INCOMPETENCIA ESTRATÉGICA
- yesmissv
- Feb 7
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Updated: 3 days ago

Comienza esta historia cuando corrían mis juveniles y felices días de señora recién casada, llenos de los muchos planes, los muchos deseos y las muchas creatividades que toda la vida me han sido tan familiares, y que les han traído a mis horas más corrosivas ciertos momentos de dulzura. No he sido, efectivamente, la única que ha tenido tantos planes y deseos, como creatividades para su incipiente vida de casada (o para cualquier otra cosa) por lo que no monopolizo su exclusividad, pues sé que muchas personas recién casadas también tienen muchos maravillosos planes y extraordinarios deseos. No siempre habrá resultados óptimos, pero la lucha se hace.
Esa vida marital, aunque breve, fue enriquecedora en muchos aspectos de la vida. Para bien y para mejor. Para mal, y para peor. Contestaban las señoras de antes cuando les preguntaban que cómo estaban, y ellas decían que “de todo, como en botica”. Pues así fue mi matrimonio. Ni las boticas abundan, ni mi enlace conyugal existe ya. Pero, aunque en sus respectivos tiempos ambas fueron fuentes de alivio en muchos aspectos, uno de ellos fue un semillero de enseñanzas que jamás hubiera imaginado que habría tenido que aprender casi a la mala.
Una de esas cosas que aprendí, o que intentaron enseñarme, pero que duramente llevé a cabo, era que debía “servir a mi marido” en cuanta situación fuera necesaria. Esto, damas y caballeros, no lo aprendí de mi mamá, quien sufrió los embates de un padre abusivo y déspota, a quien la gente que le servía no le servía. Más bien, este fue un precepto aconsejado por mi adorada suegra quien, creo que más por costumbre que por convencimiento, había estado sirviendo a su marido por más de treinta años, por lo menos.
Cariñosa y afable como siempre fue, dirigiéndose a las mujeres de la casa, mi querida suegra dijo un día: “Señoras y señoritas, sírvanles a sus maridos, novios, o lo que sea”. Mis concuñas y mi cuñada, prestísimas, se pararon de sus sillas, sillones o de donde estuvieran, a servirles de comer a sus esposos/novios, a sus hijos e hijas (si los había), relegándose a ser servidoras de sus hombres y su prole, y quedándose en el último lugar de la cadena alimenticia, no por feroces, sino porque les tocó comer al último, por servirles a los demás primero.
No voy a presumir de innovada o moderna. Creo que no está mal servir a los demás, si acaso estuviesen en medio de una necesidad apremiante de ayuda. Quienes me conocen saben perfectamente que mi estilo siempre fue siempre algo sumiso y extremadamente obediente. Pero muchos años vi a mi papá, un hombre con ciertos tintes de machismo en muchos momentos de la vida, actuar de forma liberal y servirse su propia comida, calentarse sus propias tortillas, y lavar sus propios platos, sin la asistencia, o insistencia, de mi mamá. Por eso, que me dijeran que le sirviera de comer a mi marido, para mí fue un escandalillo. No iba a dejar que nadie, ni siquiera mi esposo (en ese momento sólo mi novio) actuara como un inútil, nada más por quedar bien con su mamá, o sólo porque es “deber” de las mujeres tener a sus hombres contentos. O porque aparentemente las mujeres “somos mejores” que sus contrapartes de género para ciertos menesteres, como servir sopa. Yo también me levanté, agarré un plato, y se lo llevé a mi futuro esposo. “Ten. Sírvete lo que quieras”.
Mi suegra, a pesar de haber sido una mujer amorosa, comprensiva y, para una persona de su generación, tolerante con las ideas de los demás, no creo que haya visto con buenos ojos esta muestra de innecesaria rebeldía. Por lo menos no al principio, creo yo. Siempre recibí, a pesar de este aparente faux pas en mi comportamiento con su bienquisto hijo, su respeto y su ayuda, pero sobre todo su cariño.
A la que tampoco le gustó tanto fue a mi querida cuñada, a la que también aprecio mucho, a pesar de todo lo que digan de las cuñadas. “¿No le vas a servir a Fer?” “Sí. Cuando no tenga manos ni pies”. Para calmar un poco la tensión de este intercambio, otra de mis queridas concuñas le preguntó a su esposo ¿“Te sirvo?” Él, sin pestañear siquiera le contestó: “Pues no mucho, pero ni modo”. Ese fue el inicio de un tipo de feudo entre mi cuñada y yo que, a la postre, se solventaría por situaciones ajenas a la voluntad de ambas. Pero también por la lejanía que trae la falta de un denominador común.
Estas recias defensoras del pobrecito de mi esposo, no eran las únicas que creían que las mujeres somos mejores que los hombres para llevar a cabo los quehaceres domésticos más básicos, muy al contrario de ellos, que se pueden llegar a autocalificar de inútiles, sólo para endulzarnos el oído, y forzarnos a hacer lo que ellos no quieren hacer. Mi esposo también llegó a decirme que yo era mejor para lavar la ropa, cambiar los pañales a mi hija y mi hijo, hacer sopa, servir la mesa, lavar el baño… Viendo mi carota, y supongo que para tratar de “desmeter” la pata, concluyó con un: “¡yo soy muy menso para eso!”
Un negativa de mi parte bastó para causar un muy evidente escozor en mi incipiente matrimonio. Escozor que duraría casi todo el tiempo que duró la unión. “Si crees que eres muy menso, te puedo enseñar cómo se hace. Yo tampoco sabía, pero tuve que aprender. Además, te recuerdo que no sólo uso ropa yo; también tú ensucias tu ropa, por lo que considero justo que ambos la lavemos, la doblemos y, finalmente, la guardemos en sus respectivos lugares. Tampoco soy la única que ensucia los trastes, o que usa el baño. Tampoco fui yo la única persona en esta familia que tuvo una hija y un hijo. Y mucho menos soy la única persona de esta casa que sale a trabajar y a ganarse el pan. Si no sabes, te enseño. No hay problema. Pero si eso no te dice a gritos que las actividades de la casa deben repartirse equitativamente, y no sólo los gastos de la casa como casi me exiges, no sé qué más pueda abrirte los ojos ante la necesidad de cooperar como la familia que somos…”
Que no me venga conque él no podía hacer todo eso, porque, si así lo hubiera decidido desde el principio de nuestro matrimonio, él podría haber hecho esas cosas y más todavía. Cuatro años estudiando su carrera en otra ciudad, teniendo qué hacer lo que tenía qué hacer él sólo, le dieron toda la experiencia posible hasta para preparar mole, si se lo hubiera propuesto. Y bien que tuvo que poner manos a la obra después de la aburridora que le propiné. Aunque ya no fue lo mismo. Si bien me hubiera gustado no tener qué habérselo dicho, y que él por su cuenta, hubiera estado dispuesto a cooperar con las labores de una casa y una familia que también eran suyas, enfrentando sus labores como papá, sólo por el papel de esposo y padre que él decidió jugar, y no como eterno hijo de familia, so pretexto de trabajar largas horas fuera de casa, otro gallo hubiera cantado.
Hace varios meses descubrí que este comportamiento tiene nombre: incompetencia estratégica. Y, ¡cómo me cae mal! Y, ¡cómo llegué a usarlo, también! Este acto, a veces intencional, a veces involuntario, resulta de fingir/creer que se carece de la capacidad de realizar ciertas labores para evadir responsabilidades o transferir la obligación de esas responsabilidades a quienes tiene uno alrededor. Acompañado casi siempre de un, “tú sí eres buena/bueno para esto”, “a ti te sale mejor que a mí”, “yo soy pésima para matemáticas, mejor hazlo tú”, esta táctica se observa en todo tipo de contextos, y puede llegar a resultar contraproducente en cualquier relación, ya que la carga de trabajo cae en una sola persona, fomentando así el descontento en cualquier sociedad.
Cuando me di cuenta de que yo también procedía de esta manera, casi siempre pretendiendo disfrazarla de falsa adulación, tomé la decisión (después de muchas horas de trabajar con mi conciencia) de que cualquier otro ser humano que osara aplicar conmigo la incompetencia estratégica, sobre todo en momentos de mayor obviedad, ese ser humano caería de mi gracia para siempre. Bueno, no tanto así. Pero sí decidí no seguirle el juego hasta que, como tu servidora, decidiera tomar el toro por los cuernos y hacer su deber…
Mi relación con la incompetencia estratégica data de muchos años atrás. Pero la conocí en persona cuando siendo maestra de una importante institución Leonesa famosa por jactarse de ser de inspiración cristiana, un mocoso se acercó a mí, mostrando hilo y aguja, porque quería que alguien, cualquier alma caritativa, le ayudara a coser su pantalón, tan roto, tan moderno, pero tan prohibido por el reglamento. La coordinadora de aquel entonces, mujer a la que conozco muy bien, lo había provisto del material necesario, y lo había mandado a coser los tremendos hoyos que tenía ese pantalón en las rodillas, castigo recibido por desobedecer una de las normas escolares. El imberbe ese intentó abanicar las largas y juveniles pestañas de sus hermosos ojos verdes, tratando de convencerme para que fuera yo quien le ayudara a coser su pantalón.
- “No, m’hijito. Cóselo tú”.
- “¡Es que no sé, miss!”
- “Pues ahorita aprendes. Y aunque sea chueco, tú solito vas a coser ese pantalón”.
Creo yo, estimados lectores, estimadas lectoras, que no existiría la incompetencia estratégica si no hubiera quien la secundara. Para que pueda darse la primera, siempre debe existir alguien que acepte su papel de “no-te-preocupes-yo-lo-hago”, con toda la sumisión/aceptación que este conlleva. Nunca me di más cuenta de su existencia, hasta cuando me tocó ser esa sumisa/aceptadora. En mi casa, con mis amigos, en el trabajo. Por citar algún ejemplo, en algún trabajo grupal entre profesores, cuando la dinámica consistía en hacer alguna ilustración, poster, o cualquier otra cosa que implicara la tarea de dibujar o diseñar, cosa de la que me jacto de hacer muy bien, siempre había quien clamaba ser un absoluto idiota para eso, y que sería mejor que se lo dejaran a Vero. Y Vero, ávida de demostrar sus habilidades, pero también de entregar un trabajo digno, y no cualquier churro, aceptaba con bastante alegría el papel solucionador, dando lugar a la mentada, y muy vieja, estrategia del otro o la otra de proclamarse incapaz para que los demás resuelvan.
Así, ávida (igual que yo) de demostrar sus “habilidades” en la costura, misma que ni existían, pero con el propósito de quedar muy bien con el ojiverde y pestañón chamaco, una chiquilla dijo:
“Yo le ayudo a Daniel, miss. A ver dame eso. Yo lo hago”.
“¡No, Diana! ¡Deja que lo haga solo!”
“Es que los hombres no saben coser, miss”.
“Pero pueden aprender, chula. ¿O qué crees que el (famoso diseñador) nomás da órdenes, porque no sabe dar puntadas?”
“Sí, pero él es diseñador, a eso se dedica”.
“Tú no eres diseñadora tampoco, y ahí ibas a hacer lo que él también podría hacer”.
“Sí, pero las mujeres somos mejores para eso”.
“¿Quién te dijo?”
“Nadie. Eso creo yo”
Y, aunque me hubiera gustado decirle:
“O eso te hicieron creer. Tu amigo sabe aparentar muy bien que no sabe agarrar una aguja para que tú, o cualquier otra (sin importar quien, pues hasta a mí me hizo ojitos) no sólo le ayuden a coser, sino que ellas lo hagan todo. ¿Por qué no se lo pidió a otro hombre? Aquí también aplica la equidad, nena. Nadie aprendimos sabiendo, pero todos podemos aprender un poco de todo. Y, qué buena oportunidad se le presenta a Daniel, porque él puede aprender ahorita, si es necesario, a coser. Los tiempos han cambiado, criatura. Ni un hombre “elige” a una mujer por saber coser unos agujeros en un pantalón, o pegar un botón, o lo que sea; y ni tú (ni ninguna otra mujer) debe relegar su valor al de una simple “salvavidas” de un inútil que es incapaz de hacer lo más básico por él mismo”.
…sólo le dije:
“entonces déjalo coser su pantalón, para corroborar de una vez que lo que creemos no siempre es lo correcto, y que los hombres también pueden coser un pantalón, tanto como las mujeres también podríamos componer un coche”.
La incompetencia estratégica es un arma muy socorrida entre aquellos que buscamos evadir la responsabilidad de realizar una tarea que nos resulta irritante, difícil, o aburrida. En situaciones de desmotivación, o en las que no sentimos verdaderamente el llamado, hay quienes buscamos tener un rendimiento menor, de modo deliberado, tal vez como una forma de resistencia pasiva. En algunos de los casos, nuestra mejor evasiva es recurrir a la glorificación de las habilidades del otro o la otra. En otros, los viejos roles de género, donde uno u otro, al respecto de nuestras propias naturalezas, una de las dos o más partes inmiscuidas alegará ser más o menos capaz, y actuar de acuerdo a lo que se espera de su género, su capacidad, o su deseo por hacer las cosas. En mi caso, muchas veces, fue simplemente miedo a fracasar, utilizando mi “incompetencia” como mecanismo de defensa, pues me aterraban el escrutinio y las críticas que pudiera recibir de los demás, si llegara yo a fracasar. Otras tantas veces porque no se me pegaba la gana hacer las cosas, y ya...
Hoy me doy cuenta de que la incompetencia estratégica es un comportamiento perjudicial que impone una carga injusta a los demás, creando frustración y resentimiento en las relaciones personales y profesionales. Al eludir deliberadamente responsabilidades o fingir incapacidad, los “incompetentes” no sólo transferimos nuestras obligaciones a los demás, sino que también obstaculizamos nuestro propio crecimiento personal. Sin embargo, me doy cuenta de que liberarme de este patrón empieza por ser consciente de mí misma y rendirme cuentas a mí, y sólo a mí. Cuando asumo mis responsabilidades, no sólo aligero la carga de los que me rodean, sino que también desarrollo confianza, competencia y conexión.
A fin de cuentas, aceptar mis deberes no es sólo un acto de justicia: es un camino hacia el empoderamiento personal y unas relaciones más sólidas y objetivas. Con los y las demás, sí. Pero también con mi propio yo. Mi responsabilidad será no utilizar la incompetencia como defensa, sino elegir en su lugar la responsabilidad, el crecimiento y la integridad, que me son tan propios, en todos los aspectos de mi vida.
Pero dame tu opinión. Tú eres mucho mejor que yo opinando...
Miss V.
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