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LA ANCIANA EN LA GLORIETA

Writer's picture: yesmissvyesmissv


Entre las muchas cosas que a tu servidora le iban enseñando al ir creciendo, estuvo una que mi papá y mi mamá nos inculcaron muy en lo particular, a mis hermanas y a mí, entre algunas de sus más estrictas reglas, quizá heredadas u obtenidas a su vez de sus propios padres y madres: el gesto cristiano y generoso de echarle la mano a aquellos o aquellas que necesitaran de un lazo.


Este lazo debería ser desinteresado y afectuoso; echado con el deseo de ayudar, y no esperar una recompensa, pues dicha recompensa, con base en las creencias quizás también heredadas y obtenidas de sus propios padres y madres, se recibiría en forma de muchas otras bendiciones futuras. Muchas de ellas ni siquiera físicamente manifiestas.


Es más, de preferencia, ese lazo ni siquiera debería de pedirse. Uno debía de ofrecerlo, casi de manera intuitiva, con el fin de evitar a los demás la pena de solicitarlo. Esto aplicaba para casi todos. Pero especialmente para la gente de nuestro entorno familiar: la ayuda debía ofrecerse siempre, y no negarse nunca. Incluso en forma de oración elevada al que Es La Vida. Tampoco debía restregarse en la cara de nadie que la haya recibido; y, mucho menos, cobrarse. De preferencia, había de brindarse casi al punto del sacrificio y el abandono personal.


Sin embargo, ocurría que a veces, para efectos prácticos y, tal vez, hasta cómodos, ciertos miembros de mi familia, incluso la extendida, creían que ese lazo no debía ser muy largo, ni tener mucha duración, so pena de engancharse gratuitamente en una situación que ni siquiera era propia. A pesar de esta creencia, otras veces, era irremediable: el lazo aquél debía ser tan largo y duradero como fuera necesario. Esto último, sobre todo, cuando uno estaba del lado peticionario.


Siendo casi tan difícil dar ayuda como para algunos pedirla, dependiendo de la situación que así lo requiriera, ofrecer auxilio, o aceptar darlo, no es una resolución que se haga de manera sencilla. Hay muchos factores que deben tomarse en cuenta. Desde quién pide la ayuda, hasta qué tipo de ayuda necesita. El para qué es ya cuestión del solicitante el hacerlo saber. O no. O del ayudador indagar. O no. Creo yo…


Con todo lo anterior, también hay ocasiones en las que la persona que necesita ayuda no la pide, necesariamente, de manera directa. Las razones pueden ser muchas: apocamiento, autosuficiencia, aturdimiento. O como en el caso de la anciana en la glorieta (título que lleva este escrito) un escaso sentido de la responsabilidad, una aberrante falta de discernimiento, o el tremendo exceso de indiferencia, incluso hacia la propia seguridad.


En casos como estos, en los que la vida de alguien puede llegar a peligrar, es mejor hacer de más que de menos.


Ahora bien. ¿Quién es la anciana en la glorieta, y por qué quiero platicarte de ella?


Ahí te va el chisme.


Un día que tu servidora regresaba de trabajar, por ahí de las ocho de la noche, con el embotellamiento propio de una ciudad como esta, construida sin planeación, por personas que no tienen idea de cómo debe funcionar una, vi, parada en medio de una de las dos glorietas casi contiguas, que son mi paso casi cotidiano, a una anciana esperando la oportunidad de atravesar a un área más segura.


Las glorietas de cualquier parte del mundo, son un invento de una persona sin principios. Las glorietas de mi ciudad, son producto de un alma en pena. Dos glorietas con una distancia de menos de cien metros una de la otra, son una creación del diablo.


Algunos de ustedes, con esas ínfulas de grandeza de quien se cree superior porque no es provinciano, dirán: “¡Ay, Vero! ¿De qué te quejas? Acá, en (cualquier ciudad), las glorietas tienen ocho carriles, y miden dos kilómetros cada una, y no pasa nada.” Ah, mira. Bueno, pequeño insufrible. Pues goza tus glorietas en tu ciudad enorme, que yo me quedo sufriendo mis glorietas mal hechas. Sin importar el tamaño, cualquier glorieta representa siempre un peligro, y mucho más en una ciudad donde la gente cree que las leyes de tránsito sólo son un consejo. Y todavía más para una anciana a la que se le ocurrió que estar parada ahí era una muy buena idea…


Pero el punto de esta diatriba no es ese. El punto es que, de todos los conductores y conductoras que pasamos por esas glorietas, a nadie se nos ocurrió hacer algo para ayudar a esa inconsciente mujer. ¿Podríamos haberlo hecho, aun con el peligro de causar un accidente? Una glorieta difícilmente tiene momentos de calma. Y muchos menos de estos momentos en las horas de mayor ajetreo vehicular, cuando todos queremos llegar a nuestras casas, y nadie queremos sufrir, obviamente, ningún tipo de percance.


Glorieta (nombre femenino), del francés ‘gloriette’. Plaza, por lo común de forma circular, donde desembocan varias calles, alamedas o vías de circulación (RAE).


O sea, no es para que nadie, mucho menos una mujer de edad tan avanzada como la que estaba ahí, estuviera ahí. Tampoco es para que nadie le quiera jugar al héroe, detenga el vehículo que venga manejando para que, a la postre, provoque un accidente por pretender ser un buen samaritano o una buena samaritana.


Todo pasó muy rápido: de repente la vi, acto seguido me asusté, mentalmente la regañé, procedí a encomendársela a los Altos Mandos celestiales, y apresuradamente me fui de ahí, esperando que, así como llegó a la glorieta (que pudo haber sido de forma fácil) así también saliera de ella. Pero cómo llegó ahí es, precisamente, la indagatoria…


Estimados amigos. Estimadas amigas. No pude con el peso de mi conciencia. Ayudar está en mi educación, y también en mi naturaleza. Es más, está hasta en mi profesión. No podía ser que tu servidora hubiera dejado pasar la oportunidad de echarle el lazo ese del que te hablaba, a alguien en desgracia. Claro, yo suponía que estaba en desgracia, porque ella ni me pidió ayuda, ni me dijo que la necesitaba. Ni una seña hizo. Yo simplemente lo supuse.


Mi casa, que es casa de ustedes, está a unos pocos cientos de metros de las glorietas en cuestión. Y ya casi llegando, mi conciencia me pesaba tanto, que me sentí obligada, tal vez por la educación recibida, por la preocupación por una completa desconocida, o por la empatía de pensar qué habría pasado si la mujer en cuestión fuera mi propia mamá, a regresar a la mentada glorieta a ayudar a semejante mujer que, por vieja, yo supondría un poco menos aventurera y un tanto más sabia.


Qué chistosa es la vida que, cuando una revira para enderezar lo que ni siquiera enchuecó una, la vida pone todas las trabas posibles para atrasar el proceso de ayuda. Dos semáforos en luz roja, un baboso distraído en el teléfono, y un niño que se atravesó la calle sorecamente, fueron los factores que retrasaron mi deber ciudadano con la anciana de la glorieta.


Y qué extraña es la conciencia que, cuando uno siente que debe ayudar a otros, puede poner de por medio otros factores, como la sensatez, el desprendimiento emocional, la empatía generalizada. Bastó con imaginar, como dije antes, que esa mujer pudiera haber sido mi propia madre, para querer actuar como cualquier otro ciudadano debiera haberlo hecho.


Quién sabe quién más, además de tu servidora, habrá visto a esa mujer queriendo atravesar los muchos carriles que rodean semejante glorieta. Quién sabe cuántos más (sin afán de fanfarronear) habrán sentido la necesidad de ayudarla. Y quién sabe cuántos otros habrán pasado de largo, sin inmutarse siquiera.


Cuando regresé al lugar, la mujer ya no estaba en donde la vi. O alguien había podido ayudarla, o ella había logrado atravesar esas espantosas avenidas sola. Por un momento hasta pensé que había sido mi imaginación haberla visto parada antes en la glorieta. Pero no, amigos y amigas. Echando una mirada rápida alrededor, la descubrí. Esta señora iba caminando con pasos ligeros y chiquitos, muy oronda y despreocupada, como si mi corazón y mi conciencia no hubieran estado en conflicto por ella, una completa extraña.


Recordando hoy ese momento, creo que tardé mucho en tomar la decisión de ayudar a esa mujer. Mi excusa es, por supuesto, que uno no debe detenerse de golpe en la calle, mucho menos en una glorieta. Mucho menos en esas tan feas. Aunque en realidad, creo que es porque muchas personas tenemos nuestros propios problemas que nos abruman, y no queremos echarnos otro. Además ¿quién quiere tomar riesgos innecesarios por completos desconocidos que, a la postre y sin esperarlo, se pueden volver hasta problemas personales? No conozco a nadie que quiera lidiar con las consecuencias negativas de “hacer el bien sin mirar a quién”, sobre todo cuando ese “quién” es una anciana irresponsable y aventurera.


Tengo un amigo que era muy drástico al elegir ayudar a la gente. Digo era, porque hace mucho que no lo veo, y no sé si la vida lo ha suavizado. O endurecido. Él, a quien llamaré Edgar, era capaz de dar el todo por el todo por alguien (cuéntome entre las privilegiadas), o despreciar a otros tantos que no eran dignos de ningún lazo. En aquel entonces, él mismo me dijo un día que él sólo le echaba la mano a quien se merecía su ayuda. (Gracias.) Que no veía la necesidad de sacrificar nada por nadie que no valiera la pena, y que, cuando en algún momento había decidido ayudar a alguien desinteresadamente, se dio cuenta de que el costo personal de ayudar era demasiado alto comparado con el beneficio personal…


No creo que Edgar careciera de empatía. Sin embargo, no sé si exista la “empatía selectiva”, pues yo misma, y no otros u otras, fui beneficiaria de su auxilio un par de veces. Nada grave, valga decirlo, pero sí urgente. Sin embargo, desde mi posición como amiga suya, más bien me parecía que Edgar prefería ser un espectador silente (y sordo) en el escandaloso drama de las apremiantes necesidades ajenas.


Edgar no es la única persona que se niega a echar ese lazo que a mí me enseñaron a echar, aun cuando doliera hacerlo. Tal vez porque él no quiere que duela. Tal vez porque he visto a muchos otros y otras (yo misma incluida, con mucho remordimiento postrero) “abrir” temporalmente los ojos, acaso resultado de la autopreservación que trae el miedo de involucrarse en un escenario comprometedor, que pueda dar lugar a algún subsecuente agravio personal.


Retomando el caso de la anciana en la glorieta, tantas cosas se revolvieron en mi corazón y en mi conciencia, que llegué a pensar que esa mujer era la única responsable de su situación, por lo que era menester de ella, y de ella únicamente, resolver sus propios inconvenientes. Aunado a mi creencia de carecer de las habilidades inmediatas para ayudar, de carecer del tiempo necesario para auxiliar, y de carecer del deseo de meterme en problemas con otros conductores, dejé pasar la oportunidad de ayudar, misma que, posiblemente, otros explotaron.


O no. Ciertamente, nunca sabré cómo llegó ahí. Pero si nadie se detuvo a ayudarla, entonces seguramente salió de la glorieta de la misma manera que entró a ella: a puro valor mexicano, medio corriendo, y con la amabilidad de aquellos que quisieron/se vieron obligados a detener sus automóviles para, aunque fuera así, darle un poco de auxilio.

 

No me arrepiento de no haber sido la heroína del día. Mi honesta intención, si eso tiene validez, fue la de socorrer a esta mujer, aun cuando yo haya tomado la decisión algo tardíamente. Pero no creo que ese sea el punto, en realidad. Sino el hecho de que alguien, no un verdadero héroe ni una auténtica heroína, sino seres humanos empáticos y amorosos, quizá menos soberbios que yo, y también mucho más generosos que yo, hicieron la labor que cualquier persona podría hacer, si quisiera: echar un lazo desinteresado y afectuoso, tendido con el deseo de ayudar, y no esperar una recompensa. Por lo menos, no físicamente manifiesta.

 

Cimentando mi vida un lazo a la vez,

Miss V.

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