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LA TERRIBLE DESGRACIA DE QUERER SER CARPINTERA

Writer's picture: yesmissvyesmissv

No es por presumir, muchachos, aunque sí un poquillo, pero a mí, algunos aspectos artísticos (acuérdense, no enteramente matemáticos) se me dan con mucha facilidad. Hay muchas cosas que llevo en la sangre, y otras por las cuales he adquirido el gusto. Sé, aunque suene pretencioso, que cantar y dibujar, hablar inglés y escribir, son bellos regalos que recibí del que es la Vida, un tanto mediante la genética, y otro tanto por los intereses de las personas que me antecedieron.


En algún momento de mi historia, adquirí otros gustos que, para muchos, no tenían que ver exclusivamente con lo meramente artístico, y sí con lo práctico. Tal fue el caso de la carpintería que, claro que es otra forma de arte; y que, aunque requiera del uso de las matemáticas, feliz pero brevemente adopté en mis juveniles años de recién casada.


Ése fue solo un pasatiempo para el que adquirí la parafernalia necesaria, y que, con pleno conocimiento de causa, sabía que no iba a convertirse en mi oficio.


Aunque yo ya estaba casada cuando acogí como mío dicho pasatiempo, era mi esposo el que llevaba, mayormente, la batuta en nuestra recién adquirida ocupación accesoria, a quien también cautivó el oficio maderero. Sin embargo, estimados, yo también me atreví a hacer un par de cosas que, aunque sencillas, fueron mi orgullo, por ser las primeras. Trabajar con las manos, y otro tanto con el corazón, y poder ver el progreso en tiempo real, junto con los frutos de mi sublime oficio secundario, hizo de mi época en la construcción con madera, una época placentera y gratificante en casi todos los sentidos.


Sin embargo, cuando presumí mi nuevo pasatiempo con mis allegados, aunque a algunos de ellos les pareció muy buena idea, muy ad hoc con mis siempre-presentes intereses artístico-manuales, a muchos otros, tanto hombres como mujeres, les pareció, no solo ridículo o insolente, sino una terrible desgracia que una mujer quisiera dedicarse a la carpintería, un oficio exclusivamente “hecho” para los hombres. Ahí estaban, por ejemplo, San José, Gepeto y Pepe el Toro, como los mejores exponentes (HOMBRES) del oficio en cuestión.


Cuando una es emocionalmente debilucha, lejos de sostenerse en su elección, una se somete a las opiniones de los demás y, apocadamente, opta por abandonar lo que, otrora, nos pudiera haber traído mucha más calma y fuerza emocional. Ni hablar. Adiós a la carpintería, pero no crean que a mis hermosas herramientas, que me habían costado uno y la mitad del otro.


No me atreví a defender lo que en ese momento, se había convertido en uno de mis muchos amores por las artes, manualidades y oficios.


Hasta recientemente. Pero ese es material de otro sermón.


Y, ¿qué tiene de malo ser carpintera? ¿En dónde está escrito que ése debe ser un oficio exclusivamente masculino? En ese caso, sería una terrible desgracia ser atendida por un enfermero, sólo porque, históricamente, las personas más destacadas en ese rubro han sido mujeres. Ahí estaban, por ejemplo, Florence Nightingale, Candy Candy, la enfermera Ratched, como las mejores exponentes (MUJERES) del oficio en cuestión.


Aunque algunas lo hayamos elegido, muchas otras mujeres, no queremos ser relegadas exclusivamente a las tareas laborales de ser maestras y secretarias, únicamente.


Y, aunque algunas lo hayamos preferido, otras tantas mujeres, no queremos que se nos confine al exclusivo y casi único papel de esposas y mamás.


Las mujeres tenemos deseos, personalidades y sueños tan variados que, el encasillamiento histórico, hecho tanto por hombres como por otras mujeres, nos ha prohibido desarrollarlos a nuestro antojo, porque históricamente, cada oficio, profesión, o ramo, fueron originalmente desarrolladas o por hombres, o por mujeres, sin que ninguno se atreviera a traspasar el terreno del oficio, profesión, o ramo del otro. No porque no habilidosamente hablando, no fuera capaz. Sino porque, socialmente hablando, no le correspondía.


Como la carpintería, por ejemplo.


Gracias a la maravilla que es el Internet, me he encontrado con muchas mujeres que, a diferencia de mí, le han querido demostrar al mundo en diversas redes sociales, que a pesar de los muchos detractores y detractoras que hay para todo, ellas sí se aventaron a adoptar la carpintería como pasatiempo, trabajo alternativo o, de plano, empleo de tiempo completo.


Verlas desarrollarse con alegría y soltura es muy motivante. Dan ganas de levantarse de donde esté una, ponerse tenis, hacerse una cola de caballo, e ir a desempolvar las sierras, los formones, los taladros… hasta que leo los comentarios:


“Muy mal corte. ¡Y NUNCA se deja caer el tablón así, no mames!”.


“¿Sí sabes lo que es la veta de la madera, verdad?”


“A ver cuánto aguanta esa dizque mesa con esos tornillos…”


“Ésto obviamente no es lo tuyo. Dedícate a otra cosa, mejor”.


“Esa madera no es para eso. Yo hubiera utilizado Wengué centro-africano pardo”.


“Seguramente por eso te dejaron”.


“Obvio no sabe ni qué pedo. ¡Es mujer!”


Aquí abro un espacio para explicar que, al momento de reescribir estas frases, me di a la tarea de corregir la escritura de todas estas importantes quejas que fueron escritas con unas faltotas de ortografía bestiales. Pero, a pesar de mi eterna y nefasta actitud de Nazi de la gramática, casi las perdono, porque fue la fea amargura con la que se escribieron estas palabras la que me exasperó más que el “haber”, en vez de “a ver”, y el “uviera”, en vez de “hubiera”, entre otras barbaridades, que ya no están aquí.


Más feo el hecho, sin embargo, de que muchos comentarios estuvieran hechos por mujeres, en un obvio, y muy despreciable, ejercicio de absoluta falta, ya no digo de sororidad, sino de cortesía básica. Aunque, mayormente fueron hombres quienes, con mucho sarcasmo y burla, no le daban ni crédito ni voto de confianza a aquellas, algunas incipientes, otras cuasi expertas, pero todas felices, carpinteras en ciernes.


Desde el lerdo más inútil, hasta el ebanista más experto arrojaron unos comentarios tan acres, tan antipáticos y tan hostiles que, junto con las infames burlas, las carcajadas escritas, y las nuevas alianzas entre desconocidos, explicaban con lujo de detalle TODO lo que la carpintera estaba haciendo mal y cómo ellos, nada más por ser hombres (carpinteros o no) podrían hacer mucho mejor esa “mesa tan sencilla”.


Yo nunca he estado de acuerdo, tal vez por mi eterna condición de maestra, en no corregir al que no sabe. No se me malentienda. No intento alardear mi dizque poder frente a otros. Es sólo que no puedo permitir que, una persona que está en el camino del aprendizaje, y que además, sabe menos que yo en lo que yo estoy experimentada, vaya por la vida cometiendo un error que, por experiencia, puedo corregir con mucho gusto, con el fin de que la otra persona llegue, en su propio momento, al siguiente escalón hacia la superioridad cognitiva. Finalmente, ése es mi trabajo.


Estoy casi segura, quizá también por esa condición, de que haríamos más bien que mal ayudando a corregir al que yerra, sobre todo en situaciones de tanta practicidad como lo es la carpintería, que burlándonos de su magra capacidad en el arte del que está orgullosa, y que presume, a pesar de no ser una experta.


¿O acaso, amargado e inflexible carpintero, es que tienes miedo de que una persona (y más específicamente, una mujer), en un campo en el que no tiene (demasiada) experiencia, te supere en algún momento dado, en un oficio que ella está aprendiendo, y en el que tú eres un experto?


¿O será que, en realidad, puedes ver en ella un potencial que a ti, en algún momento de tu incipiente vida carpintera, te faltó, y te da miedo que ella pueda sobrepasar tus conocimientos y habilidades, y una vez en esa posición de superioridad sobre ti, vaya a robarse, a la mala, tus clientes?


¿Crees que no hay cabida para que otras personas (hombres o mujeres) puedan aprender el oficio que te enorgullece tanto, pero que guardas celosamente, como si tú fueras el único carpintero que existe en el planeta?


¿Le dedicas los mismos corrosivos ataques a otros carpinteros de tu mismo sexo, principiantes o no?


¿No tiene ella el derecho de convertirse también en una experta?


Mi mamá, sabiamente decía que nadie aprendemos sabiendo. Eso significa que todos podemos, a cualquier edad y/o momento de la vida, aprender a hacer lo que nos apasione aprender, y poder llegar a ser tan buenos como el más chipocludo de los expertos.


Por su parte, mi papá inteligentemente decía que el sol salía para todos. Eso significa que todos podemos, a cualquier edad y/o momento de la vida, trabajar en aquello que nos aventuremos a trabajar, y poder llegar a ser tan buenos como el más picudo de los expertos.


Ciertamente, siempre habrá alguien que sea mejor que nosotros. alguien quien estuvo también en la etapa que estamos nosotros, y a quien, perseverando, alcanzaremos en la suya. Pues todos empezamos sin ser capaces, siquiera, de sujetar correctamente un lápiz. Mucho menos las herramientas de nuestro propio oficio. O pasatiempo.


Al responder los comentarios, la carpintera en cuestión, seguramente un espíritu elevado dada la redacción de sus respuestas, contestó con mucha cortesía, y sus palabras, tan brillantes como una pequeña, pero fuerte y afilada, gubia nueva, contrastaba bastante feamente con las oxidadas y obtusas palabras provenientes de algunos repulsivos carpinteros, de otros dizque expertos madereros, y de uno que otro agregado.


Con mucha civilidad, y con infinita paciencia, la carpintera contestó, palabras más, palabras menos: “Tengo una idea de lo que me dices. Pero ¿podrías explicarlo un poco más a fondo, por favor?” “Mil gracias por tus comentarios. Los voy a tomar en cuenta, pues seguramente me ayudarán mucho a mejorar mi técnica artesanal”. O bien: “Muchas gracias por tus consejos, los aprecio mucho. ¿Podrías enviarme un ejemplo de lo que tú haces para ver el arte de tus piezas?” …


Lógicamente, no hubo respuesta alguna después de estas amables preguntas. Señal inequívoca de que, mientras sea anónimamente, nunca sobran los provocadores. Ésos, a los que, de la nada, les gusta ver al mundo arder.


Ésto pasa en todos lados. No es exclusivo del oficio efectuado en un taller. O en un estudio.


Sino en las aulas.


Como la docencia, por ejemplo.


Al comenzar mi carrera magisterial, hace chorrocientos años, estoy segura de que las maestras (y uno que otro maestro) más experimentadas, querían verme da un ranazo laboral, pues, más de una se negó a echarme siquiera un lazo, cuando me estaba ahogando en el feo mar de la desesperación en el que nos ahogamos muchos novatos.

Gracias a la maravilla que es la docencia, afortunadamente me he encontrado con muchas maestras y maestros que, a diferencia de muchos otros que celosamente guardan ciertos secretos pedagógicos, han querido ser un apoyo para otros de muy diversas maneras, y, que a pesar de los muchos detractores y detractoras que hay para todo, ellas y ellos sí se aventaron a acoger a los novatos que tanto necesitaban (necesitábamos) una manita, para aligerar el trabajo que, aunque fuera de medio tiempo, nos hacía sufrir de tiempo completo.


Ver a estos experimentados docentes desarrollarse con alegría y soltura era muy estimulante. Dan ganas de levantarse de donde esté una, abrir los libros, hacerse una cola de caballo, y hasta de ponerse a hacer una planeación con todo lo que una planeación requiere… hasta que escuché algunos comentarios:


“A mí me costó mi trabajo. ¡Que te cueste a ti el tuyo! Muy viva, ¿no?”


“Si no sabes, ¿para qué estás aquí, tontita?”


“No te doy ni un año, niña…”


“Yo pronuncio como se me pega la gana. ¡Una mocosa no me va a decir qué hacer!”


“¿Sí te quieren tus papás?”


“Obvio está aquí porque es sobrina de la directora…”


Aquí abro nuevamente otro espacio para explicar que, al momento de reescribir estas frases, me di a la tarea de borrar ciertas palabras de todos estas transcendentales enojos que fueron dichas con unas faltotas de decencia bestiales. Pero, a pesar de mi cuasi reciente adopción de uno que otro improperio, casi las perdono, porque fue la fea amargura con la que se dijeron estas palabras la que me exasperó más que el “tontita” en vez de una palabra menos placentera, pero igual de diminutiva, y el “qué viva”, separada por una palabrota, que ya no está aquí.


Más feo el hecho, sin embargo, de que muchos comentarios estuvieran hechos por mujeres, en un obvio, y muy despreciable, ejercicio de absoluta falta, ya no digo de sororidad, sino de cortesía básica. Aunque, también hubo hombres quienes, jactándose de su experiencia, no le daban ni crédito ni voto de confianza, ni mucho menos una mano a aquellas, a algunas incipientes, otras desorientadas, pero todas felices, maestras en ciernes.


Desde la maestra más obtusa hasta la más experimentada, me arrojaron unos comentarios tan acres, tan antipáticos y tan hostiles que, junto con las infames burlas, las ostensibles carcajadas, y las nuevas alianzas entre maestras que encontraron en una maestrita de dieciséis años al enemigo común, se burlaban abiertamente de TODO lo que la yo estaba haciendo mal y cómo ellas, nada más por tener más años que yo ahí (aunque fueran sólo dos) podrían dar mucho mejor ese “tema tan fácil”.


No voy a deshacerme en explicaciones al respecto de cosas que ya están saneadas, porque ocurrieron hace muchos, muchos años, y porque, aunque fueron esos difíciles primeros peldaños de esta ajetreadísima y empinadísima, pero maravillosa, escalera que es la docencia, los que me ayudaron a comenzar a forjar el carácter de muchas maneras, creo que treinta y cuatro años subiéndola, a veces muy girita, otras veces con mucha pesadez, son prueba fehaciente de que lo he intentado, a veces mal, otras peor, pero siempre con el corazón.


Hoy es el magisterio lo que me llama, pero también lo es la carpintería. Y el canto, y la pintura. Y la escritura. Pero cualquiera que sea mi profesión primordial, o mi oficio secundario, me he hecho a mí misma la promesa de, tal vez por mi eterna condición de maestra, corregir al que no sabe, ayudar al que necesita ayuda, y hacer sentir bienvenido al que se siente perdido.


No se me malentienda. No intento alardear mi dizque poder frente a otros. Es sólo que no puedo permitir que, una persona que está en el camino del aprendizaje, y que además, sabe menos que yo en lo que yo estoy experimentada, vaya por la vida cometiendo un error, que, por experiencia, puedo corregir con mucho gusto, con el fin de que la otra persona llegue, en su propio momento, al siguiente escalón hacia la superioridad cognitiva. O bien, que alguien que sea recién llegado a un lugar al que ya conozco muy bien, se sienta completamente abandonado, sin que haya una alma caritativa que le eche, aunque sea, un triste lazo. Finalmente, ésa también es mi labor.


Estoy casi segura, quizá también por esa condición, de que haríamos más bien que mal ayudando a corregir al que yerra, sobre todo en situaciones de tanta practicidad como lo es la carpintería, y de tanto amor como es la docencia, que burlándonos de su magra capacidad en el arte del que estamos orgullosos, y que presumimos, pero que amamos, a pesar de no ser unos expertos.


Con tentación de un beso,

Miss V.

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