LAS PERSONAS QUE AMAN DEMASIADO
- yesmissv
- May 2
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Cuando estaba casada que, como bien saben, no fue por mucho tiempo, siempre creí que yo amaba más a mi esposo de lo que él me amaba a mí. Hubo casos muy puntuales, cada uno con su respectiva complejidad en los que, si alguien me hubiera pedido evidencia de que mi amor por él era mayor que el que él manifestaba, podría haberla mostrado perfectamente.
Claro que eso digo yo. Él ya no está aquí para defenderse.
Pero estoy casi segura de que, aunque los ofendidos increpen y digan que ambos sexos amamos por igual, siempre se ha creído que las mujeres amamos más que nuestras parejas masculinas. A veces, demasiado. Y ya que estamos aquí, aunque las personas la utilicen como sinónimo de “mucho”, la palabra “demasiado” tiene una connotación negativa, pues nos habla de algo excesivo, y es bien sabido que todo en exceso, perjudica. Desde el agua hasta el amor.
Sin embargo, yo creo que amar demasiado no es exclusivo de las mujeres, aunque seamos nosotras las que, por siglos, hayamos sido el epítome del amor en casi todas sus posibles expresiones. Históricamente, hemos sido las mujeres quienes desempeñamos el papel de seres solícitos y afectuosos, que suelen contrarrestar la natural dureza de sus contrapartes masculinas. Hemos sido las mujeres a quienes se exige protagonizar el ejemplo de lo que el amor maternal y la paciencia conyugal deben ser, aunque no todas las mujeres tengan la vocación de ser madres y/o esposas. Aunque, aun siéndolo, no todas amen como se espera de ellas.
Por otro lado, y como dije en el párrafo anterior, amar demasiado no es característico sólo de las mujeres, aunque por costumbre se espere de nosotros mucha más paciencia y cariño de lo que se espera de nuestros cónyuges o parejas, si los hubiera. Es casi normal que así sea, pues los hombres, desde el punto de vista tradicional, “no están hechos” para amar en exceso, y procurar a sus esposas con cuidado y ternura. No sea que pasen como unos sumisos cualquiera frente a otros hombres, sus amigos, e incluso, otras mujeres. Desde esta misma perspectiva, los hombres tampoco están hechos para las cursilerías de amar a su prole con tal cuidado y candor, que no sea que se les tache de apocados, artificiales, o cosas peores.
Pero, no me desviaré del tema. No es de los roles de género históricos de los que quiero hablar, aunque tengan mucho que ver con lo que quiero platicarles. De lo que quiero hablar es de cómo he vivido el amor excesivo. O de cómo he dejado que me trate. Porque, como la típica mujer en la historia de las mujeres que viven la dualidad de la rebeldía y la sumisión, yo sí he amado mucho. Y demasiado. He llegado a amar tanto y de tal manera que cualquier sacrificio siempre me pareció poco, con tal de parecer (que no necesariamente ser) feliz, y hacer felices a quienes vivían conmigo. Incluso desde antes de casarme.
Mi objetivo era el de sacrificar incluso mis propios deseos, mis propias ideas, y mis propios objetivos por la felicidad de mi tribu. Y para que eso sucediera, tuve que achicarme con cada “sí”, cuando hubiera preferido decir “no”. Tuve que abandonar mi propio ser, para que alguien más pudiera ser. Tuve que desenamorarme de mi misma para entregarme a amar. Y amar mucho. O amar demasiado.
Por lo tanto, creo que amar mucho no está mal. Amar mucho es arder con elocuencia; es entregarse con significado; es conectar con aprecio. Amar mucho es respetar la voluntad y la independencia de quienes viven con nosotros; es prosperar y avanzar juntos; es comunicar los sentimientos sin tapujos ni resquemores.
Sin embargo, sí creo que amar demasiado no es tan bueno. Amar demasiado, como dije arriba, indica que algo es excesivo, y eso no está bien. Amar así es depender emocionalmente del objeto de mis afectos; es sacrificar mi propia felicidad; es un intento de control en contra de quienes amo; es tener miedo a estar sola; es buscar la aprobación constante.
Quiero que sepas que no estoy acusando a nadie, porque yo misma fui una mujer que amaba demasiado. A veces, me parece que todavía lo hago. Como tantas otras personas que deambulan por este plano, sintiéndose mal amadas, mal correspondidas, o completamente ignoradas, yo vagaba por sus tortuosos caminos con el corazón continuamente achicado, contrito, o hasta fracturado.
Cuando estaba en medio de una relación que parecía tan seria como era tóxica, antes de casarme, una amiga me recomendó leer el libro “Las Mujeres que Aman demasiado”, de 1985. Para cuando lo leí, el libro ya tenía más de diez años de haber sido escrito y, de los ejemplos y temas de que se llenaban sus páginas, ninguno me hizo ruido. En pocas palabras, no me quedó ningún saco, y no aprendí nada.
Era obvio que yo no estaba sufriendo nada de la obsesión romántica/conducta adictiva de las que se podían leer en los capítulos de semejante compendio. Yo no tenía heridas emocionales arrastradas desde mi infancia. Yo no buscaba rescatar a mi pareja de ese momento, con el fin de sanar las viejas cicatrices de mi corazón. Y, por supuesto, esto no lo repetí con mis posteriores relaciones, serias o no.
Muy mal libro.
Aunque esa relación la terminé de golpe, había otra que me esperaba. Cuando me casé siempre creí que yo amaba más a mi esposo de lo que él me amaba a mí. Desde el principio de mi relación con él, el buscó en mí un tipo de escape emocional, y me dejé usar. Así de grande era mi amor por él. Pero yo intentaba buscar lo mismo con él. Desde los primeros días de mi matrimonio con él, intenté rescatarlo de su propio desmoronamiento emocional, porque pensé que ese también era mi cometido como esposa. Así de grande era mi amor por él. Pero el también intentó salvarme de mi propia decadencia emocional, pues eso no era, según él, el camino que debía seguir, si quería que triunfáramos como matrimonio.
Claro que eso digo yo. Él ya no está aquí para desmentirme.
Muchas veces, incluso después de enviudar, mis poquísimas y cortísimas relaciones, se volvieron una insoportable cloaca de obsesiones, intrigas y apegos que me dañaban más a mí que a los hombres con los que, ni siquiera, quería tener una relación pública. Mucho menos seria. A casi todos, intenté “salvar” de lo que fuera, para encubrir mi búsqueda de dominio o mi deseo de validación. A todos ellos evadí de golpe, y no he vuelto a hablar con ninguno. Por lo menos, NO de amor…
Hicieron falta muchas horas de autocuidado emocional para abrir los ojos y saber que, efectivamente, yo era una de esas mujeres que “amaban demasiado”. Pero también para darme cuenta de que un par de esas relaciones se dieron con hombres que amaban igual. Con las mismas obsesiones, intrigas y apegos. Con tantas heridas por sanar, y tantos auto rescates por hacer, que los encontronazos emocionales fueron inevitables.
Y, repito: amar demasiado no es propio de las mujeres, únicamente. Algunos años después, se publicó la contraparte del libro que te mencioné arriba con un título tan parecido, que parecía que existía una rivalidad entre los hombres y las mujeres, para demostrar quién amaba más: “Los Hombres que Aman demasiado”.
No por llevar la contraria, sino porque me aburrió su estilo rebuscado y denso, de este libro, sólo leí algunos cuantos capítulos, hace mucho tiempo ya. Y, como en su opuesto literario, aquí también se cubren temas de las patologías del amor masculino, que se caracteriza por una atención desmedida y un interés excesivo en las relaciones románticas. Y nos ejemplifica, con referencias mitológicas, cómo los hombres, a pesar de su aparente parquedad histórica en el trato con los objetos de su afecto, hacen casi exactamente lo mismo que sus contrapartes femeninas: mostrar un afecto tan desbordante, un cuidado tan asfixiante, y una imposición tan enérgica del amor proferido por su género, que terminan por sentirse mal amados, mal correspondidos, o completamente ignorados, vagando por los sinuosos caminos de este plano, con el corazón continuamente achicado, contrito, y hasta fracturado.
Por cierto, pésimo libro.
Adentrarse a las profundidades del apego desbordante y sus enredosas implicaciones en las relaciones románticas podría ser particularmente exhaustivo para aquellos que hemos decidido tomar el toro por los cuernos en los procesos emocionales que conducen al amor propio. ¿Puede considerarse esta acción un histórico punto de partida que dé lugar a una introspección más profunda, más honesta y más sana del quehacer afectivo, en lugar de crearnos una serie de pasos rígidos que llegasen a enmarcar nuestras relaciones amorosas?
Tal vez.
Que sea pronto, querido Creador, cuando todas las personas busquemos, por el bien de nuestras propias mentes y espíritus, alcanzar al equilibrio emocional para llegar al punto de amar locamente y con cordura a la vez; de caminar juntos, pero independientes al mismo tiempo; de tener objetivos comunes, pero también objetivos únicos, sin que esto nos haga caer en la trampa de sentirnos mal amados, mal correspondidos, o completamente ignorados.
Si son las mujeres quienes aman demasiado, o aman más que los hombres; o si son ellos los que aman de manera descomunal, o aman más que las mujeres, es una cuestión histórica que puede reducirse a una personal, y ésta se fragua en el corazón de cada uno, y cada una.
Le diría George Knightley a Emma Woodhouse mientras le declaraba su amor (Jane Austen, 1815): “No puedo dar discursos, Emma... Si te quisiera menos, podría hablar más de ello. Pero ya sabes cómo soy. De mí solo oyes la verdad”, señal inequívoca de un amor balanceado y, aparentemente, sincero. Pero como dijo Anne Elliot, sufriente protagonista de otro libro, de la misma autora, que sí he leído más de una vez, “Persuasión” (Jane Austen, 1817): “lo único que puedo afirmar sobre mi propio sexo es que amamos durante más tiempo, cuando toda esperanza se ha ido”.
Amando mucho. No demasiado,
Miss V.
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