LAS SIETE CASAS
- yesmissv
- Mar 28
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Casa no. 7
Marzo, 2025
En este preciso momento, mientras estoy escribiendo, estoy cayendo en la cuenta de que, desde que tengo uso de razón, y hasta la fecha, cuando no uso la razón tan bien como quisiera, he vivido en diez casas.
De esas diez casas, tres cambios estuvieron fuera de mi poder y de mi párvula comprensión, pues para entonces no tenía ni voz, ni voto, ni la estatura adecuada para caminar siquiera, por lo que llegué a tales lugares (en brazos) por la voluntad y la necesidad de los adultos que, en ese entonces, cuidaban de mí. Las otras siete veces, se dieron con plena conciencia, más la voluntad (o la necesidad) de hacerlo.
Sé, por las historias de mis más allegados primero, pero también por haberlo vivido en carne propia después que, cambiarse de casa, dependiendo de la situación, puede ser una aventura muy disfrutable, o completamente lo contrario. No siempre somos capaces de encontrar placer, no sólo en el trabajo físico, sino en el esfuerzo emocional que implica dejar atrás un lugar, cualquiera que este sea. Abandonar lo que otrora fungió como un amoroso hogar, o como un simple refugio, nos hace atravesar, del mismo modo, por un instante de limpieza mental tanto como emocional. Ya no digo física...
Por experiencia digo que es necesaria cierta energía para deshacerse de lo que hemos acumulado, incluyendo los apegos y las emociones, a lo que estamos tan aferrados, aunque ni siquiera nos acordemos de por qué están en nuestras vidas.

Casa no. 1
Julio, 1996
Esta fue la primera casa que me significó también mi primer cambio deseado. A esta llegué después de abandonar la casa paterna con el objetivo de comenzar la mía. Fue esta donde viví las mejores experiencias como madre y esposa primeriza. Fue esta en la que me di cuenta del verdadero significado de la supuesta felicidad conyugal y "la comezón del séptimo año".
Y fue esta, luego de sólo siete años precisamente, la que tuve que abandonar con mucha resistencia, pero también con mucha aflicción, pues quedaron plasmadas por mucho tiempo, en las evocaciones y en los espíritus de sus antiguos habitantes, las historias que la muerte, de repente, dejó inconclusas. Me fui de esa casa con mucho luto en el corazón, renunciando a la vida matrimonial que, aunque anhelada, nunca pudo ser.
El propietario de ese lugar, nos había contado ciertas historias que me indicaron con mucha claridad que esta casa, tan normal y casi insignificante, tenía, desde hace mucho, una historia tan interesante como lúgubre. En aquel entonces, lo dijo con mucho desparpajo hasta que él mismo sufrió, hace poco, una perdida muy dolorosa. De esas que no se le desean a nadie. Esta casa está llena de muchas tragedias antiguas y tristezas nuevas que han hecho aquí su morada, y que se aferran a sus paredes y a quienes hayan vivido en ella. Según cuentan los que tienen el don, las ánimas de quienes terminan sus días ahí, también se empeñan en quedarse en ese lugar. Eso vi. Y eso cuentan.
Pero, a pesar de su triste pasado, que por un momento también fue mi amargo presente, de esta casa no tengo más que decir. No quiero. Las nuevas historias de luz que pudieron haberse vivido se quedaron en los “hubieras” y en los deseos, pero, finalmente, cayeron en la oscuridad.

Casa no. 2
Diciembre, 2003
A la segunda casa a la que llegué, no llegué sola. Me atrevo a decir que, dadas sus características histórico-familiares, puede considerarse una casa casi materna, en la que sus habitantes, tan amorosas como matriarcales, nos recibieron a mi hija, a mi hijo y a mí (de seis, dos, y treinta años respectivamente) con todo el cariño que sé que nos tenían (y aún nos tienen). A pesar del amor recibido, esta vieja casa fue un sólido refugio físico para mi pequeña familia, aunque no necesariamente emocional. No porque no hubiera amor, sino porque el corazón estaba demasiado roto como para que así fuera.
Aquí, mi hija, mi hijo, y yo misma, llegamos al extremo de no hacer nada por nosotros mismos. No por no querer, sino porque no se nos permitía. Nos trataron como inquilinos incapacitados, y como vacacionistas inválidos; no como habitantes capaces. No podía ni lavar mi propia ropa, ni tender mi propia cama, ni llorar mi propio dolor, sin que, quienes vivían aquí evitaran a toda costa que lo hiciera, e insistían en tratarme como si fuera una inútil, tanto física como emocionalmente. Todo esto resultado, supongo yo, de su desmedido cariño, y de no querer vernos sufrir.
¿Te pueden querer tanto y de tal manera, que puedas llegar a sentirte abrumada y hastiada de tanto cariño? ¿Te pueden cuidar tanto y hacer tanto por ti, que sientas la incompetencia tomando forma en tus acciones, en tus palabras, y hasta en tus ideas, de tal manera que lo único que te queda es la sensatez de querer escapar de ahí?

Casa no. 3
Noviembre 2004
Así tuve que irme de la segunda a la tercera casa. No hui de ahí de manera furtiva, y mucho menos malagradecida. Al contrario. Con todo el cariño posible, y con toda la antelación admisible, les hice saber mis intenciones a todas esas amorosas mujeres. Empecé a empacar mis cosas, compré un gato amarillo, y con el corazón lleno de dicha por saberme tan tremendamente sobre-amada, y con el largo agradecimiento por su desinteresado refugio, legamos a la casa número tres.
Esta casa fue mi dicha y mi orgullo, pues fue resultado del esfuerzo de mi trabajo, del sudor de mi frente, y de los préstamos de aquella afamada asociación gubernamental, aunados a las ganas de llamar "mío" (o "nuestro") al lugar en el que, con toda libertad, podía lavar mi ropa a mi antojo, o dejar sin barrer si así me apetecía.
Pinté las paredes, los techos y nuestra vida de colores. Por las flores plasmadas con pintura por todos lados, tal vez por la necesidad de marcar mi territorio, esta casa fue bautizada por mi prole como "la casita pintada", y quise hacer de ella el lugar que, aunque pequeño, mi hija, mi hijo y yo, sintiéramos y supiéramos nuestro. Un remanso en donde un patio pequeño, películas y palomitas fueran parte de los futuros recuerdos que ahí estaban por vivirse.
Empecé a hacer planes para esa casa que, esperanzadoramente, nos favorecerían en el corto, mediano y largo plazo. Mandamos instalar bonitos azulejos de terracota, y plantamos un árbol en el patio; el jardinero de la colonia puso pasto en la cochera, y nos instalaron ventanas nuevas con protecciones garigoleadas, tan de moda en aquellos años.
Esta rebanada de felicidad, sin embargo, no duró mucho. Una maravillosa oportunidad laboral, junto con sus extenuantes horarios, y la culpabilidad de dejar a mis hijos al cuidado de mi papá y mi mamá en su propia casa, fueron los que me hicieron tomar la decisión de regresar a la casa paterna en un cuarto cambio.
Mi corazón se liaba con mi razón: era esa dicotomía de la dicha y el dolor de saber que mi hija y mi hijo me esperaran despiertos; y el choque entre la desfachatez y el agradecimiento de confiar que mi papá y mi mamá llevaban a mi hija y mi hijo desde su casa a semejantes horas de la noche para cuidar de ellos. La decisión fue secundada por los dueños de la casa paterna: a ella de regreso.

Casa no. 4
Julio 2006
Con toda esa gente de vuelta, el espacio en la casa paterna no era suficiente. Mi papá y mi mamá, cada uno con su recámara; mi hermana menor en la suya, y una mujer viuda con una hija y un hijo, éramos excesivos para las tres recámaras que esa casa tenía en ese entonces, pero que en su original construcción, sólo había tenido dos. Entonces fue mejorando.
Sin embargo, un préstamo bancario, un albañil medio beodo, y muchas cajas de mudanza después, mi hija, mi hijo y yo habíamos regresado a mi casa paterna, ya agrandada con varias recámaras más. La casa que dejamos, tan pintada, tan pequeña y tan inspiradora, fue puesta en renta.
A la que nos dirigíamos ahora fue la casa de casi toda mi infancia, de toda mi adolescencia, y parte de mi vida de joven adulta y soltera. A ella volví por la conveniencia que representaba para mi hija y mi hijo estar en un lugar seguro, en el que estuvieran cuidados y acompañados. Pero también volví para continuar viviendo, tal vez un poco inconscientemente, tal vez un poco a propósito, como la hija de familia que antes había sido, aunque yo misma tuviera ya mi propia prole.
Nuestra presencia ahí resultaba muy cómoda para todos: mi papá y yo podíamos dividirnos los gastos de la casa; y mi mamá, mi hija y mi hijo podían dividirse los quehaceres domésticos. La nieta y el nieto, y la abuela y el abuelo, podían hacerse compañía. Yo podía dejar a mi hija y mi hijo en buenas manos mientras trabajaba, y todos podíamos vivir como la familia feliz que luchábamos por ser, pero que no necesariamente logramos del todo, dados nuestros caracteres, tan similares y tan diferentes al mismo tiempo.
Lo bueno dura poco, dicen por ahí, y la felicidad de vivir en esta casa nos duró casi trece años, que para mí fueron poquísimos. Quizá porque el tiempo pasó tan rápida y desesperadamente, que no me dio oportunidad ni de revirar. Después de todos esos años, nunca nos hubiéramos imaginado que el drama y la pena caerían sobre nosotros, resultado de una desafortunada decisión, tomada precipitadamente por el propietario de la casa.

Casa no. 5
Julio 2018
Lejos estábamos de imaginar que esa sigilosa decisión marcaría, de muchas maneras, el principio del fin de la cuasi idílica/cuasi funcional vida familiar que conocíamos hasta ese momento.
El deseo de él de dejar su trabajo independiente de cuarenta años y mantenerse solo y sólo de las ganancias de la venta de una casa que ignoramos malbaratada, aunado a una condición de salud que en retrospectiva nos dio aviso pero que jamás vimos venir, nos llevó a dar el siguiente triste paso: abandonar para siempre, sin la esperanza de volver jamás, la calidez de la casa infantil.
Los dueños de esta casa buscaron otra. Nosotros, mi hija, mi hijo y yo, también. Mi papá y mi mamá, con el dinero de la venta de su casa. Yo con el dinero de la venta de la mía. El plan de él era rentar otra para siempre. El mío, comprar una, definitivamente.
Sin embargo, las casas que encontramos, y que posteriormente habitamos de manera temporal, no eran lo que esperábamos. El dinero que repentinamente tuvimos no duró lo que planeábamos. Él lo prestó. Casi lo regaló. Yo lo invertí. Casi lo perdí.
Además, no podíamos dejar de comparar las nuevas provisionales viviendas con la casa que habíamos recién dejado, pero que hasta el día de hoy llevamos tatuada en nuestras historias y en nuestras entrañas. Y eso agrandó la pena, la nostalgia, y la incertidumbre.
Es bien sabido que uno no debe aferrarse a las cosas. O a las casas. Pero no podemos evitarlo. Esa casa significó tanto para quienes vivimos ahí que, a pesar de haberla dejado hace casi seis años, es imposible dejarla ir. Emocionalmente hablando, por supuesto. Ni siquiera podemos voltear a verla si pasamos cerca, sin lagrimear un poquillo. Así de grande es, todavía, nuestra añoranza por ella.
Los lugares a los que ambas familias llegamos eran oscuros, desconocidos, hostiles. No nos llenaron el corazón nunca. Nosotros queríamos escaparnos. Ellas querían dejarnos ir. Pero la necesidad de un techo, y la falta de prospectos que fueran inmediatamente convenientes, nos engrilletaban irremediablemente a ellas.
La casa a la que mi hija, mi hijo y yo llegamos, está en un barrio por el que nunca me imaginé que, siquiera, iba a pasar. Ese es un lugar populoso y trabajador; pero también bravo e irreverente. Muy diferente al lugar donde vivíamos antes, tan insigne y apacible; tan iluminado y respetado.
En ese lugar más que nunca, empecé a dudar de mis propias elecciones. ¿Por qué estar aquí y así, cuando podíamos haber estado en la casa de antes? ¿Podríamos habernos organizado de mejor manera para mantener la casa paterna, en lugar de dejarla ir con cualquiera que, finalmente, pueda no amarla tanto como nosotros? ¿Qué deuda estamos pagando con el universo, que nos está cobrando, no sólo con intereses materiales y espirituales, sino con nuestra paz y nuestras emociones?
Pero ya no había remedio. Ya estábamos ahí, y ahí permanecimos alrededor de un año y medio. Decidí, junto con mi hija y mi hijo que debíamos ponerle la mejor cara a este mal tiempo, y aprovechar las bondades de tener un techo bajo el cual vivir, aunque nuestra estancia en ellas fuera sólo eventual.
Yo había iniciado ya, sin embargo, los trámites para comprar otra casa, pues rentar es mayormente conveniente para el dueño de la casa, y casi nunca para el inquilino. Aunque esto, mi papá nunca lo comprendió. La compra de mi siguiente vivienda no ocurrió suavemente, y sí con sus buenos problemas. Me hacía falta dinero y, aunque yo tenía una cantidad muy decente en el banco, ésta no era suficiente. Por lo menos no para comprar esa casa. Mi papá y mi mamá, por su parte, habían decidido también dejar su propia casa oscura, que habían estado rentando por casi un año, para buscar otra, también en renta, pero con mejores prospectos, mejores espacios y mayores confianzas.
Suponiéndolo bien flanqueado por el dinero de la venta de su casa (cantidad que jamás supimos a cuanto ascendió), y viendo que hacía de su vida un papalote en cuestiones económicas, yo también me atreví a pedirle un préstamo a mi papá. Gracias a él, mi problema estaba resuelto. Íbamos por buen camino a estrenar casa.
Desafortunadamente, en ese momento hubo una pequeña falla en la matrix, que no por pequeña fue insignificante. Con la confianza que trae una serie de alegres coincidencias vividas, llegué de pronto a la desazón de una falta de sincronía en los aconteceres de mi vida: ¿quién escribió el libro de mi historia, que se le olvidó hacer coincidir la finalización de un contrato de renta con los principios de un contrato de compra? ¿A dónde iríamos, con toda nuestra carga física y emocional? ¿En dónde querrían aceptarnos sólo por un mes? ¿Qué extraño tipo de limbo era ese?
Amigos y amigas. Otra vez se revolvió pronto, y muy obviamente. A la casa cuasi paterna habríamos de regresar, con la muy seria limitante de cargar con todas las cosas que, aunque necesarias para que una casa parezca casa, eran demasiadas como para hacerles un lugar a la que íbamos.

Casa no. 6
Diciembre 2019
También esto, por obra y gracia del que es La Vida, y mucha buena-ondez de la propietaria, tuvo una solución expedita. Cuando estábamos casi por abandonar la casa oscura, la dueña de la finca, a quien yo creía tan lúgubre y fría como su casa, nos permitió guardar en un espacio ahí (no creas que gratis) las cosas que no podíamos llevarnos, dadas su cantidad y su tamaño. Prometí que regresaríamos por todo eso en un mes, exactamente.
Pero regresando a lo anterior, lo de la falta de armonía entre el fin de un evento y otro, mi contrato en la casa oscura, como mencioné antes, había terminado poco menos de un mes previo al cierre del trato con los vendedores de la casa que había comprado. Con un sólo lugar al cual ir para quedarnos por sólo un mes, y cargados de algunas de las cosas personales que acumulamos durante nuestra vida como familia, mi hija, mi hijo y yo, partimos para pedir asilo en la casa recientemente alquilada por mi papá y mi mamá.
Como lo dije antes, ellos dejaron de rentar una casa, para ir a rentar otra. La diferencia era que la casa que dejaron era de cualquier hijo de vecino. A la que iban, era de una hija de un hermano de mi mamá. Había cierta confianza en la negociación, pero nunca cinismo. Ni lo habría. Mi mamá, que tiene los pies mejor puestos sobre la tierra que su consorte, se encargaría de que hubiera sensatez en las negociaciones, que no por ser entre familiares, debían ser desfachatadas
Siete recámaras tenía mi casa infantil, depués de su última ampliación. Había espacio de sobra. Tres habitaciones tenía esta. No había espacio suficiente para cinco personas, dos de las cuales, a pesar de estar casadas, preferían la independencia y la soledad de un lugar que pudieran llamar propio. Muy probablemente el obvio resultado de no haber disfrutado nunca una recámara personal pues, en aquellos días de atribulada juventud, y numerosas familias, había sido necesario compartir, no sólo la habitación sino hasta la cama, a veces con más de tres hermanos o hermanas a la vez, durante casi toda su vida, para luego llegar al lecho conyugal, también compartido. O quizás son excusas, nada más.
Por otro lado, la familia de mi papá estábamos muy lejos de imaginar siquiera que su nuevo cambio de casa, había obedecido al hecho de haber vaciado las arcas como si el dinero hubiera entrado a carretones, y haberlo gastarlo como si fuera inagotable, y haberse quedado (y dejado a mi mamá) con la inseguridad de no tener ni en dónde caerse muerto a su avanzada edad.
Mi papá y mi mamá vivieron hasta hace un mes, por poco más de cinco años en la casa de esta prima mía que, por situaciones geográficas más que afectivas, no era tan cercana. Pero cuando hay intercambios y negocios de por medio, forzosamente debe haber un acercamiento.
Y, efectivamente, tuvo que volverse cercano en todos los aspectos, no solo por haber ocupado su casa, sino porque tanto ella como su esposo tienen un corazón tan grande, que su pecho es insuficiente para la bondad que hay en ellos.
A pesar de la gran estrechez de la casa (para cinco personas de necesidades acomodativas variadas), de los inconvenientes acomodos organizados por mi mamá (para nuestro placer más que para el de ella), y de los extraños cambios en la personalidad de mi papá, casi volví a sentirme como en la casa de mi infancia. Casi.
Hacían falta las viejas paredes verdes, tan típicas de otras décadas; las puerta del patio, tan vieja y oxidada que ya no fingía los rechinidos que siempre trae la edad; el enorme patio trasero con el naranjo que dio tantos frutos, pero que empezó a morir, tal vez augurando nuestra partida; el jardín posterior con la nochebuena más hermosa y campechana que haya visto jamás... "Lo que importa es que están juntos", me dirán. Y es verdad. Pero la casa de la infancia hizo un tatuaje tan profundo en mis recuerdos más queridos, que habrá siempre un hueco en el corazón que no podrá llenarse con ninguna otra casa. Si me entiendes.

Casa no. 7
Enero 2020
No creas que no cumplí con mis obligaciones pagadoras. Cada mes le retribuía a mi papá, con casi la mitad de mi sueldo, el dinero que había tenido a bien prestarme para completar el pago de la casa donde estamos mi hija, mi hijo y yo viviendo ahora.
Después de estar un poco menos de un mes con mi papá y mi mamá, volvimos a empacar nuestras cosas, y partimos a la casa nueva que no es nueva en absoluto. Por el contrario, es vieja y profunda. Tiene sus propias luces y sus propias oscuridades, como todas las casas de los barrios viejos de la ciudad. Esta edificación parece haber sido construida a ciegas por los dueños anteriores, sin mayor consejo que el de sus propias ideas y necesidades (o necedades), y la obediencia de un albañil que, seguramente, dado el estado de las paredes y los techos, cobró barato.
"Van a ser muy felices aquí", me dijo la dueña antes de entregarnos las llaves de manera definitiva. "Nosotros fuimos muy felices. Esta casa tiene felicidad. Su vibra es de felicidad". Cuando lo dijo primera vez, le creí. Pero insistía tanto en que aquí seríamos felices, y que la casa rebosaba de felicidad, que empecé a sospechar, y a entender sus palabras como la última estrategia de venta.
Fue obvio para todos los involucrados en su compra, justo en el momento de poner un pie en esa casa por primera vez, que mucho amor era lo que necesitaba. Y mucho trabajo. Por lo menos, cubría nuestras necesidades básicas. Por lo más, teníamos un lugar que nuevamente podíamos llamar nuestro y en el que, con toda libertad, podía lavar mi ropa a mi antojo, o dejar sin barrer si así me apetecía.
Esta casa ni está completamente saldada, ni está en el lugar en el que siempre me imaginé que iba a vivir. Además, todavía la organización gubernamental aquella me la está cobrando. Pero así debe ser. Por ahora. A mi papá tampoco le dejé de pagar. Y, a pesar de mi prontitud en las mensualidades, mi papá empezó a exigir una cantidad mayor a la acordada. A su avanzada edad, muy extrañamente, empezó a buscar trabajo entre alguna de su más nefasta parentela, o algunos de sus más queridos allegados. Lo que estaba pasando era obvio, pero no me atreví a manifestarlo en voz alta, so pena de ser yo quien quitara el velo que cubría lo inminente: el propietario de la casa infantil había derrochado el poco dinero por el que la vendió.
Resulta que no sólo a mí me prestó dinero, sino también a un vivales que, aprovechando la situación de salud que él había percibido muy sagazmente, y muy dolorosamente, antes que su propia familia, lo despojó, con todo su permiso, de una muy buena cantidad de dinero que jamás le pagó en su totalidad.
Hubo demandas perdidas, acusaciones profesadas, decepciones manifiestas. Pero no ganamos nada ni con demandar ni con acusar. Ni con decepcionarnos. Pero esta, la decepción, y la frustración de los "hubiera" y los deseos perdidos siguen latentes. El propietario de la casa paterna ya estaba tan bien plantado en una situación de disfuncionalidad mental y física, que cualquier reclamo, a partir de ahí, nunca encontraría, ni encontrará, ni objetivo ni escucha.

Casa no. 7
Mazo, 2025
Los propietarios de la antigua casa infantil han tenido que dejar la última casa donde cómodamente vivieron durante casi cinco años. Mi querida prima, esa, la del corazón de oro, la requirió ya. Ni hablar. Nada pudimos hacer, más que empacar lo que debió empacarse, deshacerse de lo que no encontraría cabida en la nueva casa vieja, y guardar en el corazón los recuerdos de lo que fue, y las nostalgias de lo que pudo haber sido.
Los papeles se han invertido hoy. Ya no somos mis hija, mi hijo y yo quienes buscamos refugio en la casa paterna. Ahora son ellos, mi papá y mi mamá quienes, enamorados de la vida, pero hoy propietarios de nada, vienen a buscar cobijo a una casa que, aunque mal acondicionada para cinco personas, los ha de recibir con el mismo amor que sus actuales propietarios recibieron de ellos toda su vida.
Quién sabe cuáles sean los planes del que es La Vida, que a veces pareciera apretar con toda la intención de ahorcar. Pero espero, con toda la ordinariedad de las creencias habituales, que después de las inagotables tormentas, reinará la calma de nuevo. Ojalá que pronto...
No hay esperanza de que mi deuda sea saldada. Creo que nunca dejaré de pagar. Y no me estoy refiriendo a mi deuda económica, necesariamente. Justo en este momento, mientras estoy escribiendo en la décima casa, en donde vive una mujer que quiere emular, sin completamente lograrlo, a la décima musa, estoy cayendo en la cuenta de que, desde que tengo uso de razón, y hasta la fecha, cuando no uso la razón tan bien como quisiera, mi papá, mi mamá, mi prole y yo hemos vivido en demasiadas casas.
Sólo El que es La Vida sabe si será la última.
Miss V.
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