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LA ESCALERA CHUECA

Writer's picture: yesmissvyesmissv



Hace muchos, muchos años, cuando su servidora todavía ni siquiera era el proyecto de nadie, y cuando mi mamá y sus hermanos y hermanas empezaban a vislumbrar una tenue luz al final del oscuro y escabroso túnel que les significó la vida con mi abuelo, mi querida abuelita recibió el magnánimo “perdón” de su papá y una muy necesitada ayuda.


Con ocho hijos de todas las edades, desde niños chiquitos hasta casi adultos, y todos con atroces necesidades afectivas y emocionales, amén de otras tantas económicas, el papá grande, señor de mucho dinero y más orgullo todavía, le heredó a mi abuelita una vieja vecindad, con la condición única de que, como ella (y su esposo) pudieran, la acondicionaran y repararan según sus necesidades.


Abusador y bribón como siempre fue, y como nunca se le quitó, ni siquiera en su lecho de muerte, mi abuelito tomó las riendas de las mejoras del hogar, aunque nadie se lo pidió. Pero siendo “el hombre de la casa”, y por ende “la cabeza de la familia”, no había duda de que él tenía que ser el líder del proyecto de remodelación, aunque la casa no fuera suya, o aunque no aportara, como sus hijos e hijas mayores, ni un solo centavo. Lógico, las opiniones de los otros, sobraban completamente. Obviamente, resultado del despótico machismo de su época.


En un momento de falta de material, en el que era necesario tapar el hueco de una pared, mi abuelo, lejos de tener, ya no digo un título en arquitectura, sino el más básico sentido común, creyó que era lo mejor, sólo porque él lo había decidido así, quitar ladrillos de otro lado, para poder tapar dicho hueco.


El señor albañil, con bastante más sensatez que mi abuelo, le dijo que no era posible quitar ladrillos de la ESCALERA para tapar un agujero. Que podían esperar a conseguir un poco más de material, y que él, con mucho gusto, lo podría hacer.


No.


Acostumbrado a dar órdenes y a que todo mundo las obedeciera ipso facto, resultado también de ser por muchos años el hijo consentido en su propia familia, de esos a los que las hermanas les sirven la comida y les recogen el plato después de comer, mi abuelo se negó contundentemente a seguir una instrucción que era, visiblemente, la más razonable.


Todo esto sucedió hace más de sesenta años, cuando la que escribe todavía ni siquiera era una especulación. Pero por muchos años, por lo menos mientras el abuelo deambulada por este plano todavía, aún con los años y los achaques que trae la ancianidad, era claro, incluso hasta para las nuevas generaciones, hasta para mi hija y mi hijo cuáles eran los lugares en donde faltaban los ladrillos que siempre necesitó esa escalera, pero que desde el momento de su construcción la pared había monopolizado.


No hubo nadie que no le tuviéramos miedo a esas escaleras, o que no nos hubiéramos caído de ellas, gracias a la chuecura de sus formas y tamaños; pues hasta el mismo abuelo sucumbió, aunque fuera sólo físicamente, primordialmente por la escasez de ladrillos, y más todavía ante su falta de sensatez. Y ya si no, pues por sus variadas alturas y larguras, incluso me sorprende que todos la hayamos sobrevivido con un par de moretones, cuando mucho.


Así me ha pasado muchas veces, y en muchos lados. Aunque he experimentado muchas escaleras mal construidas (incluso unas en mi centro de trabajo) no me he caído de otras, que no fueran las de mi abuelito, por muy mal hechas que estén. Sin embargo, la experiencia de las escaleras chuecas es algo que, de algún modo u otro, he vivido otras veces, en las que no necesariamente hay escaleras involucradas, pero sí personas que nos creemos albañiles, o peor, arquitectos de la vida y de las circunstancias sociales. Personas que, como yo, insistimos en tapar un hoyo abriendo otro, y que, a veces irremediablemente, nos caemos continuamente de las escaleras chuecas de la vida que muchas veces “ayudamos” a construir desde el principio.


La esencia de esta situación se repite, casi forzosamente, en cada contexto de mi historia. O sea, ni la tribu, ni la chamba, ni la vida se salvan. Y tampoco, por el hecho de haberme caído de unas escaleras, ya sean físicas o emocionales, significa que no vaya a volver a caerme de otras. No hablo particularmente de las gradas chuecas del machismo del abuelo, de los peldaños patituertos que significan los malos albañiles o de los inconstantes escalones que representan los aires de grandeza que tiene el que cree que puede. Sino de que, a fuerza de buscar soluciones inmediatas, no pensadas, o tardías, tomamos decisiones apresuradas que tapan un hoyo, pero abren otro. Le quitan ladrillos a la que otrora pudiera haber sido una robusta escalera en la que lográramos subir y bajar cómodamente, pero que no intentara matarnos, o por lo menos, darnos en la cabezota.


Lo peor que me ha pasado es que, de tanto recorrer esa chueca escalera de la vida, me acostumbré cómodamente a ella pues, a fuerza de constantes caídas, recaídas e inevitables magulladuras, terminé por aprender en dónde estaban los peldaños mal construidos. De tal manera que siempre supe cuándo y dónde dar pasos largos, y cuándo y dónde dar los cortos. Dónde brincar, so pena de dar el ranazo, y dónde detenerme, so pena de quedarme estancada en algún feo y peligroso escalón. Pero preferí hacer todo eso, antes que buscar a un albañil que supiera de escaleras…


Sin embargo, cuando veía a alguien más subir y/o bajar por otras escaleras, unas bien construidas, otras en proceso de reparación, me molestaban más ver los pasos bien dados de los demás, que seguir viviendo mis pasos chuecos, resultado de acostumbrarme a la angustia, y postrer victimización que traen las escaleras, no sólo las mal hechas, sino las mal transitadas.


Pues pronto me di cuenta de que NADIE subimos o bajamos escaleras perfectas. Pero que sí es posible estabilizarlas lo más posible, si no físicamente, sí desde la conciencia, sobre todo las que no nos hemos atrevido a subir o bajar todavía. Las que llevamos delante. Las que desconocemos aún.


Ya llevo un rato con unos “maistros” que me están ayudando a ver mi vieja escalera chueca de distinta manera. Sabiendo que ésta es imposible de cambiar, estos expertos y expertas me están dando guías para dejar los peldaños disparejos atrás, hacer las paces con ellos, perdonarlos por casi querer matarme, perdonarme por dejarme ningunear por unas feas gradas, y forzarme y esforzarme por construir los próximos peldaños con la mejor parejura posible. Pero sobre todo, me han ayudado a elegir los materiales correctos y a utilizarlos en el lugar correcto. Y a no quitar material de otros lados para tapar otros hoyos que, aunque son necesarios tapar, no deben cubrirse dejando otros huecos aquí o allá.


Mucho menos en la escalera…


Magullada pero construyendo,

Miss V.

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