¿HACIENDO LO CORRECTO? O ¿QUEDANDO BIEN, NO MÁS?
- yesmissv
- Jun 29, 2023
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Un afamado filósofo estadounidense de nombre Aldo Leopold decía, al respecto del proceder moral, palabras más, palabras menos, que “el comportamiento ético es hacer lo correcto cuando nadie nos está viendo, aun cuando hacer lo incorrecto sea legal”. Ahora bien. Puede ser que “hacer lo correcto” vaya en función de la ambigüedad con la que lo quiero entender, o de la integridad con la que lo quiero aplicar. O en el contexto en el que me estoy moviendo…
Confieso que esta cita, la de Mr. Leopold, ha pegado duro pues, con todas las extrañas experiencias que he estado acumulando en éstos últimos semestres de mi vida (tanto docente como civil), no sé si me encontré su máxima de manera fortuita por andar de vaga en Feis, o por una entrega deliberada de la Vida por andar de vaga en Feis.
Esto me hizo caer en la cuenta de que conozco, de entre el incontable número de personas con las que he tratado en la vida, a un grupo de ellas que se llevan la etiqueta ganadora de ser totalmente íntegras en sus palabras y en sus acciones. No voy a desvelar sus identidades, porque eso no sería lo correcto, y además porque eso anularía el objetivo del presente escrito, y la discreción con las que sus buenas obras se llevan a cabo. Todos ellos y todas ellas son personas que admiro profundamente y busco emular, aunque no con mucho éxito, pues, aunque he transitado desde hace un rato el camino de la cura emocional, disto mucho de ser medianamente como ellos y ellas, ya que siempre hacen lo correcto aunque (crean que) nadie les esté viendo.
Cuando estas personas hacen “lo correcto”, frase ambigua que puede significar “tratar a todos y a todo con el respeto y la deferencia que se merecen, independientemente de su naturaleza”, seguramente se sienten contentos consigo mismos, pero lo hacen sin alardear, y sin necesariamente tener qué obtener la aprobación de nadie. O sea, estas personas han elegido actuar de manera evidentemente honorable, no sólo por la felicidad que sientan, sino por crear en los demás sentimientos de bienestar pues, sin importar cuan pequeño sea un acto de bondad, todo suma al crecimiento mental y espiritual de quien recibe, pero, primordialmente, de quien da.
Estoy completamente segura de que, estas personas eligen, no por obligación de terceros sino por un compromiso moral personal, actuar de manera compasiva sin fanfarronear, sin anunciar, o sin publicar. De lo que también estoy segura es de que, tales acciones, traen felicidad a su entorno, pues han elegido una manera entregada de servir a las personas alrededor de ellos y ellas.
Sin embargo, también conozco, de entre la innumerable cantidad de personas con las que he coincidido en la vida, a un grupo de ellas que se ganaron el título triunfador de ser casi completamente desacreditados por sus palabras y sus acciones. No voy a exponer sus identidades, porque eso no sería lo correcto, y además porque eso me haría a mí el objeto de lo que desapruebo en este escrito, junto con mi deseo de redención y mi frecuente dosis de catarsis. Todos ellos y todas ellas son personas que censuro profundamente y que evito seguir, aunque no siempre de manera muy exitosa, pues, aunque he transitado desde hace un rato el camino de la rehabilitación emocional, de pronto caigo en ese mismo actuar, el de solamente hacer lo correcto cuando (saben que) alguien les está viendo.
Cuando estas personas hacen “lo correcto”, frase ambigua que quizá quiera decir “tratar a todos y a todo con la tolerancia y la cortesía que se me antoje repartir, dependiendo de quién esté presente”, indudablemente se sienten orgullosos de sí mismos, pero lo hacen haciendo alarde y, casi obligatoriamente, buscan obtener la aprobación de otros. O sea que estas personas han elegido actuar de manera aparentemente honorable, no por la felicidad que sientan, sino por crear para los demás máscaras de confianza que, sin importar cuan pequeño sea un acto de falsedad, van en detrimento del crecimiento mental y espiritual de quien da, mas no así de quien recibe.
Con el considerable alcance de las redes sociales, se ha vuelto habitual ver a cualquier tipo de cuasi celebridades, dizque políticos, y hasta simples mortales, publicar cuando hacen “cosas buenas”, lo "correcto", a favor de los demás, lo cual aumenta su popularidad, no sólo en la belleza y armonía de dichas redes, sino en la imperfección y la hostilidad de la vida cotidiana.
Pero también, en esta época de conexiones, comunicaciones inmediatas, y aplicaciones ocultas, es más difícil que nunca apegarse a la integridad del ser, por ser, y no porque nos estén viendo, so pretexto de “a escondidas es más divertido”, si sabes a lo que me refiero. Por eso, relacionarnos con personas que compartan nuestros mismos principios o filosofías, más en unos espacios que en otros, más en unas circunstancias que en otras, es cada vez menos sencillo.
Ahora. No está mal que, de vez en cuando, busquemos esa tranquilizadora y reafirmante palmadita en la espalda, signo de haber hecho las cosas bien, de acuerdo con los estándares del contexto en el que nos estemos desarrollando. Por el contrario, creo que esas palmaditas son alentadoras y, aunque pueden colocarnos a algunos de nosotros en una posición de engreimiento, también pueden provocar que busquemos la mejoría y el crecimiento en el contexto ése del que les hablaba.
Lo que no está tan bien, es la mendacidad de pretender hacer las cosas correctas, o necesarias, sólo porque sabemos que nos van a ver, nos van a escuchar, nos vamos a lucir, y vamos a brillar como las estrellas más fulgurantes de nuestro pequeño firmamento particular. Y que, cuando se acabe el momento de figurar, volveremos al oscuro rincón de nuestra apatía y nuestro auténtico yo de siempre, en donde la amargura y la envidia tienen el papel principal, pero donde no hay aplausos ni reconocimiento.
Lo confieso, queridos amigos y amigas. Esta es una diatriba contra alguien que conozco, y que me provoca hacer esta catarsis en lo particular, que he escrito, sorprendentemente, con más facilidad y rapidez que otras. Un escrito que me mueve a interiorizar y darle una sacudidita a mi corazón y a mi razón, a los que a veces dejo empolvados por mucho tiempo.
Este ser humano del que les hablo, que me irrita lo suficiente como para hacerle un escrito de varias páginas, y que pretende iluminar con su apariencia, pero que en realidad logra empañar con su presencia, nos tiene, a más de uno, el buche lleno de piedritas.
Este ser humano que abraza a otros delante de cuánta gente pueda verla, pero que se encarga de hacerles saber, a todos los que no la vieron, que les abrazó por la buena-ondez propia de su espíritu elevado, también puede escupirte su autoridad en la cara, con el discurso de “yo soy más importante que todos…”
Este ser humano que espera a que las cabezas estén ausentes, para colgarse el “hoy, mando yo”, y poder contradecir libre y abiertamente los reglamentos establecidos, me ha abierto los ojos de maneras muy significativas.
Para el ojo avezado, o para el criticón experto, las señales de alerta en las maniobras públicas de esta persona bien-portada-a-conveniencia, se pueden encontrar en las acciones más pequeñas. Son tan (aparentemente) dulces que casi se nos escapan. Pero, nada de lo que no se alcanzara a ocultar, se escapa de los ojos y el juicio de los otros. Sobre todo de aquellos que ya estamos ciscados, y que ya no comprendemos este doble juego de su comportamiento queda-bien, de su doble máscara, de su doble actitud, tanto con los altos mandos, como con nosotros, los simples mortales. Claro, perpetrados según su humor, o a conveniencia.
Pero, permíteme justificarme. No pienses que me creo intachable, pues no busco farisear, agradeciendo que soy una buenaza, y que Dios me libre de ser perversa. Ciertamente, todos hemos adolecido (yo más que nadie) del mal del narcisismo descarado; y habrá quienes todavía sigamos tropezando, y cayendo redonditos, con las piedras de la aprobación ajena en el extravagante camino de la “vida pública”, en la que tantos nos conocen, otros tantos nos aman, y otros tantos nos censuran.
Está visto que todos somos espejos de todos. Por eso, nos llevamos más de perlas con quien refleja lo mejor de nosotros, que con aquellos que proyectan lo no tan bueno. Por eso, con todo esto en el corazón y en la razón, y en ese proceso de sanación emocional, me pregunté un día, después de haber quedado adoloridísima por un estira y afloja de opiniones encontradas, y de tantos golpes emocionales no pedidos:
¿Qué de lo que hace esa persona me refleja tanto?
¿Qué de lo que hago yo me agobia tanto?
¿Qué de lo que hace esa persona me mueve a desconocerme, impacientarme, y luego, a querer rebelarme?
¿Qué de lo que soy yo me mueve a entenderme, contenerme, y luego, a querer evolucionar?
¿Qué de lo que hace esa persona me fuerza a guardar silencio, con mucho recelo?
¿Qué de lo que soy yo me obliga a no guardar silencio, casi sin cautela?
¿Cómo se porta esa persona cuando no la están viendo?
¿Cómo me porto yo cuando me están viendo?
Estas preguntas tan fáciles, pero a la vez tan difíciles, de contestar, me las hice en dos momentos clave: uno, en el que tenía el enojo a flor de piel, después de un encontronazo fresquecito y que todavía me tenía sangrando; y, el otro, después de un desahogo del alma y un real empeño de ponerme en los zapatos de la cruel persona ofensora quien, finalmente, es la menos lastimada y la que sale siempre triunfante, por estar arriba de un escaloncillo, en el que sufre de un soporífero enajenamiento de prepotencia y superioridad.
Dada la naturaleza de cada uno, por supuesto, pero aludiendo aquí sólo a la mía, porque este escrito es mío, las respuestas eran casi las mismas:
Me alivia, aunque no del todo, saber que NO soy la única que ve este espantoso desplante de falsa humildad, de aparente amistad, de visible seducción.
Me reanima, aunque no con triunfo, saber que, aún en el camino de la cura emocional, y aun sabiendo de qué pata cojea esa persona, tengo mucho qué hacer para sanar mi propia cojera emocional.
Pero, sobre todo, me empuja, y ya no me amordaza, el deseo de decir las cosas que antes no me atrevía a decir, por cobardía, o por el miedo de dejar de ser otra queda-bien.
Arrieros somos y en el camino nos encontraremos, decían los abuelos. No sin sabiduría, pues aunque parezca imposible, debemos reconciliarnos con el concepto de que, la manera en que hacemos una cosa, no es necesariamente la manera en la que hacemos todo. Pero eso no lo saben los demás. Sin embargo, todo lo que hacemos de manera "incorrecta", tiene (e, irremediablemente, tendrá) una consecuencia, que puede llegar ser la reparación vengativa de algún daño que sufrimos(o infringimos) a manos de alguien, aunque no nos toque disfrutarla; o, una conclusión kármica que nos ayude a rectificar el propio camino, aunque no les toque a los demás ser testigos de ello.
En busca de la reconciliación,
Miss V.
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