HOY NO ME PUEDO CONTROLAR
- yesmissv
- Nov 15, 2019
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La diversidad en las personalidades que se mueven alrededor de nosotros resulta en el agradable (o no tanto) sabor de boca que nos deja la vida con cada experiencia, ya sea dulce, o amarga. Hay quienes son más amigables, o más detallistas, o más sensibles, que otros. Conocemos también personas más impetuosas, más triviales, o más impasibles que otras. O sea, “en la variedad está el gusto”. Y la lección …
Todos tenemos bondades. Incluso los más desalmados. Pero, también, todos tenemos cola que nos pisen. Incluso los más humanos. El crecimiento último, y en todo caso, también el retroceso, dependerán de nosotros.
De entre todas las virtudes y las imprudencias de las que somos poseedores, está la de la obstinación, palabra elegante para referirse a la terquedad. Para bien o para mal. No conozco, en lo estrictamente personal, a nadie que no quiera que las cosas se hagan a su modo, y que, además, se empeñe de tal manera a lograr un objetivo (a menudo personal) aún en contra de las terquedades de los demás.
Si no hubiera a veces consecuencias nefastas, qué maravilloso sería que todo mundo pudiera hacer lo que se le pegue la regalada gana, o que pudiéramos tener autoridad incuestionable, con la aprobación del otro.
O sin ella, ¡faltaba más!
Ciertamente, no todos podemos hacer de manera abierta y campechana, lo que se nos antoje (sobre todo aquellos que creemos que todavía nos quedan ciertos escrúpulos en el cuerpo, y algo de cordura en la opinión).
Insisto: ciertamente, no todos, podemos hacer de manera abierta y campechana, lo que se nos antoje, pero casi todos hemos intentado, o hemos secretamente deseado, tener el control. En mayor o en menor medida. En instancias como éstas, ¿alguna vez tuvimos qué recurrir al embeleso de la seducción, a la labia de la persuasión, o a la bajeza del chantaje?
Por medio de estas infames maniobras, reflejos manifiestos de un amor propio inexistente, qué fácil se puede llegar a controlar a otros. Pero mientras más control hay sobre los demás, más difícil se vuelve el control de las propias emociones, y de las acciones personales. Terminaremos, tarde o temprano, perdiendo la prudencia, el contacto con el entorno, y finalmente, el cariño que los demás podrían haber tenido por nosotros.
Ahora bien. Tener el control, ser controladores, y perder el control, son tres cosas casi diferentes:
La primera es siempre personal, y sugiere al deseo de liberarse de un controlador, pero es harto difícil de lograr, pues se requiere de una mezcla de liberación personal, sano amor propio, libertad en las decisiones, y el conocimiento de que la soledad también puede ser saludable, y no una aberración ¡Qué difícil es liberarse cuando la devoción a uno mismo es tan frágil! ¡Cuando tenemos tanto miedo! Pero no se puede escapar. ¡Tantos la hemos sufrido!
La segunda es siempre personal, y envuelve una grotesca invasión, no pedida, disfrazada de amor, en la vida de los demás, pero acontece con mayor frecuencia de lo que esperamos, pues resulta sólo de una tóxica mezcla de voraz ansiedad, astucia egoísta, el desvío de los sentimientos, y temor a estar solos. ¡Qué difícil es reponerse cuando la devoción a uno mismo es tan débil! ¡Cuando tenemos tanto miedo! Pero no se desea escapar. ¡Tantos la hemos disimulado!
La tercera es siempre personal, y gravita alrededor de la (ocasional) pérdida de buen juicio, aderezada con explicaciones interminables que normalmente nadie nos pidió, pero que es el resultado de dejarse llevar por la conciencia primitiva, la vulneración del orgullo, y una sobredosis de egolatría. ¡Qué difícil es recobrarse cuando la devoción a uno mismo es tan volátil! ¡Cuando tenemos tanto miedo! Pero no se busca escapar. ¡Tantos la hemos revelado!
Hoy, por ejemplo, me encuentro con un agujero en una pared. Tal vez, y aventurándome a dar una opinión, resultado de la falta de autodominio. Pudieron haber sido dos agujeros, pero el primero no pasó de ser una abolladura. Quiere decir que hay, de manera latente, alguien que busca controlar (si no es que lo hace ya) a alguien más y, por ende, controlar sus propias emociones y acciones se tornará (si no es que ya ocurrió) más difícil.
El agujero, resultado de un segundo puñetazo que resultó exitoso, quién sabe si inesperado por el golpeador, es el retrato de la toxicidad disimulada con dolor, la debilidad disfrazada de hombría, y el anticipo de que, si una persona es incapaz de controlar sus impulsos con “algo”, difícilmente logrará, en algún momento de su vida, controlarlos con “alguien”.
Cómo ocurrió esto, sólo lo saben los que lo vivieron en su propia carne. Desde una segunda (o tal vez tercera) escena, atestiguada casi por casualidad, puedo aventurarme a concluir, con mucho de la imaginación tan alocada que tengo, lo que ocurrió en la primera:
Él, tratando sin éxito de disimular su tormento, en voz baja pero amenazante; llorando, implorando o reprochando con chantajes, cualquier cosa.
Ella, tratando sin éxito de disimular su martirio, en voz baja pero adolorida; llorando, implorando o repeliendo con lágrimas, cualquier ataque.
Ambos, tratando sin éxito de disimular su enojo, en voz baja pero quebrantada; llorando, reclamando, y recordándose mutuamente que, esto que queda pendiente, tendrá que reanudarse en algún momento.
Pronto.
No hubo, en su primer encuentro, una conclusión satisfactoria. Para ninguno de los dos. Expreso ejemplo fue el encuentro, meramente fortuito, que tuvimos después. Ni yo esperaba verlos, ni ellos esperaban encontrarme, por lo que esto tendrá un rezagado desenlace, si acaso lo hay, en el ocaso de una joven relación que no debería vivir más tiempo alimentada de amores enfermizos, ni de desdenes seductores, que lleven a fogosas reconciliaciones.
O bien, pueden llevar a encuentros más violentos, más estridentes, y hasta más físicos, por lo que, el final de esta relación sería, desde mi visión personal, la mejor decisión tomada por ambos, para ambos. Aun cuando apenas son unos chiquillos. Aun cuando no han vivido lo mejor de sus vidas. Pero, ¡qué difícil es ser honestos con nosotros mismos cuando la fidelidad al otro es mayor que la fidelidad que nos tenemos! ¡Cuando sufrimos tanta alta de amor! Pero no intentamos escapar. No intentamos escapar.
Su veloz, pero torpe escape, me lleva a concluir que, tampoco en ese momento, hubo un desenlace favorable. Cada uno se fue por su lado, tratando de ocultar sus caras de mí. De todos. Él dando pasos largos, fuertes, enojosos. Ella, dando pasos cortos, débiles, temerosos. Antes de irse, concluyen que esto habrá que ser retomado después, en la soledad de un aula, la oscuridad de un pasillo, en la negación de un hecho llevado a cabo por la incomunicación de dos almas sin cordura, que quieren, pero no pueden (ni deben) estar juntas.
Esta es una historia como muchas otras, pero con diferentes actores. De igual modo, en esta historia, como en muchas otras, las escenas (que no los escenarios) son siempre las mismas. Los arrebatos, los resentimientos y los ardores, irán creciendo, casi despistadamente, pero con nuestro permiso, hasta llegar a convertirse en un engendro imposible de someter. Ni por ella, ni por él. Ni por nadie.
A menos que lo quieran.
De entre todas las virtudes y las imprudencias de las que somos poseedores, está la de la terquedad, palabra habitual para referirse al control. Para bien o para mal. No conozco, en lo estrictamente personal, a nadie que no quiera que las cosas se hagan a su modo, y que, además, se empeñe de tal manera a lograr un objetivo (a menudo personal) aún en contra de las debilidades, y en desafío al “NO” de los demás.
Con inquietud,
Miss V.
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