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En otros escritos antes he hablado de la felicidad. En lo particular en uno de ellos, mencionaba que no podemos conocer la felicidad, si no hemos antes conocido la pena. Y que no podemos disfrutar de ella, si no la hemos alternado con la desilusión, de vez en cuando. Agregaba además que la felicidad perenne es inexistente, por mucho que declaremos ser unos optimistas incorregibles.
Hay fechas, lugares, personas, y momentos que traen felicidad. Pero también los hay que traen pena. A veces una detrás de la otra. A veces al mismo tiempo. Esta dicotomía que pareciera tan opuesta, pero que no existen la una sin la otra, puede ser para muchos de nosotros, el pan nuestro de cada día.
Hay muchas instancias de esto: los hijos, el trabajo, nuestras propias esperanzas. A veces nos llenan de tremenda alegría, y al mismo tiempo de profunda preocupación o tristeza.
Y, mientras más experiencia tengo, por no decir que entre más vieja me hago, veo que no hay un ejemplo más claro de este estado dicotómico que un cumpleaños.
Conozco algunas personas, especialmente mujeres, quienes sufren mucho esta dualidad emocional: bendicen al Cielo, por un año más de vida, pero se niegan rotundamente a declarar su edad. Y nos enfrascamos en una batalla para detener el paso del tiempo que, como siempre, tendrá la última palabra y resultará vencedor.
Yo misma me negué varios años a aceptar (por lo menos en público) cuantos años iba cumpliendo. Ya no. Sin embargo, conozco a otros, tanto hombres como mujeres, que no soportan ni hablar de su fecha de cumpleaños, mucho menos que se les felicite ese día. Pues, puede ser que una fecha tan significativa traiga gozo para algunos y, para otros, sea un lastre. Todo depende, por supuesto de la historia particular del individuo cumpleañero.
Todo lo anterior, estará muy probablemente conectado de manera directa con alguna u otra experiencia negativa. O tal vez incluso, de manera indirecta. O muy probablemente con el hecho, como a mí me pasó, de saber que me estoy haciendo vieja, y no he logrado cumplir todos los sueños que he tenido desde hace mucho.
Mi cumpleaños, por ejemplo, aconteció hace poco y, personalmente, fue un día de mucho regocijo, como otros cumpleaños anteriores. Cumplir años, aun a mi edad, es un acontecimiento que me sigue gustando mucho, aunque ya sean muchos.
Pero los cumpleaños en sí, aunque sean el tema de regocijo general por excelencia, no son el argumento de este escrito, sino algo menos placentero: el hecho de cómo se enturbia dicha felicidad, siendo un día especial, o un día cualquiera, con noticias (inesperadamente) tristes. Noticias que resquebrajan de golpe un corazón feliz. Pero no lo rompen del todo. Noticias que sacuden el alma hasta sus cimientos. Pero que no terminan por derrumbarlo. Noticias que fuerzan a la mente a pensar de más. Pero que no logran más que hacerla sentir culpable.
Nunca es más dura la tristeza ajena, que cuando esta nos afecta también de manera personal. Y entonces deja de ser extraña. Y la hacemos también nuestra…
Y, precisamente el día de mi cumpleaños, el sábado 20 de abril, fue un día por demás agridulce. Ese día se fue de este plano una mujer a la que en mi familia queríamos mucho, pero que mi mamá amaba con mucho de su corazón. Sin embargo, el amor que mis hijos y yo le profesábamos, y el que ella nos correspondía sólo porque sí, jamás se comparará al que había entre ella y mi mamá. Ellas eran amigas. Eran confidentes. Eran casi hermanas.
Desayunaban juntas. Reían juntas. Lloraban juntas.
Oraban juntas.
Y cualquiera de esas cuatro cosas podría durar muchas horas.
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Su nombre era Juanita y, efectivamente, la quisimos mucho. Pero el cariño que le tuvimos, jamás se comparará al que ella nos tuvo a nosotros, que fue mucho mayor, más pleno, más desinteresado. Invariable.
Juanita era más que la señora que nos ayudaba con la limpieza de la casa.
Juanita era nuestra vecina más querida. Era nuestra cómplice más entusiasta. Era nuestra amiga más incondicional.
Juanita era peleonera, pero era una luchadora. Juanita era leal con todos, y siempre estuvo dispuesta a ayudar. Juanita era amorosa, y nunca le faltó solidaridad con propios y extraños.
Juanita se reía, y su risa contagiaba. Juanita quería, y quería de verdad. Juanita lanzaba improperios, y lo hacía con la confianza de aquellos pocos que saben cómo mentar madres con gracia.
Juanita trabajaba, y lo hacía con todo el ímpetu posible. Juanita era honesta, y jamás dijo mentiras. Juanita era simpática y nos divertía mucho con sus ocurrencias.
Juanita tuvo sus dosis de amargura y consternación en esta dimensión finita, pues perdió a uno de sus hijos. Pero fue una mujer llena de vida y ganas de vivir.
Juanita sufrió de falta de cariño y de comprensión en este efímero plano, pues experimentó la indiferencia en muchas formas. Pero fue una mujer llena de amor y ganas de amar.
Juanita cargó con una vida marital infortunada y deteriorada en este lugar temporal, pues cargó su matrimonio como un lastre. Pero fue una mujer llena de fe y ganas de trabajar.
Juanita era Juanita, y así como era la quisimos muchos. Y la quisimos mucho. Con mucho de nuestro corazón. Y otro tanto de nuestra razón.
Y cuando uno quiere a alguien con el corazón, uno espera que ese alguien, aun en la enfermedad, no se vaya jamás. Uno guarda todavía la esperanza de que ocurra un milagro y se pueda aplazar el fatal desenlace tanto como sea posible.
Pero cuando uno quiere a alguien también con la razón, uno sabe que ese alguien, en medio de su terrible dolor físico, se va a ir algún día. Uno descansa en el anhelo de que ocurra el perpetuo prodigio de que su marcha hacia al lugar del gozo eterno sea directa y sin escalas.
Otra amiga muy querida para mí, me dijo que tendemos a romantizar al que ha partido e idealizar sus acciones, recalcando de sus cualidades sobre sus defectos. Puede ser. Pero son las cualidades de Juanita las que a mí me toco experimentar, y por eso hablo de ellas. Porque de una persona a la que amaron tantos, no puedo referirme de otra manera.
He estado dejando de escribir este texto muchas veces desde que lo empecé el sábado, porque no puedo dejar de llorar por ella. O a lo mejor por mí. Porque sé que no no voy a volver a verla en este plano. Porque necesito que vuelva a mencionar mi nombre. Porque quiero que vuelva a mencionar los nombres de mi hija y mi hijo. Porque quiero volver a desayunar con ella. Porque quiero.
¿Se puede estar feliz y triste al mismo tiempo? ¿Se puede vivir la dicotomía de la felicidad y la pena a la vez? Sí, sí se puede. Pero en mi caso, no fue sólo el gozo del cumpleaños el que me trajo la felicidad del día, sino la suma de la felicidad de tantos años de haber conocido a Juanita tan profundamente, y de haberla querido con tanto de mi corazón, que su adiós está calando con la misma profundidad.
Yo sé, porque así lo creo, que Juanita está en ese lugar mejor del que tanto nos hablaron nuestros papás y nuestros abuelos.
Yo sé, porque así he decidido creerlo, que ella está ya gozando de la presencia Viva del Padre, y eso tranquiliza el alma. Pero no del todo.
No todavía.
Juanita de mi corazón. Tu partida está tan fresca que no puedo evitar pensar si acaso pude haber hecho más por ti. Tanto como mi mamá hizo por ti. Tanto como tú hiciste por ella. Y por mi hija, mi hijo, y por mí. Y por todos. Seguramente ahora ya lo sabes, pero también eras parte de mis futuros proyectos, y eso me despedaza las entrañas porque ahora mis planes tienen un hueco que me niego a llenar con nada más. Por el momento. Tal vez al calor del dolor.
Pero independientemente de eso, aunque no estés ya en mis propósitos venideros, y aunque tu ausencia haga tanto ruido como tu presencia, ahora estarás más que nunca en mis oraciones de todos los días.
Me hubiera gustado despedirte de este plano de manera diferente, acompañándote. Pero nadie tenía más derecho de hacerlo que aquellos más cercanos a tu corazón. Sin embargo, confío en que lo que te dije la última vez que te vi, sin imaginar que efectivamente sería la última, fue lo adecuado, porque lo dije desde lo más profundo de mi espíritu:
“Te queremos, Juanita. No se te olvide…”
Miss V.
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