, pues años ha, como madre joven, ella tuvo que aprender, a veces a la mala, que sus desaires y chantajes contra quienes más la queríamos, nos dejaba desamparadas en una suerte de orfandad, en la que sus hijas debían actuar de intermediarias entre sus propios padres. Este también fue el resultado de muchos años de sufrimiento a manos de un padre maltratador, en lo físico, lo verbal, y lo psicológico, y del ejemplo de completa sumisión de una madre, por cuyos sufrimiento ella y sus hermanas todavía sienten mucha culpa.  


A diferencia de su contraparte conyugal, ella decidió llegar a su vejez de manera más sensata y más equilibrada, aunque no por ello más abierta. Pero, claro: ese es también el resultado de los arquetipos y las usanzas propias de su grupo generacional. Por eso, cuando les cuento a mi hijo y mi hija cómo era su abuela con sus hijas en nuestra juventud, no dan crédito pues, para ellos, la vejez de mi madre, que es la única que conocen es, espiritualmente hablando, una vejez cabal. Casi perfecta.


A la vejez voy también yo. Y todos los que tengamos la suerte de vivir lo suficiente para acercarnos a ella.


Indudablemente, envejecer tiende a aportar resiliencia emocional, sabiduría, experiencia y una visión más sagaz de la vida, lo que puede llevar a tomar decisiones de manera más sensata. Aunque no necesariamente siempre.


En culturas tan apegadas a los abuelos y abuelas como la nuestra, e inclinándome un poco a la generalización, las personas mayores son respetadas y valoradas por sus conocimientos y orientación; o por su amor desinteresado y su devoción por los suyos. Aunque también llegan a ser discriminadas y relegadas por su falta de eficacia dentro de la familia que ellas crearon. Igualmente, los adultos mayores pueden enfrentarse a la exclusión, dada su edad, y a sentirse minimizados en una sociedad que, independientemente de los fanfarroneados afectos por sus antecesores, frecuentemente da prioridad a las juventudes.


La vejez es el destino universal, un camino que todos recorremos sosegadamente, aunque lo descubramos demasiado tarde. A todos, sin excepción, el tiempo nos entrelaza en el mismo tapiz de arrugas, reminiscencias y experiencias vividas. Las primeras arrugas, las primeras canas, y hasta las primeras reumas nos hacen caer en la cuenta que debemos tratar a los mayores con la misma compasión que deseamos recibir. Hoy o dentro de varios años.


Porque un día, si tenemos la suerte de que El Que Es La Vida lo permita así, también estaremos ocupando el mismo lugar. Pero ojalá que más sabios, más sosegados, más apacibles, cargando en cada achaque la belleza de todo lo vivido.


Haciéndome vieja,

Miss V.


 
 
 

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