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A propósito de los cambios políticos acaecidos en el país, que lo han lastimado tanto, y que tienen la satisfacción política de muchos de nosotros en un mínimo emocional histórico, se me ocurrió que podía escribir una diatriba al respecto de la política.
Pero sólo se me ocurrió que podría, porque no lo pienso hacer, pues nunca ha sido la política un tema del que me guste hablar, aunque mis apreciaciones sean tajantes. Hablar de política, pero sobre todo de los políticos, es un tema que me causa mucha molestia, y me dan ganas de decir cosas que no son tan “políticamente correctas” que digamos.
Con “políticamente correctas” me refiero a decir algo que la mayoría preferimos escuchar, aunque lo que nos digan sólo nos endulce el oído, nos haga sentir bien temporalmente, y no sea verdadero. De cualquier manera, al ir envejeciendo, me fui dando cuenta de que la política es solo un juego, a veces muy sucio, para convencer a la gente a favor de alguien, sin importar si el recurso para convencer es perverso o violento. El único propósito de la política es convencer a las multitudes y obtener un beneficio de ellas.
Cualquier cosa que implique un tema de políticas gubernamentales, administrativas, o hasta familiares; incluso un pleito entre dos completos desconocidos, o cualquier hijo de vecino, cuyo altercado no tenga nada que ver con mis convicciones o mis ideas, hace que se me retuerzan las tripas. Y de cada cosa tengo una opinión que no siempre externo, con tal de no echarle más leña al fuego.
Acepto, por tanto, que soy medio sacatona para algunas cosas, pero también acepto que hasta lo que no me como me hace daño.
Claro que hay de comida a comida.
Independientemente de mis preferencias políticas, las personas que me conocen saben que tengo un amor mucho más grande que defender a un partido político: la comida. Acepto que tengo muy buen diente. Casi nunca le digo que no a una invitación que lleve comida de por medio. Y si la invitación no la lleva, yo la llevo, cómo no.
No hay evento familiar, social o político que no tenga como protagonistas dos cosas: las ganas de irse temprano (o amanecer ahí) y la comida. Sin esta última, ninguna reunión antes mencionada puede decirse exitosa. La comida es el centro de casi todos los encuentros, de casi todas las experiencias de la vida, y hasta de casi todas las juntas de trabajo, pues incluso en la cámara de senadores los mentados políticos se llevan hasta sus sándwiches.
De la misma manera que expreso mi encono por la política, JAMÁS he negado mi gusto por la comida. Y por cocinar. Los “viernes guzgos” de antaño hablan por sí solos. Si bien no soy tan buena como mi mamá, y creo que cocinar no es necesariamente para todos, también creo que hacerlo para alguien, sin importar la sencillez del platillo, o la experiencia del cocinero, es una manera de decirle que nos importa, aunque lo que se haya cocinado esté crujiente de empanizado, espeso de gratinado, y brillante de mantecoso.
La forma en la que hoy cocino, fue madurando a la par que yo. Mientras me iba desarrollando en los distintos campos de la vida, o, por decirlo de otro modo, mientras iba haciéndome vieja, le fui agarrando el gusto a las especias, a las verduras, o a las leguminosas que otrora parecían tan lejanos para una mamá/cocinera principiante.
También le fui agarrando el gusto a la carne, a las grasas, a los lácteos y a las harinas de tal manera que, por un buen tiempo, fueron casi la base primordial de todo lo que cocinaba.
A partir de aquí, fue mi cuerpo el que se fue amoldando a mi forma de cocinar. Mientras me seguía desarrollando en esos distintos campos de la vida que te decía, también le fui agarrando un gusto muy especial a las todo aquello que pudiera freírse, derretirse, y hornearse. Indudablemente, había llegado el momento en el que la cocina ya no me daba miedo, sino mucha felicidad.
Una felicidad tal, que sentí mi deber que todo lo que ahí se creara, merecía ser compartido.
Ahora bien. No creas que por mucho que me gustara cocinar, necesariamente cocinaba todos los días. Había momentos en los que ir a algún restaurante, o comprar comida para llevar, también se convirtió en parte de mi rutina semanal. Y, mientras más frita, derretida u horneada estuviera, mucho mejor.
“Tú come, y que el cuerpo agarre la forma que quiera”, dijo un día una de mis queridas tías. Y nunca seguí este consejo con tantas ganas como hasta principios de este año, en el que empecé a descubrir nuevas maneras de preparar mi comida. Casi todas con tanta manteca y aceite como me fuera posible.
Por ahí de Marzo, todo iba muy bien. Hasta que dejó de ir así de bien.
Ya un día escribí que, derivado de una serie de desafortunados eventos relacionados con mi salud, resultado de mi sobrepeso, y que me sacaron un sustote, decidí dejar la manteca y el aceite por la paz, y comenzar a utilizar alternativas menos deliciosas, y un tanto más insípidas.
A pesar del amor que le tengo a las cosas más grasosas de cualquier menú, no me arrepiento de haber comenzado este viaje, que va lento. Pero también seguro.
Haber perdido nueve kilos de Abril a la fecha pudiera parecer muy poco. Pero a mi edad, con lo guzga que soy, y con la menopausia amenazando con llegar de lleno para quedarse, sin contar el estrés laboral, y a veces hasta el familiar, algunas personas comprenderán que, esos nueve kilos, han sido un verdadero éxito para mí.
Y, ciertamente, lo celebro. Con calabacitas asadas y brócoli al vapor.
Pero también quiero platicarte que encontré inspiración, no sólo en mis ganas de seguir viviendo, sino en un par de cosillas, algo similares, que me han ocurrido en la vida.
No es la primera vez que me pongo a dieta, aunque sí la primera que lo hago por miedo. Hubo un momento, hace unos catorce años, justamente en el 2010, en el que tu servidora, por cuenta propia, sin ayuda de nadie más que su propia fuerza de voluntad, y la fuerza del que es La Vida, comencé un régimen alimenticio tan preciso, que me ayudó a perder alrededor de veinte kilos, en aproximadamente un año y medio.
Ciertamente, flaca nunca he sido. Mi gordura ha sido siempre el resultado de mi genética, pero sobre todo de mi elevada ingesta calórica, y de mi destacado sedentarismo, mismos que a su vez dieron como resultado una serie de situaciones de salud que llegaron a poner mi vida en cierto peligro.
No sé si es por mi naturaleza amistosa, o mi acre sentido del humor, pero mi gordura no parecía molestarle a la gente a mi alrededor, como he visto tantos casos documentados en programas de televisión, o en otros tantos reportajes. Pero sí llegó a dar lugar a ciertos incómodos intercambios orales entre ciertas personas y yo.
Un día, en un paseo del día del maestro a alguna ciudad histórica llena de americanos, un profesor me dijo que si quería, él podía tomarme una foto desde la "cornisita" del quiosco, misma que me parecía algo angosta e insegura.
“No creo poder detenerme bien”, le dije. Y con una falsa risilla nerviosa, rematé: “estoy algo gorda”.
“No”, me dice él. “Estás hermosa”.
“Yo no dije que estuviera fea (pendejo). Yo sólo dije que estaba gorda”.
La majadería no se la dije, nomás la pensé. Pero fue obvio que para él, belleza y gordura eran opuestos naturales. Pero no es el único. Muchos lo hemos llegado a pensar, también.
Como dato, te informo que estoy absolutamente consciente de que mi belleza física no es extraordinaria. Mi cara, por lo menos eso espero, no desagrada. Y eso es una ventaja.
Pero que no te quepa la menor duda. Cuando una persona mide un metro con cincuenta y tres centímetros, y pesa casi setenta y siete kilos, hay cosas que van en deterioro de su salud, de su belleza emocional, y de su belleza física.
El profesor quiso hacerme sentir bien. Pero no lo logró. A pesar del progreso en el cuidado de la sensibilidad ajena, y del viejo “si no puedes decir algo bueno, mejor no digas nada”, mucha gente sigue pensando que gordura y belleza son obvios antónimos. Y que, por fuerza, hay qué comentar algo. Lo que sea.
Transcurrido el tiempo en el que llegué a perder todo ese peso que te platicaba, los únicos testigos que quedaban de mi vida anterior eran las memorias y algunas fotos. De éstas últimas, dos tenía en mi posesión que eran mi orgullo y que llevaba a todos lados (en el teléfono, claro): el antes y el después de mi batalla contra la grasa más difícil.
Cuando tu cara empieza a verse diferente; cuando la barbilla ya no se te junta con el pecho; cuando tu ropa empieza a quedarte mejor, o simplemente a quedarte; pero sobre todo cuando puedes subir las escaleras sin sentir taquicardias, o sin que te quedes sin aliento, es entonces cuando empiezas a sentir que los esfuerzos han empezado a dar frutos.
Y empiezas, a preguntarte: ¿por qué no comencé antes?”. Y empiezas a no sólo a sentirte, sino a verte diferente. Y empiezas a comparar tus fotos con orgullo. Y también empiezas a quererte de modo diferente.
Cuando en una fiesta posterior, también celebrando el día del maestro, y platicando acerca de mi hazaña, alguien me pidió ver esas mentadas fotos, con mucho gusto y más orgullo accedí a enseñárselas.
“¡Qué bárbara! ¡Qué cambiazo! Pero estás hermosa en las dos fotos, ¿eh? Hermosa antes y hermosa ahora…”
Lo sostengo: belleza y gordura no son opuestos naturales. Pero hay casos, como el mío, en el que ambas palabras no podían ser más naturalmente opuestas. Desde el corazón y mi sensatez lo digo: necesitabas estar ciego para no ver lo que era evidente.
Con toda la buena-ondez, simpatía y cariño de los que pude echar mano, palabras más, palabras menos le dije:
“¿Por qué dices que estaba hermosa antes? No lo estaba. ¿O te estás burlando de mí, amiga?”
“¡No, Vero! ¿Cómo crees? Es lo que yo creo. Cada quién tiene su percepción”.
“Pero ¿qué cuenta aquí? ¿Lo que tú creas, o el empeño que puse por llegar hasta donde estoy hoy? Creo que es como si minimizaras mi esfuerzo, reduciéndolo a un “hermosa antes y hermosa ahora”, cuando lo obvio es que, una de las fotos, no muestra hermosura. Obviamente tu percepción y la mía, no son iguales. Y, obviamente, tampoco mi sacrificio, y tu manera de ver el sacrificio de los demás lo son.
Porque ¿qué chiste tiene haber sacrificado la comodidad de mi sobrepeso, si de todas maneras estaba hermosa antes? Mejor no hubiera hecho nada. Yo buscaba un cambio en mi salud, sí. Pero también abracé la metamorfosis que un cambio de régimen trae por añadidura.
Tengo la suficiente lucidez como para darme perfectamente cuenta de que no había hermosura en una quijada que se juntaba con los hombros, y de un cuello inexistente que estaba lleno de manchas negras y verrugas. Una frente llena de granos, que se empapaba de sudor aún con los más mínimos movimientos. Un paño tan marcado y ojeras tan negras que mi cara era, literalmente, de otro color. Una cintura tan grande, tan llena de rollos, y tan oscura; y un abdomen tan prominente y tan flácido, que me era muy difícil, incluso, ponerme y quitarme los calcetines. Y dos pies tan cansados y tan maltratados que no podían, ni de chiste, soportar casi ochenta kilos de peso”.
“No lo tomes a mal, Vero. Yo sólo quería decirte algo que te hiciera sentir que antes también eras valorada y hermosa. Es todo”.
“Valor siempre he tenido. Pero también reconozco que NO tenía hermosura. Ni adentro, ni afuera. Pero lo primero sólo lo sé yo. Lo que tú creas de mí, es sólo tu opinión. Es lo que ves. No es canon, ni verdad absoluta. La verdad acerca de mí es la que yo tengo. Pero si no la conoces, mejor sería no decir nada.
Amiga, a veces quedarse callado también es hacerlo a uno sentirse bien. Pero, en casos como éste, si de verdad a fuerza quieres decir algo, y de verdad quieres hacerme sentir bien, entonces mejor pregúntame; ‘¿Eso era lo que querías, Vero?’ y luego, tal vez ‘¡Pues felicidades! ¡Bien hecho! Aplaudo tu esfuerzo. Te admiro’… no sé. Cualquier otra palabra afable que te venga a la cabeza, pero sin la eterna tóxica necesidad de decir lo que crees que otros quieren escuchar, cuando no conoces ni su esfuerzo, ni sus batallas. O su corazón. O si quieren dejar el pasado atrás, y quieren ser reconocidas por haber luchado lo que lucharon, y por haber ganado lo que ganaron. O si quieren usar su foto (como yo) como recordatorio de qué es lo que NO quiero volver a tener en mi vida.
No es a fuerza buscar decir lo ‘políticamente correcto’ siempre. A veces lo políticamente correcto es felicitar a la gente por el esfuerzo que tanto le ha costado hacer lo que hicieron. Por las personas que se han esforzado para ser hoy. A veces, también, lo políticamente correcto es el silencio”.
Probablemente pensarás que exageré en mi respuesta. Hoy también yo lo creo así. Sin embargo, no creas que todo ese sermonsote lo dije molesta. De verdad que no. Lo dije con todo el cariño que todavía le tengo a mi amiga. Y no me arrepiento (tanto) de haber dicho lo que dije, porque en ese momento era lo que sentía.
Y, hasta cierto punto, lo sigo pensando. Hasta cierto punto…
Y muchas otras personas, también.
Pero es verdad. Tomando mi caso como ejemplo, ya nadie sabe cómo hablar de la pérdida de peso, o de nada, realmente; so pena de cometer alguna indiscreción que raye en la imprudencia, o que completamente rebase los límites de lo que se considere políticamente correcto. Y, precisamente, como no sabemos cómo hablar de los cambios en una persona, lo mejor es, entonces no comentar nada. Por lo menos no al respecto de la persona del pasado…
Fíjate. En el karaoke bar que frecuento, y del que ya había platicado, hace unos cuatro años conocí a una persona que se sometió a un cambio de sexo. No somos amigos íntimos, pero nos seguimos en, por lo menos, dos redes social. Él vive en Los Ángeles, por lo que la relación entre los dos se limita a comentarios y “likes” mutuos.
Un día él, a quien llamaré Kang, publicó unas fotografías del antes y del después de su ardua y, en muchas ocasiones, muy dolorosa transformación. Dolorosa a veces más en lo emocional que en lo físico, pues como siempre, existe alguien que busca dar su opinión tan políticamente correcta, que no se da cuenta de que la jornada al hoy, y el triunfo actual, son los que cuentan. No la vida de antes. Y mucho menos si no conoces nada de esa vida.
“¡Qué bárbaro! ¿Es en serio, Kang? Pero como mujer estabas hermosa, ¿eh? Hermosa antes y apuesto ahora. ¡Cómo no te conocí antes!…” Todo lo anterior, en inglés.
Que Kang le haya enseñado al mundo sus fotos de antes y después, sólo para verlas, podría significar que buscaba que los mirones fuéramos de palo. O bien que, en el mejor de los casos, reconociéramos su esfuerzo. Kang, en su valentía por un cambio tan tremendamente audaz, que (para él) era absolutamente necesario, contestó que no estaba publicando las fotos para que le dijeran que antes era “hermosa, y hoy apuesto”, sabiendo que, en inglés, los adjetivos no tienen género.
Para Kang, según sus propias palabras, la persona que antes fue no era hermosa, porque esa mujer no era la persona que él realmente era.
Kang le dijo, acto seguido que ese “¡Cómo no te conocí antes!” era, por demás, ofensivo. Y procedió a explicarles los porqués de semejante ofensa. Añadió, además, que él no necesitaba halagos para su ‘yo’ del pasado. Sino reconocimiento para su ‘yo’ del presente.
Y, como siempre, palabras más, palabras menos, Kang dijo que, obviamente esto su amigo no lo sabía, porque antes no lo conocía, pero a pesar de ver en el espejo, y tener en la vida, la cara y el cuerpo de una mujer, siempre supo que dentro de él había, en realidad, un hombre. El hecho de que en las fotos de su juventud llevara un disfraz de mujer que pareciera muy convincente, tanto para él como para el resto del mundo, no significaba que alguna vez fuera mujer. Durante muchos años, el pelo largo, el maquillaje, y la ropa interior de encaje resultaron tan convincentes que incluso casi lo llegó a creer él mismo. Pero, a pesar de lo que era obvio, y a pesar también de la obviedad de sus propios sentimientos, Kang le dijo “esa nunca fui yo realmente. Puede que otras personas con mi misma experiencia tengan un punto de vista diferente, pero así es como yo lo sentí siempre”.
“¡Tranquilízate, Kang! Como dices, otros, aunque no seamos trans, podemos tener una opinión distinta. Bueno. Eso es lo que yo creo”.
Kang le dijo que si hubiera omitido el “¡Cómo no te conocí antes!”, la plática hubiera tomado, muy probablemente, un giro muy distinto.
Sé muy bien, porque así me lo contó él, que además de haber sufrido la pena de que no sólo el resto del mundo, sino su propia familia, haya dudado de él, por su aspecto físico, su identidad, su forma de vida, y hasta de su manera de pensar, y que todo eso haya traído situaciones muy dolorosas a su vida, la duda personal fue mucho más difícil de superar.
Incluso con la seguridad que tenía de ser quien su corazón le decía que era, aquellos que sabemos poco (o nada) de los sentimientos de una persona que tiene que vivir lo que vivió Kang, desconocemos la inseguridad que llegó a sentir (como él lo dijo posteriormente) cuando la gente creía que sabía algo de él, que él mismo, aparentemente, desconocía.
“No lo tomes a mal, Kang. Yo sólo quería decirte algo que te hiciera sentir que antes también eras valorada y, aunque lo niegues, hermosa. Es todo”.
Eso fue casi lo mismo que me dijeron a mí. Y Kang le contestó casi (casi) lo mismo que yo contesté en aquellos años:
“Siempre he sido valioso, pero también reconozco que NO era una persona hermosa, aunque a ti te lo parezca. ¿Físicamente te parecía bella? A mí no. Cuando estás en un cuerpo que ‘no te pertenece’, no te sientes hermoso. Ni por dentro, ni por fuera. O al menos, eso sentía yo.
Pero como sólo yo conozco lo que llevo adentro, y no tengo por qué darle explicaciones a nadie, la gente asume que puede hacer comentarios acerca de cosas que son sumamente dolorosas para uno, suponiendo que es lo correcto, y que tiene uno que agradecerlo. La verdad acerca de mí es la que yo tengo, y no tengo por qué hacerla pública. Pero si no la conoces, es mejor permanecer en silencio”.
Queridos lectores y lectoras. Al respecto de esta diatriba, muchos podrán NO estar de acuerdo conmigo. Pero está bien. Eso, en las mentes y las bocas adecuadas, es decir, las que opinan con amor y sin humillaciones, es lo que enriquece la tolerancia, y no permite abandonar el amor por el otro, sea cual fuere su estado emocional, mental, o físico.
Creo que las constantes y múltiples perspectivas acerca de todo lo que es políticamente correcto está confinando las discusiones abiertas y honestas a un empalagoso endulzamiento del oído que no ayuda al otro, o a uno mismo, a crecer. A pesar de que conozco el valor del respeto mutuo, a veces mejor llevado a cabo con el silencio, creo que hemos sobrepasado las líneas de las conversaciones complejas (mismas que también deben abarcarse), y ahora está entorpeciendo aceleradamente la facultad de reconocer el camino andado por tantas y tantas personas en la búsqueda del cambio, la mejora y el crecimiento.
Las personas tenemos miedo de ser etiquetadas como provocadoras o intransigentes si nos aventuramos a hacer comentarios al respecto de casi cualquier cosa. Ciertamente, no estoy invitada a hacer ningún comentario (ofensivo o no) al respecto del aspecto físico, emocional, o sexual de nadie, pues esto puede dar lugar a cierto recelo que nos impide explorar diferentes perspectivas. Pero tampoco debo de dar por hecho que, sólo porque creo que endulzar el oído de los y las demás al respecto de su pasado, o de cualquier otra situación, estoy haciendo lo correcto.
Por eso, casi siempre buscamos decir lo que creemos que otros y otras quisieran escuchar, en lugar de preguntar si está bien hablar de eso. O no.
Que una persona muestre sus fotos de antes y después para que veamos cuánto ha crecido, no nos otorga el privilegio de hacer comentarios, que imaginamos apropiados, al respecto de ninguna de las instancias. Mucho menos de la primera. Por eso la pregunta que yo esperaba (“¿Eso era lo que querías, Vero?”), pudo haber sido la más apropiada, y pudo haber dado lugar a verdaderos plácemes, o a auténticos “endulzamientos del oído”.
Pero del triunfo y las conquistas de hoy. No del pasado.
O de lo que no conocemos.
Ciertamente, entornos como este este no solo entorpecen el desarrollo mental, o incluso el espiritual, de una persona u otra, sino que terminan polarizando a los individuos de una sociedad, pues habremos quienes creemos que elogiar la foto de antes sea lo que se esperaba de nosotros, y habremos otros tantos que supongamos que es necesario, por bien de nuestra propia sociedad, abordar temas de dificultad social y/o personal, para poder comprendernos verdaderamente y encontrar puntos en común.
Ser cortés y respetuoso no es tan difícil, cuando se tiene la verdadera voluntad de serlo. La mayor parte del tiempo tal cortesía y respeto provocarán un diálogo amigable, incluso si no estamos de acuerdo con nuestros interlocutores. Tampoco creo que deba haber necesidad de exponer intencionalmente la susceptibilidad y convertirla en blanco de los ataques ajenos, pues cualquier palabra puede (o no) ofender la sensibilidad de las personas. Si para nosotros, como comunidad, es tan fácil quebrarnos con lo que personalmente consideramos son acres agravios, creo que deberíamos concentrarnos más en trabajar nuestras emociones, pues indiscretos hay en todos lados.
Pero deseos de educar y aprender, también.
No estoy defendiendo, por ningún motivo, el discurso de odio; ni mucho menos motivando opiniones inclementes. Pero también creo que debemos dar su justa importancia al franco intercambio sobre lo que es políticamente correcto. Pero sobre todo, dar su justa importancia a las batallas y los triunfos de los y las demás.
Y creo que debí haber dicho:
“Preferiría que no elogiaras mi pasado, amiga. Aunque puedo hablar de él sin dolor, y lo agradezco por ser el trampolín de mi crecimiento y de mi aprendizaje, quiero concentrarme en mi esfuerzo de ayer y en mi triunfo de hoy, si no te molesta…”
Ni tan política, ni tan correcta.
Miss V.
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