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Era uno de mis objetivos en la vida casarme joven.
Desde que medianamente empecé a entender la noción del matrimonio, había llevado bien metido en la cabeza y debajo de la piel el propósito de ser una esposa joven, y por consiguiente, una mamá joven.
Ni la prisa por mandar en mi propia casa, ni los magros consejos que recibí al respecto, me forzaron a casarme a la tierna edad a la que me casé. Eso lo hice por elección propia. O casi. Pero tampoco nadie me sacó del error de creer que ese era el único camino para tener mi propio hogar. Mis modelos del matrimonio fueron pocos y escuálidos: una abuela, y una madre que aparentemente (quién sabe si exitosamente), se casaron por amor, fueron los únicos ejemplos de los que recibí las nociones de lo que un matrimonio debería ser.
Y esos ejemplos se quedaron en mí por muchos años.
Hoy ya no hay remedio. Pero desde la ventajosa posición de la experiencia, y desde la descarada edad en la que me encuentro, creo que los veinte son, en esta época, una edad demasiado tierna como para siquiera haber pensado en atarme a alguien. Aun cuando ese alguien, en mi caso particular, ni haya sido mi primer novio, ni haya vivido con él antes de casarme, ni nuestra preparación para el matrimonio haya durado años.
Pero yo iba bien (auto) condicionada. Primero, a salir de mi casa sólo para casarme, y hacerlo, además, vestida de blanco. Y luego, a que mi unión con mi esposo durara, costase lo que costase, hasta el fin de los días de cualquiera de los dos, pues fue de casi todas las antecesoras de mi clan (excepto mi propia mamá), casadas o no, que aprendí que había que permanecer al lado de nuestros esposos para siempre. Aunque ellas mismas nunca se hayan unido a nadie en matrimonio.
Eso fue hace casi treinta años, pero…
Hace casi treinta años, veinte años eran los suficientes, y había, según las creencias propias de esa generación, la madurez necesaria para contraer nupcias, con miras a que el enlace matrimonial perdurara “hasta el final”. Claro que antes de eso, edades como los dieciséis, o tal vez más tempranas, eran suficientes para empezar una familia.
Hace casi treinta años, ser soltera a los veintisiete más bien olía a ser ya solterona de años, por lo que muchas mujeres llegaron a creer que era mejor estar casada casi con cualquier fantoche que vivir la vergüenza de quedarse a vestir santos. Claro que antes de eso, ser maestras, enfermeras o monjas, eran las únicas salidas dignas para una mujer que casi llegaba a los treinta.
Hace casi treinta años, replicar lo que nuestros padres y madres hacían de su vida, en casi cualquier episodio de la historia personal, aun cuando ellos mismos aborrecieran su profesión o su vida, era mucho más común de lo que es ahora. Claro que antes de eso, los hijos y las hijas obedecían ciegamente los mandatos de sus antecesores, sin importar cuan dolorosos fueran dichos mandatos.
Pero amigas y amigos, lo logré.
Cumplí con los requisitos centenarios de las mujeres más antiguas de mi clan y de casi todos los clanes de antaño. Veintitrés años tenía tu servidora cuando se ató, con la consigna del “por siempre”, a un hombre del que estaba enamorada, pero cuyo “para siempre” nomás le duró siete años.
Pero de la cortedad de mi matrimonio no se trata esta diatriba. De eso ya he escrito mucho…
Sino de platicarte, desde experiencia y la edad de las que te platicaba hace ratito, que dudo mucho que hace casi treinta años, por muy maestra que fuera, mi mente y mi corazón fueran lo suficientemente sensatos como para embarcarme en ese ignoto viaje llamado matrimonio. Tan accidentado para unos, tan monótono para otros, y tan apacible para otros más. Un viaje que, aunque muchos hemos decidido viajar con plena libertad de elección, siempre resulta complejo, de una u otra manera, para quienes hayamos decidido abordarlo.
Creo que todavía me hacía falta crecer...
Todo eso no me era particular. De hecho, como lo veo en los y las cómplices de mi época, es un mal de mi propia generación. Una generación tan equis y tan volátil, tan nostálgica y tan obediente, tan hastiada y tan ensadwichada, que vive la dicotomía de lo mejor y lo peor las dos generaciones que la aprisionan: la predecesora, tan explosiva sólo en el nombre, que vivía (y sigue viviendo) de forma reacia y hermética hasta las situaciones más íntimas; y la posterior, tan milenaria que poco lo toma en serio, pero que antepone su propio bienestar emocional a la complacencia ajena.
Mi generación, igual que yo con mi idea del matrimonio, había llevado bien metido en la cabeza y debajo de la piel que todas las cosas se hacen (o se hacían) de una manera específica, sin espacio para el cambio, y sólo así porque así lo manda Dios. Que en realidad era como lo mandaban nuestros papás y mamás. No había de otra.
No era posible disfrutar de la libertad de no vivir en casa de mis papás, so pena de ser considerada una descocada; o de no casarme, o no tener hijos, so pena de considerárseme una triste solterona, cuya vida pierde casi todo su sentido sin un marido o sin descendencia.
Hoy, sin embargo, es obvio que las cosas han cambiado. creo que era absolutamente necesario. Estos cambios, sin embargo, son a veces para bien. Otras veces no tanto. Hemos viajado del extremo de la sumisión silenciosa, al de la anarquía agresiva.
Los extremos, valga decirlo, no son nunca convenientes, y dejar la exagerada humillación de lado para adoptar la excesiva subversión, o viceversa, no es algo que yo considere necesariamente sano. O por lo menos, no en todos los casos. Por favor, toma en cuenta mi edad, y que, por mucho que haya trabajado en mi madurez y mi crecimiento emocional y mental, y que haya situaciones de vida que haya empezado a aprender a aceptar con mayor naturalidad de lo que hubiera hecho antes, hay cosas a las que, aun cuando las viva en mi propio entorno familiar o laboral, todavía me falta aprender.
Una de las cosas que todavía me cuesta trabajo aceptar, y que nada tiene que ver con la sumisión o la rebeldía, pero sí a veces con las oportunidades o las ambiciones, es la falta de educación. En todas sus facetas.
Al respecto de la educación doméstica, no de la escolar, y sin tener en cuenta la generación a la que pertenezcamos, siempre he pensado que el respeto a las opiniones, emociones y creencias de los demás, aun cuando sean completamente diferentes a las mías, mientras no vayan en detrimento de la paz y la seguridad del otro u otra, es clave para la mejor armonía colectiva, que tanto precisamos hoy en día, y que las nuevas generaciones han empezado a taladrar en la piedra de nuestras viejas y maltratadas usanzas.
Mi posición de maestra me ha ayudado a vivir con, y casi comprender a, las diversas generaciones que han estado bajo mi cobijo docente. En mis primeros días en el magisterio, la brecha generacional entre mis alumnos y alumnas y yo, era mínima; pues yo era apenas diez, once o doce años mayor que ellos. A la par que aquellos infantiles estudiantes crecían, crecía también su infantil maestra. Aunque yo nomás en experiencia.
Y cuando empecé a dar clases en secundaria y preparatoria, la brecha entre mis alumnos y yo se achicó más todavía, pues mis veinticinco años contra sus diecisiete o dieciocho, a veces hasta diecinueve, eran casi cosa de risa.
Pero llegó un momento, estimados y estimadas, en el que yo, desafortunadamente, me seguí añejando, mientras mis alumnos fueron haciéndose cada vez más jóvenes. Las últimas generaciones preparatorianas que estuvieron a mi cargo, antes de embarcarme en el magisterio universitario, y quienes eran contemporáneas de mis propios hijos, fueron el ejemplo más claro de que la brecha generacional entre mis alumnos y yo, era casi tan grande como la que había entre tu servidora y mi propia descendencia.
La diferencia de edad era clarísima. No solo la falta de juventud en mi cuerpo, y las canas que empezaron a mostrarse descaradas, eran la prueba de ello. También la disparidad en la manera de hablar, actuar, pensar, mostrar respeto por las y los demás, fueron alarmantes señales de que, efectivamente, me estaba haciendo vieja.
Esa disparidad que existía entre las generaciones bajo mi instrucción (tan nuevas, tan inexplicables) y la mía (tan aferrada, tan predecible), no pudo ser más notoria hasta apenas hace unos días.
Un universitario ramplón que, puedo confesar aquí, desde el momento en que lo conocí me ha sido antipático en cualquier circunstancia, y a quien llamaré Joaquín, se tomó la libertad (que solo se puede tomar un maleducado de familia rica, de apellido austero, y de mala cuna) de entrar a mi aula como cualquier borracho entra a una cantina: aventando la puerta, y hablando tan fuerte, que interrumpieron la paz que tanto me costó que reinara en la clase.
Esta inestable criatura, a la que se olvidó que ya no está en Secundaria desde hace seis años, y que, independientemente de la generación a la que pertenezca, debe pedir permiso para entrar a un aula que está ocupada por un número de individuos, unos estudiando, otros devengando, hizo todo lo posible por caerle gordo a todos.
Lo logró.
Venía el interfecto acompañado de otros dos que, con mucha más educación y decencia que el majadero este, y viendo la pueril actuación de este universitario venido a más, prefirieron esperar, muy calladitos, afuera.
Con muy fingida amabilidad de la que pude echar mano, pero casi a punto de írmele a la yugular, le dije a Joaquín que esa no era la forma correcta de entrar a un salón en donde había clase, le pedí que saliera del salón y, acto seguido le mostré la salida, pues me dio la impresión de que era como una mosca despistada pero fastidiosa: supo cómo entrar, pero no salir.
“Nomás vengo por mis cosas”
“Y, ¿cómo quiere que trabaje en mi clase?”
“¡Pásenle también ustedes, babosos!”
Según su versión con las autoridades escolares, Joaquín se sitió sumamente intimidado por tu servidora, pues, de acuerdo con su relato, lo empujé por la espalda para sacarlo del salón. Ganas no me faltaron, honestamente. Y no sólo de eso.
Valga decirlo, ni siquiera lo toqué. Pero en mi cabeza se dibujaban escenarios feroces que tenían que ver con constricciones en el pescuezo y con defenestraciones.
Pero, ¿a que ni te imaginas qué fue lo que Joaquín hizo en ese momento? El irreverente mocoso se puso a bailar. Así como lo estás leyendo. Sí se fue del salón, pero lo hizo bailando mientras caminaba hacia la puerta. Esto terminó por destruir la calma en mis alumnos y alumnas, quienes molestos por su atrevimiento le dijeron “¡ya lárgate!”.
“Joaquín. ¿Hasta cuándo vas a empezar a crecer?”
Obviamente, no me contestó. Porque fue de su elección ignorarme completamente.
Sí se fue. Pero se burló de todos.
Mis alumnos y alumnas, estaban mudos de la tremendamente desagradable sorpresa. También estaban enojados. Unos quedos “¿Qué le pasa?”, y otros “¿Y, este güey, qué?” confirmaban su enojo. y, así como en este escrito, ahí voy con el chisme con las autoridades correspondientes. Faltaba más.
Después de levantar el respectivo reporte y regresar al salón, uno me dijo: “¡le hubiera dado un madrazo, teacher!” Otra dijo: “Yo si tenía ganas, la verdad.”
Están no es la primera vez que Joaquín es así de irrespetuoso con quien tenga la mala suerte de cruzarse por su camino. Y, hasta que Joaquín no sufra en carne propia las consecuencias de sus acciones, seguramente esa no será la última.
Ciertamente creo que la definición de “falta de respeto” ha cambiado con cada generación que ha pisado este planeta. Allende mi infancia, cuando era una niña que no sabía de rebeldías o insolencias de ningún tipo, los niños y las niñas todavía sufríamos las secuelas del injusto desaire que también sufrieron nuestros papás y nuestras mamás: ser vistos, pero no escuchados.
Ahí estábamos, pero no podíamos atrevernos a hablarle a un adulto, si no teníamos su permiso. De lo contrario, se nos tachaba de “irrespetuosos”.
Mi manera de educar a mi hija y a mi hijo procuró distanciarse, hasta cierto punto, de este patrón centenario. Sin embargo, para mí era importante que, aunque buscaba que mis hijos participaran en las conversaciones con otras personas, o por lo menos que contestaran con toda la amabilidad posible (mientras las preguntas no les hicieran sentir incómodos), también me di a la tarea de enseñarles que, cualquier persona que estuviera hablando, o enseñando, NO debía ser interrumpida a gritos, abriendo la puerta a golpes, y exigiendo la atención de la que, obviamente, el niño que les platico carece tanto.
¿Hasta cuándo empezará a crecer?
La consecuencia para él está aceptada y firmada. Sólo Dios sabe si le importa.
Él ahora se encuentra en el extranjero, y es mi deseo que alguien lo adopte allá.
Pero yo estoy aquí. Y aquí y ahora, me doy cuenta, más que nunca, que una falta de respeto como la que este estudiante mostró, no sólo hacia mí, sino a mis alumnos en turno, a los compañeros que iban con él, a su institución e, incluso hacia él mismo, socava no sólo el entorno educativo, sino también el propio crecimiento personal de cada individuo que lo conformamos.
Muchos profesores dedicamos, con mucho más amor del que recibimos a cambio, gran parte de nuestras vidas a fomentar el conocimiento, a guiar a nuestros y nuestras estudiantes a través de los muchos desafíos que nos representa la educación moderna y, si bien nos va, a formar futuros líderes.
Verdaderamente lo hacemos con amor.
Pero alumnos como Joaquín nos hace dudar, aun después de tantos años de labor docente, si este es el camino que verdaderamente queremos seguir transitando.
Cuando los estudiantes actúan de una manera tan extrañamente insolente como el niño agarabatado de esta historia, se disminuye el potencial de aprendizaje significativo y respeto mutuo que es esencial en cualquier entorno educativo. O sea, comportamientos como ese son sumamente agotantes, y dan ganas de tirar la toalla.
Pero hay muchos otros alumnos por los que vale la pena pugnar…
Sería importante que Joaquín, igual que tantos otros cuasi-adultos que creen que pueden hacerlo todo sin importar los sinsabores de los demás, resultado de su comportamiento, reconozcan que sus acciones tienen consecuencias, no solo para sus relaciones con los educadores, o sus compañeros y compañeras de clase o escuela, sino también para su propio desarrollo como individuos responsables y empáticos. Individuos que NO viven ni se desarrollan en soledad, pues en el momento en el que menos lo esperen, habrán de necesitar de los demás.
Al pensar en ese episodio, me encuentro, aunque no me lo creas, en calma. Después de querer casarme joven, otro de mis objetivos en la vida (después de varias sesiones buscando la cura emocional) ha sido el de procurar cultivar una cultura de respeto, pues soy una fiel creyente de que éste es esencial para fomentar un entorno en el que todos podamos prosperar. O sea, si te va bien a ti, me va bien a mí. Y viceversa.
Cuando un estudiante valora y respeta a sus educadores, cuando los profesores valoramos y respetamos a nuestros y nuestras estudiantes, cuando a pesar de los pesares abogamos por el respeto mutuo en todos los campos en los que nos desarrollamos (no exclusivamente en el del magisterio) cada persona que habitamos este planeta podremos mejorar nuestras propias experiencias de vida, o aprendizaje, y seremos capaz de contribuir a una comunidad más positiva y más participativa.
Finalmente, y recordando a Joaquín y el contexto de su ridícula actuación, reconocer la importancia del respeto en un entorno de educación, no es solo una cuestión de etiqueta; se trata de construir una base para un presente más claro y cuidadoso de los sentimientos de los demás, y un presente más brillante y con más tolerancia en una sociedad que tanto la necesita, por parte de una generación nueva que tanto aboga por ella, pero que a veces pareciera que hace muy poco por alcanzarla.
Esperando que Joaquín se quede en Colombia.
Miss V.
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