HACER BIEN LO PEQUEÑO, PARA HACER BIEN LO GRANDE
- yesmissv
- Oct 13, 2020
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No crean que fue desde que empecé mi carrera docente. Más bien, como a la mera mitad del trayecto, fue que me cayeron unos veintes bastante pesados: que el magisterio es una cosa tan bella como insoportable, que es tan ladina como lo es cándida, pero, sobre todo (a golpes de realidad), que la educación (en donde sea recibida) es un ensayo para la vida.
Lo que pasa en las casas, sí, pero sobre todo en aulas, en las instituciones, y me atrevería a decir que, incluso en sus alrededores, prepara a los alumnos para lo que les espera en los futuros quehaceres que habrán de convertirse en cotidianos. O sea, en la “chamba”. En la “vida real” (como si la escuela no fuera la vida real, muchachos) …
Como perenne educadora, y perenne aprendiz (uno de los principios de donde trabajo se refiere a las personas como incesantes estudiantes - cosa maravillosa), mi deber es, con la experiencia que tengo en estos asuntos, formar a cada joven adulto para que pueda manejar, de la manera más madura posible (pero siempre de la forma correcta) los menesteres que han de formar su vida laboral, pero también, de pasada, de aquellos que hablen de su persona y su conciencia.
Todo este trabajo no debe ser sólo del profesor o profesora, porque según me han dicho, las mamás y los papás también tenemos algo qué ver en la educación moral de nuestros propios vástagos. Pero lo que me trae aquí, no es éso. Sino que, mi deber profesional Y moral como profesora es incluso, sin que sean carne de mi carne, es guiar a mis bellos discípulos por el camino de la honestidad y del servicio a los demás (otro bello principio de la institución donde trabajo).
Surge hoy, una situación que dio lugar a una discusión algo larga. Larga porque al comunicarse primordialmente por mensajes escritos, este armonioso desacuerdo duró mucho más tiempo del que me hubiera gustado que durara.
El problema en cuestión fue muy terrenal. Nada místico: nuestros queridos, pero despistados, alumnos, al no leer (no el leer incorrectamente. No leer en absoluto…) una instrucción en pleno examen, obtuvieron mal TODAS las respuestas de ese ejercicio. Tal vez, también otro. Qué desgracia…
Un bando decía que, efectivamente, no siguieron la instrucción, pero que las respuestas, eran correctas, por lo que se daría a la tarea de ayudarles a los muchachos (sobre todo a aquellos que eran buenos elementos), corrigiendo ese craso error, para que sus calificaciones no se vieran mermadas. Y preguntaron: ¿qué nos dice nuestra humanidad?
Otro bando argumentaba que, si no siguieron la instrucción, aun cuando las respuestas eran correctas, era porque los chicos (todos, los buenos y no tan buenos elementos) no prestaron atención desde antes (repasos, ejercicios, e incluso una larga recitación de los pormenores del examen), por lo que, “lo que sacaron, sacaron”. Y preguntaron: ¿qué nos dice el reglamento?
Un tercer bando, en posición aparentemente neutral y algo indiferente, replicó que era mucho escándalo por esa tontería. Los jóvenes son jóvenes, al fin y al cabo. Que el profe que quisiera corregir, lo hiciera. Y el que no, pues no. Y preguntaron: ¿ya nos podemos ir a comer?
Los puntos de los dos primeros bandos son válidos y coherentes. El del tercero, aunque también con su valor, es más bien sacatón. Y creo que ése es peor, porque ni pa’ Dios, ni pa’l diablo.
Pero ¿qué es lo correcto? ¿qué se debe hacer?
Y también: ¿qué nos dicta la conciencia? ¿qué nos indican los principios institucionales? ¿cómo, en qué, y para qué, estoy formando?
Como escribí arriba, la educación es un ensayo de la vida. Y en el caso de la educación universitaria exclusivamente, lo que pase en campus deberá preparar a los y las estudiantes para actuar de manera tan madura y correcta como se los dicte su corazón, su conciencia, y sí, el reglamento.
Bíblicamente hablando, quiero decir que, el que hace bien las cosas pequeñas, podrá también hacer las cosas grandes; pero el que hace mal las cosas pequeñas, también hará mal las cosas grandes.
(Nota: Así no dice la Biblia exactamente, pero para efectos explicativos, me tomé un poco de licencia artística.)
Uno de los argumentos era que, aunque efectivamente se habían equivocado, los muchachos eran “buenos” estudiantes, y se merecían ese pequeño empujoncito, a modo de ayuda. La otra explicación era que, aunque fueran buenos, este pequeño error (y la decisiva “no-ayuda”) era, más bien, el mejor empujoncito que les pueda dar un educador.
La honestidad debe siempre regir nuestro actuar, en cada paso de la vida. Aunque a veces parezca, no difícil, sino IMPOSIBLE, ser honestos. Y eso es algo que, sin afán de presumir (y no porque yo sea Santa Verónica, Virgen, mártir y patrona de los hermanos honestos), he intentado hacer mi principio de vida. Y siempre que hay oportunidad les digo a profes buena onda esta narración:
Yo también soy buena.
Soy buena ciudadana (por mencionar algún ejemplo): no me estaciono en el área para los discapacitados, pago mis impuestos, ayudo a los viejitos a atravesar las avenidas, acaricio a los perritos de la calle… También soy buena mamá: no les pego a mis hijos, les doy de comer a sus horas, y beso sus adorables mejillas. Pero el día que se me olvidó, por ejemplo, pagar la luz, por no leer la instrucción correctamente (o no leerla en absoluto), los siempre amables empleados de la compañía de luz, me fueron a cortar el servicio (a domicilio y todo), aunque les haya dicho que soy un dechado de virtudes.
“Ah. Qué bueno, señora. Pero, ni hablar: no pagó a tiempo, y ahora se tiene qué hacer responsable de las consecuencias de su descuido por no leer las instrucciones, y pagar, no sólo el mes que debe, sino la reconexión”.
Lloré, y rogué. Pero mis llantos y mis ruegos no fueron escuchados, pues la venerable comisión no es para nada tan buena onda, como yo con mis alumnos. Esa vez, cuando les di el empujoncito. A pagar, pues.
Este anterior ejemplo, dicho con todo conocimiento de causa. Lo acepto.
También, siempre que puedo, les lanzo esta aburridora a mis alumnos:
Tú también eres bueno.
Y seguramente serás un buen contador (por mencionar algún ejemplo): no te estacionarás en el área para los discapacitados, pagarás tus impuestos, ayudarás a los viejitos a atravesar las avenidas, acariciarás a los perritos de la calle… Pero el día que se te olvide, por ejemplo, pagar los impuestos de tu cliente, por no leer la instrucción correctamente (o no leerla en absoluto), el justificadamente molesto usuario, te va a querer demandar a ti, aunque le digas que, por error, se te olvidó leer un documento. Y ahora a tu cliente (presumiblemente inocente), le van a cobrar hasta lo que lleva puesto.
“Ah. Qué lástima, contador. Pero, ni hablar: no se presentó en las oficinas del también amable recolector de impuestos, y ahora, se tiene qué hacer responsable de las consecuencias de su descuido por no leer las instrucciones, y pagar, no sólo mis impuestos con intereses, sino su propio abogado…”
Llorarás, y rogarás. Pero tus llantos y tus ruegos no serán escuchados, pues el cliente, no será tan buena onda como tu profe. El del empujoncito. A pagar, pues.
Este anterior ejemplo, dicho con todo desconocimiento de causa. Perdón.
Mi visión aquí es siempre personal, y habrá quien esté en desacuerdo. Y eso es bueno.
Pareciera una tontería, como dijo el tercer bando. Pero entre tontería y tontería (un día nosotros, otro día otros, y otro día, otra vez nosotros), estamos resguardando a nuestros alumnos bajo el cómodo cobijo de la completa deshonestidad y la absoluta desfachatez, disfrazados de empujoncitos. Porque son buenos.
Un profe a la vez.
Con todo, yo prefiero (sin dolor en el corazón, pero con una visión de discernimiento) negarle el empujoncito al alumno o alumna despistados, y que pasen el trago amargo y la nimia cachetada de la realidad aquí y ahora, antes de que esa misma realidad se los cacheteé sin piedad, y ponga en peligro su juicio, su buen nombre, o peor aún, su integridad o su vida.
Toco madera.
Como escribí arriba, la educación, y ahora me atrevo a decir que, la escuela, particularmente, es un ensayo de la vida. Y lo que pase ahí, deberá preparar a los y las estudiantes para actuar de manera tan madura y correcta como se los dicte su corazón.
Bíblicamente insistiendo, quiero decir que, el que hace bien las cosas pequeñas, podrá también hacer las cosas grandes; pero el que hace mal las cosas pequeñas, también hará mal las cosas grandes.
Y sin que estos adorables engendros sean carne de mi carne, pero si reflejos (y receptores) de mi actuar, mi deber profesional Y moral como profesora, es guiar a mis bellos discípulos por el camino del crecimiento personal y del progreso profesional (otro principio más de la institución que ya mencioné antes).
No quiero que parezca que estoy obrando de buena fe, con la buena-ondez que queremos que nos caracterice a muchos, prestándonos a ser fáciles trampolines para hacer cosas imprudentes, disfrazadas de comprensión. Quiero, aunque se me tache de intransigente, obrar con base en verdaderos argumentos de integridad, y con principios de honestidad (a veces tan quebradizos), y ser una rampa, ciertamente más difícil de escalar, pero con más satisfacciones obtenidas al final (de una licenciatura), junto con una conciencia tranquila, en el principio de la “vida real”.
Con honestidad,
Miss V.
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