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LA DELGADA LÍNEA ENTRE SER TU AMIGA… Y TU MAESTRA

  • Writer: yesmissv
    yesmissv
  • Jul 18, 2024
  • 12 min read

Updated: Aug 1, 2024



En mis despreocupados años de adolescencia, cuando yo era una impertinente mocosa de Secundaria, la escuela de monjas a la que asistí, tenía reglas rigurosísimas para todo, incluyendo las normas para la limpieza escolar. Aún más estrictas, por tanto, eran las reglas para el trato y el comportamiento con los maestros. Las religiosas, como bien sabrán aquellas que tuvieron la misma experiencia que yo, no se andaban con rodeos, y era causa de expulsión inmediata, entre otros varios factores escandalosos, faltar el respeto a los profesores.


En aquellos tiempos, faltar el respeto a los adultos, pero sobre todo a los profesores y profesoras, significaba, según las reglas del colegio que Sor Marcia, la madre directora en turno, me explicó un par de veces, “mirar a los profesores con desdén” o contestar de “manera arrogante”, lo que fuera que eso significara, porque yo ni siquiera sabía lo que significaba “desdén” o “arrogante”. Además, según palabras de cualquier otra hermana directora, o de la monja que tenía a su cargo la clase de religión, o de la otra que enseñaba ética, ese comportamiento no era lo que Dios quería de los niños, y mucho menos de las niñas.


Niñas era, efectivamente, la población estudiantil de ese colegio en aquel entonces. Pero para todas las religiosas, fueran adustas como soldados, o afectuosas como querubines, era cosa de común educación, especialmente para las mujeres, respetar y obedecer de tal manera a los profesores, tanto como a otros adultos, que terminábamos por no atrevernos, no por falta de ganas, sino por exceso de miedo, a alzar la voz en su presencia, o peor, rebelarnos en su contra.


Hablando específicamente del entorno escolar de aquellos años, era bien sabido que los profesores y profesoras eran considerados el epítome de la sapiencia y la rectitud, por lo que nunca se equivocaban; y si parecía que se equivocaban, era más bien un error de percepción nuestro, pues ellos tenían siempre la última palabra en todo y, muchas veces, hasta poder absoluto sobre nuestras decisiones escolares. A veces hasta en las personales. Por lo tanto, era un acto de absoluta insubordinación poner en duda siquiera sus prácticas pedagógicas, aunque fueran unos verdaderos brutos, o aunque su vocación estuviera tan marchita como su inspiración.


Pero, a pesar de mi lengua suelta, ¡ánimas que fuera yo a decir algo malo acerca de mis maestros o maestras, incluso delante de mis papás! ¡Ay de mí! si acaso osaba dudar de la veracidad de sus palabras, o de sus “buenas” intenciones. Y ni de chiste podía dirigirme a ninguno hablándoles de “tú”, ¡toda confianzuda!


Había, indiscutiblemente, una línea bien marcada entre los diferentes niveles que representaban los profesores y profesoras, y nosotras las alumnas. Además, una vez metida la pata, casi no había ninguna tabla de salvación, pues los papás y las mamás se aliaban con los profesores, y nosotros. sin tener ni voz ni voto, llevábamos casi siempre las de perder.


Pero, de entre todos esos caudillos de la civilidad, siempre sobresalía una que otra alma afectuosa, que significaba un respiro de aire fresco para nosotras. Alguien que sabía que, parte del fulgor de la educación exitosa, era resquebrajar, hasta cierto punto, la rígida e impenetrable barrera que dividía a los alumnos y alumnas de sus maestros y maestras. Recuerdo con mucho cariño y afabilidad a mis profesores y/o profesoras quienes, haciendo gala de la humanidad de sus corazones, buscaban tratarnos más como personas individuales con gustos y habilidades variados, que como observadoras colectivas de sus indescifrables asignaturas.


Era una esporádica e inesperada, pero siempre bienvenida, delicia tener un acercamiento más profundo con los maestros y maestras, diferente al habitual frío trato en las clases y las aulas.


Por ejemplo, mucho tiempo después de terminada mi educación secundaria, fue muy dulce para mí, recordar a mi maestra de Matemáticas, tan amable pero tan implacable a la vez, hacer alguna broma y reírse de nuestros chistes bobos de niñas adolescentes, igual de bobas. O también, recordar a mi maestro de ciencias naturales quedarse con nosotras en el salón a la hora del recreo, para tocar la guitarra, y cantar canciones que, para entonces, ya eran viejas, pero que empezaron a hacer un nido de novedad en nosotros.


Sin embargo, al final de semejantes acciones in promptu, las cosas casi volvían a ser igual: ellos mismos volvían a establecer, con mucha claridad, que ellos eran nuestros profesores, no nuestros amigos. Pero todos ellos y todas ellas, a partir de ese momento, tenían un aura y hasta una cara diferente para nosotras, y comenzábamos a ver el lado bueno, no sólo de ellos, sino hasta de sus clases.


Aquí, lo confieso, hubo algunos conatos de alboroto e intentos de desfachatez por parte de algunas de nosotras, resultado de la cordialidad que nuestros profesores nos profesaron en aquellos momentos, y que nosotras, por nuestra falta de experiencia en las cosas de la vida, confundimos con amistad.


Bastó una sola ruda mirada, un solo drástico “no”, y un solo inesperado desaire por parte de aquellos que creíamos nuestros nuevos amigos para regresar al lugar que, en aquel momento, nos pertenecía y que a las monjas tanto les gustaba: el del comportamiento obediente, la obediencia silenciosa, y el silencio absoluto.


A veces pasa que, cuando una se vuelve maestra, y recuerda cosas de su pasado escolar que le trajeron cierto dolor, una se promete a sí misma no repetirlas, sólo porque una no quisiera que las pobres almas a su alrededor, tan tiernas e inexpertas, sufrieran los mismos tragos amargos que una experimentó en su infancia. Por eso, ya no digo que en los primeros años, sino en los primeros días de nuestra novel labor magisterial, estamos dispuestos a evitar hacer lo que hicieron otros profesores con nosotros; e, idealistas como casi cualquier novato en casi cualquier carrera, los maestros y maestras queremos buscar cierta “amistad” o, por lo menos un acercamiento que raye en lo emotivo, y que nos ponga en el lugar del profe buena-onda o el favorito, con nuestros alumnos y alumnas.


Más pronto de lo que esperaba, me di cuenta de que esta idealización de las relaciones maestro/maestra-alumno/alumna, no es nada más que un sueño guajiro. La promesa personal de ser “amiga” de mis alumnos, a veces más por quererlo yo que desearlo ellos, se rompe mucho más fácilmente que cualquier otra que se tenga la intención de cumplir. Y por obvias razones…


O no tan obvias.


Ya también un día escribí que, aún comprometido e interesado, el trabajo del maestro debe tener un límite y una conclusión. Ambos dentro del aula. Que mi labor docente no debe abarcar más que las preocupaciones meramente escolares. Y, que si mi preocupación sobrepasa los límites del salón de clase, entonces debo presentarme con las autoridades pertinentes. O bien, atenerme a las desfavorables consecuencias de una “amistad” entre mi alumnos y yo que, para empezar, no debió existir jamás.


Un vínculo como este se vuelve una relación de amargos intereses personales y de agridulces beneficios mutuos. ¿Puede haber sinceridad en la relación de “amistad” entre nosotros y nuestros alumnos y alumnas? Puede que sí. Pero eso sólo lo sé yo. Pues aunque yo estoy segura de que estoy haciendo las cosas bien al preocuparme genuinamente por los intereses (escolares y personales) de mis alumnos y alumnas, a los ojos de los demás estas acciones son, hasta cierto punto, peligrosas. O, por lo menos, hechas muy a conveniencia. Conveniencia que yo siempre negaré que exista, pero que siempre tendré en el fondo de mi razón como una intención oculta.


O sea, el resultado, aunque no se diga, siempre será el esperado: tú me das una buena calificación en la evaluación docente, y yo sabré recompensarte, con otra buena calificación, a su debido tiempo.


Pronto en mi carrera docente me di cuenta, muy a la mala, de que no solo no puedo, sino que no debo ser amiga de mis alumnos.


Si en el pasado, siendo maestra de alumnos de primaria y secundaria algunos directivos y coordinaciones me echaron en cara el amor genuino que tenía por mis alumnos y alumnas, tachándolo de metiche, o hasta de peligroso, hoy en día, como maestra de alumnos universitarios, jamás me atreveré a cruzar la delgada línea que divide nuestras endebles posiciones como casi amigos-maestros/alumnos. Pues si se me permite ser apocalíptica, las consecuencias serían absolutamente nefastas.


Te voy a dar un ejemplo real de esto que te estoy hablando.


Enamorada de escuchar chismes, un día, una de mis alumnas a quien llamaré Karla, me contó que su novio, un enclenque sin ninguna gracia más que la de tener a esta niña como su novia, se enojó tanto con ella, por una razón que resultó hasta desconocida para ella, que este cara-de-nada dejó de hablarle, de buenas a primeras, por casi seis días. Como todo buen fantoche venido a menos, cuyo inexistente amor propio se disfraza de arrogante perdonavidas, él la obligó a caminar el séptimo día (un domingo, por cierto) en la noche, a las once, desde la casa de ella hasta la de él, para que ELLA le pidiera perdón por lo que fuera que ella hubiera hecho.


Más enamorada de dar consejos que me pidan o no, y con la irritación más alborotada que nunca, le dije lo que YO, en una situación similar, habría hecho, con base en mi edad y mis propias experiencias de vida. Que, si así le convenía, escuchara esos consejos como una reflexión ajena, y que de todo ello, tomara lo que fuera de su utilidad.


“Maestra. Le voy a pedir algo. No se ande metiendo en mi relación con Karla, por favor”, me dijo un día el pazguato aquel, cuando estaba yo sola en el salón. Envalentonada y molesta por la situación, pero decepcionada porque me di cuenta de que ella buscaba la lástima, más que la solución, y que además era una chiquilla chismosa, le dije: “Pues dile a Karla que no cuente las cosas de ustedes a cualquiera que se le ponga enfrente, y que le inspire tantita confianza. Te aseguro que si la trataras bien, no estaría buscando simpatía entre sus profesores. Y ten cuidado de que sus hermanos (que tienen huesos políticos) no se enteren de lo que la estás obligando a hacer” …


A juzgar por la posterior actitud de él, el episodio que ella me contó, fue cierto.


Por gracia de Dios, aquí terminó este incómodo incidente. Para mí. Ni él volvió a dirigirme la palabra (ni falta que me hace) ni ella volvió a contarme nada (ni falta que le hace). Pero a pesar de las evidencias y las feas acciones de su novio, ella sigue, tristemente, con él.


No quiero que creas que después de este incómodo episodio, me volví de piedra. Sigo teniendo el don (como seguramente muchos otros lo tendrán) de que la gente, incluyendo mis alumnos, se acerquen a mí a contarme sus cuitas. Incluso las más increíbles. Pero ahora, a fuerza de varias metidas de pata, siendo la de “Karla” la última, mis respuestas son diferentes.


Ahí te va otro ejemplo de esto que te estoy hablando.


A raíz de mi amargosa experiencia con Karla y su noviecillo, cuando alguien se me acerca con el corazón en la mano a contarme sus cuitas en busca de un consejo, con toda la honestidad que siempre me ha caracterizado, le escucho activamente, siento su problema en mi corazón y en mi razón, pero procedo a decir y preguntar:


“Muchas gracias por la confianza que me tuviste al contarme cosas tan personales. Tan dentro de tu corazón. Te entiendo perfectamente. Pero ¿qué dicen tus papás al respecto?”. O bien “¿qué dice tu terapeuta de esto?”


“No, miss. Ellos no saben.”


“No, miss. No voy a terapia.”


Sé que, aun siendo adultos (jóvenes e inexpertos, pero adultos al fin), ellos buscan la experiencia de otros adultos con más experiencia, por no decir más viejos, para poder darse una idea de qué hacer. Pero otras veces, buscan el consejo de los mayores, sobre todo de aquellos que tengan poco que ver con la cotidianidad de sus vidas privadas, o que no las conozcan del todo, quizá para escuchar un consejo con mayor imparcialidad. O tal vez hasta para deslindarse de la responsabilidad de buscar sus propias soluciones.


“Entonces, discúlpame, corazón. Tu papá/tu mamá/tu terapeuta son las primeras personas que deberían saberlo, porque ellos son los expertos y te conocen mejor que yo. Yo, desafortunadamente, sólo puedo escucharte. Y hasta entenderte. Pero no aconsejarte. No estoy preparada para ello. No soy tu psicóloga, ni tu amiga. Sólo tu maestra. Pero estarás en mis oraciones…”


Puede oírse un tanto inhumano, pero esta elegida distancia me ha salvado de muchas situaciones que, por profundas, podrían rebasar con mucha facilidad la imperceptible línea de dejar de ser la maestra de mis alumnos y alumnas, para convertirme en su amiga. Pues, un solo problema que escuchemos y que nos represente de alguna manera, que nos indigne de algún modo, o que refleje algún episodio de nuestras vidas (como el de Karen conmigo), podría ser causa de complicidades tales, de las que, dada la naturaleza apapachadora de algunos de nosotros, sería muy difícil salir, como he visto con otras compañeras de trabajo.


“Fíjate que tengo una alumna”, me dijo una miss un día. “¿y, qué crees que me dijo?  Que su novio se enojó tanto con ella, por una razón que ni ella sabía, que un domingo a las once de la noche, él la obligó a caminar desde la casa de ella hasta la de él, para que ELLA le pidiera perdón por lo que fuera que ella hubiera hecho”.


Esa historia, obviamente, la conocía muy bien. Y su posterior desenlace, también. Pero la maestra prosiguió: “’cuando te vuelva a pasar eso’, le digo, ‘márcame, y voy por ti. Es más’ le dije, ‘voy a hablar con él ahorita mismo, porque esto no puede volver a ocurrir’”.


He escuchado muchas veces que es mejor hacer de más que de menos, en una situación en la que la vida o la dignidad de alguien peligra. Y aunque la actitud de la maestra y su deseo de ayudar son muy loables, y sí podemos llegar a aconsejar a dónde, cómo, y/o a quién pueden acudir para solucionar sus situaciones emocionales, mentales, físicos, o de cualquier otra índole, lo mejor es no inmiscuir los sentimientos en situaciones que deben ser estrictamente profesionales hoy, aunque nos hayan enseñado lo contrario ayer.


No conforme con haber cruzado la delgada, pero prohibidísima, frontera de la amistad en la legendaria dupla alumno-docente una vez, otro día, en medio de una plática relacionada, para variar, con nuestros alumnos,  y en la que mencionábamos los muchos peligros o situaciones de riesgo en los que nuestros bienquistos estudiantes están metidos cada día, y cómo a pesar de su edad adulta siguen necesitando opiniones maduras y frecuentes jalones de orejas, la miss de la que te platicaba arriba, volvió a decir:


“Sí. De hecho una chava de la que ya había sido maestra antes, me pregunta uno de estos días que si la puedo acompañar al baño. Le pregunto que para qué, y ¿qué crees que me dice? que porque se quiere hacer una prueba de embarazo. ¿Te imaginas la falta de atención que tienen?? Y, pues ahí voy a acompañarla. Mientras ella entra a uno de los cubículos, pues yo la espero afuera, junto a los lavabos. Cuando sale, le veo la sonrisa, y le digo ‘es negativo, ¿verdad?’ Y me dice que sí con la cabeza. Me enseña la muestra y veo que, efectivamente, no está embarazada. ¡No sabes qué alivio sentí!” 


Esta maestra, tan joven y, hasta cierto punto, tan inexperta en el trato con otros adultos jóvenes, a los que obviamente ve como sus iguales, y no como sus alumnos, se pudo haber metido en camisa de once varas. Que los alumnos nos abran la puerta a ciertos episodios de su intimidad, es un ejercicio común, y a veces honroso para los docentes, cuando encuentran en ellos un tipo de reflejo del adulto ejemplar del que, muy probablemente, carecen en su cotidianidad. Pero que entremos libremente y sin vergüenza al lugar más íntimo de su corazón, aun cuando nos pongan la alfombra roja, ya viene siendo harina de otro costal.


No quiero que me taches de insensible, por favor. O bueno. Tú sabrás. Pero a esta maestra, como la líder de colegio que soy, me permití darle una opinión que, en ese momento consideré la más posiblemente madura, junto con un par de jalones de orejas:

“No, miss “Romina”. Ser profesor, cualquiera que sea la materia, el nivel, o la edad de los alumnos, es un papel muy delicado. Los estudiantes y sus profesores y profesoras no estamos en igualdad de condiciones. Puedes ser amigable/amable con ellos pero no son tus amigos. Ni tú eres amiga de ellos. Esta es una falta en la que incurrimos demasiados educadores. Los estudiantes no entienden los límites, por eso tú, como la adulta responsable, Y como su profesora, debes establecerlos y hacerlos cumplir. No con base en los reglamentos escolares, sino con base en el sentido común, la sensatez y la sobriedad que debe traer nuestro propio profesionalismo magisterial…”


Y le seguí, palabras más, palabras menos: “Aquí, Romi, con nuestra dulzura mal aplicada, estamos provocando conatos de alboroto e intentos de desfachatez por parte de los alumnos, resultado de la bien intencionada ayuda que les estamos otorgando en sus más frágiles momentos, y que ellos, por su falta de experiencia en las cosas de la vida, o por exceso de necesidad, confunden con amistad. Amistad que NO existe. Te aseguro que lo que ellos necesitan NO son más amigos, sino mejores maestros.”


Desde mi muy perspicaz punto de vista, y con base exclusivamente en mi experiencia como maestra que también osó amistarse con sus alumnos y alumnas en algún momento frágil de la vida, creo que ser “amistosos", o mejor dicho “amigables”, no está mal, pues ello significa construir una relación que tiene límites claramente constituidos.  Y, aunque a veces nos ciegue el amor por nuestros alumnos y nuestras alumnas, o aunque nuestra propia necesidad de tener una evaluación docente perfecta nos ilusione, y nos “veamos forzados” a irrespetar dichos límites, que luego justificamos con todas las excusas posibles, no debe haber cabida para ningún tipo de amistad.


Sin embargo, una de nuestras (no pocas, ni fáciles) responsabilidades como profesores y profesores, es también la de ofrecer orientación, orden, y organización en un entorno seguro para la tranquilidad material, corporal, mental y emocional de nuestros alumnos y alumnas.


Pero en el aula, miss. Sólo en el aula.


Miss V.

 
 
 

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